Por Axel Christensen Diciembre 5, 2013

© AFP

Si la concreción de juegos olímpicos o mundiales no parece ser una buena política económica para un país (al menos en vista de sus resultados concretos), tampoco parece ser una estrategia de inversión razonable.

Abajo en la foto: El estadio Beira Rio (arriba), el Estadio Nacional de Brasilia (izquierda) y el Arena Amazonia (derecha) son algunos de los que se usarán en el mundial.

El problema a veces de ser martillo es ver a todo el mundo como clavos. A punto de conocer quiénes serán los rivales de Chile en la próxima Copa Mundial de Fútbol a realizarse en Brasil el próximo año 2014, me bajó la curiosidad de saber si es una buena inversión este tipo de megaeventos deportivos. El caso de Brasil es particularmente interesante, pues una de sus principales ciudades -Río de Janeiro- será también sede de los Juegos Olímpicos de 2016.

Al investigar sobre el tema, mi primera sorpresa fue encontrarme con bastantes estudios al respecto y desde amplias perspectivas. Se encuentran los que se enfocan en un análisis macroeconómico, intentando medir el impacto de estos eventos sobre las cuentas nacionales, particularmente la inversión y la actividad de servicios turísticos. Los hay también sociológicos, que intentan sacar conclusiones respecto a los impactos socioculturales, como la imagen que se desarrolla en torno a un país o incluso un continente (cómo olvidar la imagen de Nelson Mandela tomando la copa del campeonato mundial de fútbol el 2004, al momento de nominarse por primera vez un país de África como sede para el torneo). Los hay también financieros, donde el interés se centra en identificar qué oportunidades de inversión se presentan a partir de este tipo de sucesos. A este columnista-martillo en particular le interesa analizar el fenómeno desde la perspectiva económica y también financiera.

¿ES RENTABLE SER PAÍS SEDE?

La respuesta a esta pregunta parece casi obvia. De qué manera se explicaría que exista tanto interés de los países que cada cuatro años se disputan fieramente ser la sede de un mundial o una olimpiada. Sin embargo, la realidad parece decir otra cosa. Al menos, la evidencia no es muy clara respecto a si es un buen beneficio para el país ser sede. Y enfatiza para el país, porque claramente hay grupos que se benefician enormemente. Pero más detalles de eso un poco más adelante.

El año pasado, a días de comenzar las Olimpiadas de Londres, el economista jefe para Europa de Citi realizó un interesante estudio del impacto económico de los juegos olímpicos en los países anfitriones. Para ello analizó diez de estos megaeventos, desde el año 1964 (Tokio) al año 2008 (Beijing). La conclusión: casi sin excepción, el mayor impacto de las olimpiadas se suele ver de dos a cuatro semestres antes del evento, pero casi al empezar los juegos el efecto decae y los semestres tras el megaevento el crecimiento económico incluso cae. El impacto de largo plazo: cero o muy cercano a cero. El mismo economista señala que ser un país o ciudad sede puede ser una gran fuente de entretención para la población local, pero está lejos de ser la pieza central de una política económica seria.

La clave es la inversión. Si bien es cierto que copas mundiales u olimpiadas requieren de importantes inversiones en infraestructura deportiva, además de hotelera o de otra naturaleza (como transporte terrestre y aeropuertos en el caso de Brasil), que se realizan los años anteriores, generando actividad y creando empleo, se trata de obras que se realizan una sola vez. Muy distinto, por ejemplo, a establecer un yacimiento minero o una fábrica, que se usarán por años, donde la inversión genera una mayor productividad. En estos megaeventos, la productividad que generan las inversiones asociadas (salvo lo relacionado con transporte) es casi nula. O en el mejor caso, tienen un efecto imperceptible sobre la economía global de un país.   

Incluso en varias ciudades, el mayor flujo de turistas durante los eventos deportivos desplaza a otros que hubiesen ido por otros motivos. Imagínense cuántos turistas “tradicionales” van a evitar viajar a Brasil durante el mundial, preocupados por los esperables tacos de tránsito en las ciudades mayores o espantados por alzas en las tarifas de hotel. Incluso, como fue el caso de Londres en el 2012, muchos habitantes locales salieron de la ciudad temiendo que los servicios públicos de transporte colapsaron con el influjo de visitantes. En muchos casos, lo que provocan los megaeventos deportivos es adelantar el viaje de turistas que ya habían planeado visitar el lugar y para el cual un mundial u olimpiada es la perfecta excusa para concretarlo. El caso de Beijing 2008 es un buen ejemplo de ello.

Por cierto, hay excepciones donde sí ha habido buenos resultados para la ciudad o país anfitrión. El caso más citado es el de Barcelona, una hermosa ciudad, aunque algo olvidada como destino turístico mundial, que se benefició significativamente de los juegos olímpicos de 1992. También se consideran exitosos los juegos de Los Ángeles de 1984, porque la inversión adicional que se necesitó fue marginal; buena parte de la infraestructura necesaria  ya estaba disponible. Probablemente, aunque aun es temprano para ser concluyente, se pueden sacar conclusiones para Londres 2012. Pero para el resto de los países o ciudades sedes, el impacto fue marginal. Incluso, muchos atribuyen al costoso pago que el Estado tuvo que enfrentar el 2004 cuando Atenas fue sede olímpica como uno de los factores que llevó a la crisis financiera de ese país años después (aunque hay que reconocer que el evento llevó a remodelar el aeropuerto y construir líneas de metro que aún funcionan).

El caso de los próximos megaeventos deportivos en Brasil han provocado ya mucha polémica en el propio país. Muchos no dudan que la incapacidad de controlar costos de construcción y la corrupción lleven a un desastre financiero de proporciones. Y la buena imagen del país está en riesgo por la tardanza en algunas de las necesarias inversiones en mejorar aeropuertos, medios de transportes terrestres y los estadios. Pero hay un factor adicional que cala hondo en las “torcidas” brasileñas. La remodelación de muchos de los estadios está reemplazando tribunas populares por butacas numeradas, a precios inalcanzables para los hinchas de menores ingresos. Y lo peor, muchos de los estadios permanecerán así tras el torneo. La copa mundial es motivo de rechazo porque está provocando que los estadios sean accesibles solo para una elite que pueda pagar las entradas, como es el caso de los estadios de fútbol en Europa o de deportes masivos en EE.UU.


 ¿DÓNDE ESTÁ EL NEGOCIO?

Aclarado el impacto macroeconómico de los megaeventos deportivos para los anfitriones (y a sus contribuyentes), es importante destacar que sí hay beneficiarios de este tipo de acontecimientos. De no haberlo, hace ya mucho rato se hubiesen dejado de hacer.

Dejando fuera los beneficios claros para los propios involucrados de la “familia del fútbol” (por ejemplo, el mayor valor del pase de un jugador que es revelación en un mundial, que impacta al jugador, su representante, el club dueño de su pase, etc.), es posible identificar algunos sectores “ganadores” de mundiales y olimpiadas.

Como ya se mencionaba, estos eventos requieren de importantes obras de infraestructura, ya sean nuevas o modernizaciones de ya existentes. En el caso de Brasil, las empresas de sectores que participan directamente (constructoras, operadoras de infraestructura de transporte como aeropuertos o rutas viales concesionadas) o indirectamente (materiales de construcción, energía) se ven beneficiadas por el aumento de actividad. Sin embargo, muchos de ellos sufren riesgos de sobreprecio de lo efectivamente gastado versus el presupuesto con el cual se les otorgaron los contratos de construcción. También enfrentan aumentos de costos laborales y la posibilidad de tener que enfrentar situaciones de corrupción.

Hay otros sectores que están menos relacionados de manera directa, pero que claramente se verán beneficios, al menos durante los meses que duren los eventos. Las empresas de telecomunicaciones, por ejemplo, tendrán aumentos significativos de tráfico de voz y de datos (aunque es esperable que vuelvan a cierta normalidad después).

Si la concreción de juegos olímpicos o mundiales no parece ser una buena política económica para un país (al menos en vista de sus resultados concretos), tampoco parece ser una estrategia de inversión razonable.

Las verdaderas oportunidades de inversión, las de mayor potencial de largo plazo, que perdurarán más allá de los eventos, son aquellas que sí logran aumentar la productividad: la educación (en Brasil hay operadores privados de centros educacionales, algunos de ellos que están listados en Bolsa) o que invierten en infraestructura productiva, que permitirán al país superar los cuellos de botella que limitan su crecimiento potencial (muchas de ellas también participan en los proyectos asociados a los eventos deportivos, pero el real valor lo generan en los proyectos de largo aliento).

El lema olímpico “Más rápido, más alto, más fuerte” podrá funcionar para los deportes, pero no necesariamente para la economía o las inversiones.

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