Cuesta creer que queramos echar por la borda el modelo económico y social que ha hecho a Chile un caso de desarrollo exitoso. De acuerdo a las encuestas, el oficio más desacreditado es el de los políticos. ¿Por qué entonces habríamos de dar a ellos, que manejan el Estado, más poder sobre nuestras vidas?
Es cierto que han recrudecido ciertas “demandas ciudadanas” por más apoyo estatal. Educación gratuita, por ejemplo. Tal vez ello no sea sino una consecuencia de la bonanza del cobre: los cofres del Fisco están rebosantes de dólares y todos queremos participar de la repartija. Bachelet es tanto más popular que Piñera, entre otras razones, porque aumentó el gasto público al 10% real anual, el doble que su sucesor. La oferta electoral de la autodenominada Nueva Mayoría es más de eso mismo.
¿QUEREMOS SER SUECIA?
Nos aseguran los economistas de centroizquierda que su propuesta persigue tan sólo poner a Chile a tono con países como Suecia, cuyo generoso “estado de bienestar” no le habría impedido ser una economía próspera. Es cierto que los países escandinavos producen bienes públicos de calidad, dan educación y salud gratuitas, logran más igualdad (aunque Estocolmo también ha sufrido últimamente violentos disturbios). Pero, los beneficios sociales cuestan dinero y se compran con altísimos impuestos. El “contrato social” sueco es muy distinto al que nos promete acá la centroizquierda: no son las empresas las que allá pagan tan altos impuestos porque ello les restaría competitividad para crecer y generar empleos. Con una tasa de 26%, algo mayor que la nuestra (20%), pero con más excepciones, la carga tributaria sobre las empresas en Suecia es de 3,5% del PIB, inferior a la chilena (5,3%). Los altos impuestos los pagan las personas de carne y hueso, con un IVA de 25% y con una tributación sobre la renta personal que grava muy fuertemente a la clase media y recauda 12,7% del PIB (en Chile, sólo 2,2%). Su tasa máxima de impuesto a la renta es de 57%, y se paga a partir de una renta tan sólo una y media veces superior a la media (en Chile la tasa máxima es 40% y corre para sueldos 13 veces mayores al promedio). De hecho, en Chile, el 80% de los contribuyentes está exento del impuesto a la renta.
La fórmula sueca está lejos de ser perfecta. La alta carga impositiva desalienta el esfuerzo y la creatividad; la entrega gratuita de beneficios desalienta el trabajo y el ahorro. Pero, al menos, transparenta que el mero etiquetar a un bien como “derecho público garantizado” no lo hace en verdad gratis, que hay que depositar sobre alguien su costo y resolver complejos dilemas presupuestarios. En países menos severos que los escandinavos -los europeos del Mediterráneo-, el problema se ha encarado con un masivo e insostenible endeudamiento fiscal. El resultado es que su estado de bienestar está al borde de la bancarrota.
No hay candidato en Chile que se atreva a proponer la fórmula sueca de verdad, esto es, buenos y gratuitos servicios públicos pagados con un IVA de 25% y altos impuestos sobre las rentas de la clase media. En cambio, resulta mucho más vendedor cargarles la mano a las empresas, como si tras la entelequia de la “persona jurídica” no estuvieran en juego puestos de trabajo, planillas de sueldos y las rentabilidades que exigen los inversionistas y emprendedores para impulsar la economía. El modelo sueco de estado de bienestar, simplemente, no es así.
PARA MARCHAR A ALTA VELOCIDAD
A medida que Chile asciende por la empinada ladera del desarrollo, y cuando ya la cumbre se avizora más cercana, cunde la impaciencia y la fatiga.
Necesitamos reformar el Estado para ascender a más alta velocidad. Hay quienes piensan -incluso en la centroderecha- que el mero crecimiento económico ya no entusiasma a nadie. Eso puede ser válido para el 3,3% de crecimiento anual -y el desempleo de 8%- que conocimos en el gobierno de Bachelet. Pero, lo que en el trienio 2010-12 hemos podido palpar es que es factible suscitar una gran ola de confianza y emprendimiento y poner a la economía a correr a alta velocidad. Nadie puede menospreciar las oportunidades de trabajar, de crear, de mejorar la calidad de vida, de educación y cultura que ofrece una economía que marcha a alta velocidad.
El problema es que el crecimiento rápido no está en absoluto asegurado. Necesitamos mucha más inversión, ahorro y productividad. Ello exige estimular el emprendimiento, manteniendo una carga tributaria sobre las empresas lo más liviana posible, como lo están haciendo los países más exitosos de Europa y Asia. Necesitamos un Estado con una auténtica devoción por la eficiencia, dispuesto a barrer continuamente las barreras regulatorias y burocráticas que los intereses de toda índole erigen contra la competencia, la innovación y el emprendimiento. Siempre hay poderosos intereses económicos y políticos que defienden sus prebendas; hay que sofocarlos.
No es cierto, como insisten los críticos, que Chile sea el país con mayor disparidad de ingresos en la región y que no haya avances en la materia, pero existe aún demasiada pobreza y desigualdad. Es por el crecimiento lánguido de la década pasada y el consiguiente desempleo, y por fallas en las regulaciones laborales y educacionales, que hay insuficiente acceso a las oportunidades ocupacionales y de educación de calidad por parte de los sectores vulnerables. Hay que flexibilizar la normativa laboral, modernizar el sistema de educación y elevar la inversión en “capital humano”. Tanto en lo laboral como en lo educacional, las reformas suelen topar con la enconada resistencia de los intereses creados. Un Estado comprometido con el crecimiento a alta velocidad y la igualdad de oportunidades debe sobreponerse a ellos.
Una sociedad más próspera demanda más y mejores servicios del Estado. En eso estamos fallando. En seguridad ciudadana, salud, asistencia social, protección de los consumidores, entorno urbano, medioambiente, ciencia y cultura, entre otras tareas, la acción colectiva es necesaria y debe ser intensificada. El desafío es diseñar instituciones y mecanismos que aprovechen la iniciativa y creatividad de las personas en todos esos campos, en lugar que el Estado las ahogue con su burocracia y su derroche.
Si en verdad nos lo proponemos, podemos ser el primer país latinoamericano en cruzar el umbral del desarrollo. Considerando cómo era Chile 20 ó 30 años atrás, esa mera expectativa es ya un gran logro. Pero el desafío por delante es arduo. Necesitaremos visión, capacidad de persuasión y gran destreza para comprometer al país en un tren de crecimiento a alta velocidad, que brinde a todos buenas oportunidades de trabajo, de educación y de calidad de vida.