Cuando ya se vislumbran tímidos brotes de recuperación, a ésta se le empiezan a pedir más cosas que sólo restaurar el orden previo a la crisis.
Hace tiempo que las economías de los países desarrollados no tienen un descanso. La crisis financiera contagió a las finanzas públicas para transformarse luego en una larga recesión que ha destruido millones de empleos en países que se creían invulnerables. El alto desempleo no sólo ha retroalimentado la recesión, sino que también ha generado preocupación por sus efectos distributivos. Según datos de la OCDE, entre 2007 y 2010 la distribución del ingreso empeoró en los países desarrollados más que en los doce años anteriores, cuando ya se había ido deteriorando gradualmente. Es probable que entre 2011 y 2013 la situación haya empeorado aún más, dada la intensificación del desempleo y del ajuste fiscal.
El casi nulo crecimiento, el alto desempleo y los recortes de gasto público han generado tensiones sociales inéditas. La confianza en el gobierno se ha deteriorado casi tanto como la confianza en los bancos. De esta desconfianza han surgido gobiernos minoritarios, coaliciones inestables, partidos nacionalistas y agrias confrontaciones políticas.
Pero la crisis y la posterior recesión también han generado una profunda reflexión sobre las limitaciones del modelo económico en que se apoyaban muchos de estos países. Por eso, cuando ya se vislumbran tímidos brotes de recuperación, a ésta se le empiezan a pedir más cosas que sólo restaurar el orden previo a la crisis.
Una de las demandas más sentidas es lograr un crecimiento más inclusivo que el que se vivió en el pasado. Crecimiento inclusivo significa no sólo reducir los indicadores de desigualdad, sino guiar la política económica en base a los intereses del conjunto de la población, establecer limitaciones y contrapesos a los poderosos e instituciones capaces de representar adecuadamente el interés de la mayoría.
En los últimos meses se han observado manifestaciones interesantes de este enfoque. El estado de bienestar sobrevive a su enésima sentencia de muerte y se le valora por su capacidad para amortiguar el impacto social de la crisis. La flexibilidad laboral se negocia de manera tripartita en varios países. Por primera vez se ha desplegado una iniciativa internacional sin precedentes para controlar la elusión de impuestos a través del traslado de utilidades entre países y el uso de paraísos fiscales por grandes contribuyentes. Varios países ensayan también fórmulas para regular las remuneraciones de ejecutivos y directores de entidades financieras.
Estos esfuerzos pueden considerarse tibios y quizás incapaces de dominar la dinámica de los mercados que genera desigualdad. Sin embargo, mirado desde la perspectiva del mundo emergente, la búsqueda de un crecimiento inclusivo en los países más ricos contiene algunos mensajes importantes.
El primero es que las crisis no pasan en vano y dejan huellas en la teoría y la política económica. Ésta es la historia de los países que vivimos la crisis de la deuda de los 80, la crisis asiática de los 90 y los países desarrollados que vivieron sus propias crisis económicas aisladas años atrás, como Suecia o Finlandia. Desde esta perspectiva es impensable que una crisis tan prolongada, que ha llevado a algunos países a aplicar políticas abiertamente heterodoxas, como el alivio cuantitativo, pase desapercibida para el pensamiento económico. Por ahora sólo tenemos algunos esbozos de lo que puede ser una nueva forma de entender la economía, pero lo que es claro es que el liberalismo a ultranza y las visiones ingenuas del mercado van en franco retroceso no en la periferia, sino en el corazón mismo del capitalismo.
El segundo mensaje es que la apelación a un crecimiento inclusivo reconoce los costos sociales, económicos y políticos de la desigualdad. Es esta preocupación la que está poniendo límites a los recortes de gasto público en algunos países y guiará las prioridades una vez que se afirme la recuperación. Sin embargo, lo que es interesante en la discusión sobre desigualdad en estos países es que ésta no llama la atención sólo sobre la realidad de los más pobres, sino que sobre la de los sectores medios y la de los más ricos. Hoy en día las historias de dramáticos retrocesos de hogares de nivel medio en Portugal, España o aun Estados Unidos son las que más impactan a la opinión pública y movilizan el apoyo a las políticas sociales. Al mismo tiempo, cunde la preocupación por limitar la influencia del dinero en las decisiones de política económica.
El tercer y último mensaje es que mientras el crecimiento inclusivo puede ser difícil de materializar en países que seguirán marcados por la crisis varios años más, sí puede ser más factible de concebir en países emergentes, que mantienen su dinamismo y que aún enfrentan enormes desigualdades sociales. La idea de que la desigualdad tiene costos importantes para economías de mercado; que ésta se puede combatir con medios no tradicionales y mirando a todo el espectro de ingresos, no sólo a los más pobres; que para ello es imprescindible una acción coherente y efectiva del Estado, idealmente concertada con los actores sociales, y que para eso el Estado tiene que asegurar la salud de sus finanzas es una base muy poderosa para una agenda de crecimiento inclusivo en el mundo emergente. Todo ello con la seguridad, además, de estar del lado correcto de la historia.