Por quepasa_admin Marzo 28, 2013

La figura de mi abuelo Policarpo Luksic quedó, para mí, marcada en hierro. Los croatas tienen ciertas características muy particulares: son un poco porfiados, trabajólicos, con poco humor. Mi abuelo las tenía casi todas. 

Por esa época ya estaba en Chile, trabajando en las minas del salitre, el señor Pascual Baburizza (empresario croata que había llegado a Iquique en 1892), y mi abuelo, buscando una salida ante la crítica situación económica de sus padres, se decidió a venir a una de sus salitreras.     

En Calama, Policarpo se enamoró de Elena Abaroa, mi abuela, y se casó con ella. La familia Abaroa era bolivianos antes de la guerra contra de la Confederación; de hecho don Eduardo Abaroa es un héroe patrio boliviano, pues murió defendiendo la ciudad contra los chilenos al inicio de la Guerra del Pacífico. Era bastante próspera. De hecho, podría decirse que fue el padre de doña Elena, Andrónico Abaroa (hijo de Eduardo), el primer vínculo familiar con los negocios. Él se dedicaba a traer ganado de Salta a través de la cordillera para abastecer la minería del salitre y del cobre.

Mi padre, hijo de Policarpo Luksic y Elena Abaroa, usaba mucho la figura de su abuelo materno, un emprendedor que creó la compañía eléctrica en Calama, y la primera compañía de explosivos de esa ciudad. Andrónico Abaroa fue muy determinante para su nieto Andrónico Luksic. Él contaba muchas historias suyas, muchas anécdotas, lo tenía presente.   

Mi abuela Elena tenía mucho carácter, tenía una inteligencia privilegiada y fue muy cercana a mi padre; su figura también lo marcó mucho. Cuando sus dos hijos, mi tío Vladimir y mi padre Andrónico, terminaron sus estudios, los citó a su escritorio -porque tenía un escritorio en su casa- y les dijo: “Hijos, hasta aquí llega mi responsabilidad. De ahora en adelante, ustedes deben ser los forjadores de su propio destino”. Luego les dio dinero, una cifra no tan alta, pero suficiente como para que mi padre tomara la decisión de irse a Europa, a París. Él había estudiado Derecho en la Universidad de Chile, y su objetivo  era ir a terminar su memoria sobre el neoliberalismo -una cosa bastante curiosa para esa época- a Francia. De la memoria parece que no hizo mucho, pero sí le encantó la vida en París: se quedó varios años allá, y ése fue su comienzo en el mundo de los negocios. Era justo la época de la Segunda Guerra Mundial, y él empezó a viajar entre países para ganar dinero intercambiando dinero. 

Creo que él trató de replicar la misma impronta en nosotros, sus hijos, en el sentido de que llegado el momento, cierta edad, también nos dijo: “Chiquillos, ahora ustedes se hacen cargo…”.  En esa etapa, como él, también comenzamos a viajar. 

Viajar tiene una importancia sustantiva en el crecimiento de las personas. Desde luego por la seguridad que entrega el poder andar por el mundo lejos de quienes uno quiere o de quienes normalmente están al lado para dar una mano en caso de necesidad. Uno tiene, además, la posibilidad de conocer otras culturas, de darse cuenta de que el mundo es diverso y siempre lo va a ser, de aprender otros idiomas, y de conocer gente que después, en el mundo de los negocios, es tremendamente útil. Es una parte muy importante de la formación de las personas. 

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Antofagasta es, desde luego, una ciudad bastante croata. No nací allá, debido a la enfermedad de mi madre -ella prefería tener a sus hijos acá-, pero es como si así hubiera sido: allá me crié, allá estaban nuestros amigos, y hasta el día de hoy muchos de nuestros amigos son croatas o hijos de croatas. 

El vínculo con el norte es natural. Creo que mi padre vio en Antofagasta un lugar especial, en el que podía hacer uso de su imaginación -y creo que ésa es otra característica croata, ser trabajadores, esforzados y visionarios-. El norte ayudó en eso, creo yo, porque da tiempo para pensar, para mirar el universo y preguntarse qué debe hacer uno en esta vida. Tal vez fueron esos sucesos los que lo inspiraron a crear cosas.  

Pero aun cuando había tenido relativo éxito como empresario en el desarrollo de empresas mineras, llegó un punto en que se dio cuenta de que debíamos venirnos a Santiago. Si la memoria no me falla, eso ocurrió el año 64. Aunque nuestras raíces estaban allá, el verdadero campo para desarrollar sus ideas era la capital, cerca de la Bolsa de Comercio, cerca de donde sucedían las cosas.

Mi padre era un hombre de una sabiduría inmensa, porque dejó trabajar a sus hijos en forma muy temprana. Normalmente sucede que los padres se entronan en su puesto y no sueltan sus negocios hasta muy tarde, lo que trae dos problemas: uno, que cuando uno está viejo la cabeza no funciona igual, y dos, que los hijos no tienen sino hasta muy tarde la oportunidad de asumir las responsabilidades que, a la larga, son las que le dan a uno la experiencia y son las que lo hacen un buen, mediocre o mal hombre de negocios.

Ese momento yo lo sentí cuando cumplí 21 años. No me voy a olvidar nunca del día en que, manejando por la Costanera, él me dice: “Guillermo, hijo, me gustaría que te hicieras cargo de la gerencia general de Colbura”. Era una compañía forestal de bastante importancia en esa época. Yo llevaba ya un tiempo trabajando cerca de él, pero me sorprendió. Como que dije: “Pucha, flauta… tengo 21 años, esto es una misión difícil”. Pero la verdad es que mi padre también había hecho una labor importante de darnos siempre mucha seguridad, de darnos libertad, confianza. Yo tengo cinco hijos, y cuando uno los ve de 21 años parecen todavía jóvenes… Tal vez nosotros éramos un poco más maduros, por la educación que nos dio el papá. 

Estuve varios años en Colbura y después entré a trabajar a Quiñenco, como subgerente general, luego como gerente general, y finalmente cuando mi padre nos entregó las cosas, me pidió que asumiera la presidencia. 

Una de las primeras cosas que hicimos fue institucionalizar Quiñenco. Éramos una compañía tal vez muy familiar, y me pareció prudente, lógico, que ésta fuera una institución con principios, formas claras de trabajar y enfrentar los negocios, que pudiera perdurar en el tiempo. Con gente preparada, con buenos colaboradores, con gente con talento, con todo lo que nos permitiera darle el desarrollo que queríamos, haciendo más y mejores negocios. 

Podemos estar llegando a un punto en que las fronteras se nos hacen un poquito estrechas. La clase empresarial chilena es de primerísimo nivel. Nosotros tenemos las capacidades, y me refiero a todos los empresarios, la experiencia y los conocimientos para abordar temas más contundentes, a escalas mayores, ojalá a nivel mundial.

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Hay ciertas frases de mi padre que han quedado ancladas. Cuando él falleció (en 2005), tratamos de rescatar esas buenas frases en el balance de memoria de Quiñenco. Él decía siempre: “Austeridad en mis costumbres y sencillez en cómo vivo”. Ésa ha sido una de nuestras máximas: ser sencillos, austeros, muy trabajadores, tratando de generar la mayor cantidad posible de valor para el país, generar fuentes de trabajo. Crear riqueza y vivir con austeridad y sencillez ayudan mucho en esto, y hacen el trabajo más fácil. 

Otra de sus frases era: “Ser precavidos pero no conservadores; ser agresivos y no audaces”. Creo que lo hemos recogido, y es lo que hace que esta compañía sea especial en sus principios fundamentales.  

Son principios que parecen simples, sencillos, pero son de gran importancia hoy. Cuando el mundo entra en crisis se hacen más válidos. Era lo que nos enseñaba: “Hijos, no hay que tener deudas, los pasivos bajos… siempre”.

Los negocios pueden ser muy buenos, pero el verdadero dinero se gana comprando y vendiendo. Es algo que puede ser obvio, pero no lo es tanto. Cuando uno se mete en un negocio, tiene que hacerlo en condiciones atractivas, y tiene que esperar las oportunidades. Ahí entonces es cuando es importante no tener deudas, estar líquidos, comprar, tomar posiciones y usar todos estos principios para generar riqueza y sumarla dentro de esa empresa.    

Las cosas hay que intentarlas hasta que resulten. Otra cosa que nos decía mi padre era que lo peor es no tomar decisiones. Siempre hay que tomar decisiones. Lo peor que puede pasar es que uno se equivoque, cosa que es normal, nos pasa a todos, lo importante es darse cuenta y cambiar la decisión, pero se requiere voluntad para tomarlas. Un empresario debe decidir en forma permanente. El que no lo hace se queda parado donde está. 

Mi padre era un hombre de negocios muy completo y tenía una gran capacidad para anticipar las cosas. Hoy hablamos de globalización como una cosa cotidiana, pero hace 40 años no nos parecía tan sencilla. Él siempre pensó que el mundo iba hacia allá, que las barreras iban a caer, que los países se iban a integrar, y es lo que está sucediendo. 

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Creo que uno tiene que buscar maneras de trascender en la vida. Uno tiene la obligación de hacer algo durante su paso por la Tierra. Y cuando uno está en este empeño y lleva muchos años y alcanza escalas de relativa importancia, uno deja de pensar en uno o en su grupo familiar, y empieza a pensar en contribuir al país. Creo que uno, finalmente, hace las cosas por algo más allá de un lucro personal; lo hace porque es su obligación. Yo no soy médico, no soy arquitecto, soy empresario y tengo que usar todas mis capacidades para seguir siéndolo bajo cualquier condición. 

Siento que estamos cumpliendo. Siento un orgullo tremendo. Siento que estamos contribuyendo a que tengamos un mejor país que y que la gente tenga un mejor pasar. 

Creo que a nadie pueden asistirle dudas en la mente de que éste es un país con una buena clase política, es un país con buenos empresarios, es un país que se ha desarrollado muchísimo en sus últimos 20, 30 años. Creo que hemos utilizado las oportunidades como país bien.  

Al final lo que cuenta es el balance y ese balance es positivo. Es que este país ha crecido, ha madurado, es un mejor país y creo que en eso los empresarios, y lo digo con mucha modestia, contribuimos mucho. 

 

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