Por Axel Christensen Octubre 2, 2014

La inacción en sancionar drásticamente a los actores que dañan al mercado, o contentarse con autorregulaciones inefectivas, es lo que impide defender con fuerza el legítimo derecho a sacar ganancia de un negocio.

En estos últimos meses, hemos visto en nuestro país un creciente intento en que varios actores -desde partidos políticos hasta movimientos sociales- han buscado demoler los cimientos del “modelo” capitalista que ha prevalecido en nuestros país por más de 40 años. Sin embargo, los peores  enemigos del capitalismo en nuestro país parecen estar en las mismas filas de quienes se definen como capitalistas.

Sin lugar a dudas, han hecho más daño los carteles en farmacias y productores de pollos o en escándalos financieros como los de La Polar o el caso Cascadas, que los atentados explosivos de células anarquistas con tintes amateur o  los ataques ideológicos de retroexcavadoras que enarbolan utopías añejas que se creían derrumbadas con el Muro de Berlín hace 25 años.

En 2003, dos economistas de la Universidad de Chicago publicaban un libro de título homónimo al de esta columna. En este libro altamente recomendable, los economistas Raghuram Rajan (quien estuvo en Chile el 2010 y hoy preside el Banco Central de India) y Luigi Zingales defienden al sistema de libre mercado como la forma de organización económica que más ha beneficiado el desarrollo humano, pero advierten en seguida que es necesario un gobierno fuerte (en ello se diferencian del sello tradicional de Chicago) para asegurar que el libre mercado funcione adecuadamente, con regulaciones e infraestructura que corrijan sus imperfecciones, pero principalmente lo defiendan de los intentos de aquéllos que protegen sus propios intereses a costa del interés público. Son ellos los que aclaran que ser “pro-empresa” no es lo mismo que ser “pro-mercado”, algo que se nos parece haber olvidado en Chile.

Así, los mal llamados capitalistas (pero que en el fondo no lo son) suelen defender al libre mercado cuando les interesa entrar en un nuevo negocio, pero una vez que operan en él, buscan ejercer su influencia (financiando campañas políticas, asunto que también está en el ojo del huracán estos días) para proteger su posición económica. Una vez situado en una posición dominante, la imagen romántica del otrora emprendedor pareciera transformarse en el protagonista de una versión real del Monopoly, buscando quedarse con todo el dinero de los otros jugadores.

Como ya lo señalaba a fines del siglo XVIII el padre intelectual del capitalismo, Adam Smith, probablemente no existe un mayor daño al mercado que los carteles, que buscan fijar precios o cuotas de producción para beneficio propio, a costa de los consumidores. Por eso la regulación debe ser implacable, con altas sanciones pecuniarias pero también penales, porque se trata lisa y llanamente de un robo, mucho más grave que el de un carterista o incluso de un cajero automático, pues no sólo afecta el bolsillo, sino que mina las bases mismas de confianza del público respecto al “modelo”. Por lo mismo, las sanciones no sólo debieran quedarse en el ámbito regulatorio. Es urgente que los mismos actores empresariales, particularmente sus asociaciones gremiales, sean los que más duro condenen, en las palabras pero sobre todo en los hechos, este tipo de delitos. Es imperioso que se termine con un malentendido sentido de solidaridad corporativa, que la opinión pública percibe como un ”hoy por ti, mañana por mí”, y sea reemplazado por una actitud vigilante que denuncie y sancione firmemente toda conducta impropia, que tanto daño provoca.

Más grave aún son los incidentes del sistema financiero y bursátil ya mencionados, pues minan la fe pública en un mercado esencialmente de intangibles. En su crítico rol de mecanismo de asignación de recursos monetarios, es sin duda el corazón del sistema capitalista, por lo que requiere de redoblar esfuerzos para asegurar su correcto funcionamiento. Por ello es tan importante que la autorregulación en este sector no sólo lo sea, sino que lo parezca. Reconociendo que ha habido esfuerzos por avanzar en gobiernos corporativos, es importante seguir avanzando, por ejemplo, en que las sanciones que hoy día se aplican de manera privada entre asociados en una industria, se notifiquen públicamente.

Sin embargo, quizás la falta de mayores consecuencias no sea la de (mala) acción, como las señaladas, sino la de omisión, particularmente en el campo de las ideas. Parece ser precisamente la inacción en sancionar drásticamente a los actores privados que intentan dañar al mercado, o el contentarse con autorregulaciones inefectivas, lo que impide defender con fuerza el legítimo derecho a sacar ganancia o provecho de un negocio (que es como define lucro la RAE). Esta defensa se vuelve fútil e inoficiosa, cuando no se condenan con fuerza las prácticas abusivas o se da vista gorda a lo que puede ser legalmente aceptable, pero éticamente reprobable.

El buen actuar es la clave para volver a generar la credibilidad perdida en la opinión pública que otrora valoró la iniciativa privada y su contribución al país, el Chile del microemprendedor con celular en mano ofreciendo sus servicios de “ingeniería electrónica e instalaciones varias”. Un país donde se valoraba el crecimiento que ofrecía oportunidades de igualdad. Sin embargo, la percepción de un mercado que se percibe impune a abusos y excesos, llevó a sentir que los sueños de Faúndez fueron traicionados.

A pesar de ser etiquetado muchas veces como “salvaje”, el capitalismo es frágil frente al abuso y a la búsqueda desmedida de ganancias. Sus defensores estamos llamados a mantenerlo a salvo, precisamente de quienes lo dañan. Ello pasa muchas veces por reforzar regulaciones e instituciones que lo protejan contra los excesos de concentración pero, sobre todo, por una acción más decidida de los propios capitalistas.

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