Por Axel Christensen, director de Estrategia de Inversiones para América Latina e Iberia, BlackRock Abril 1, 2016

En Brasil muchos analistas ya se refieren a la presidente Dilma Rousseff como la “Mujer 10”, pues ha llevado a Brasil a tener cerca de un 10% de inflación, más de 10% de déficit fiscal, una caída estimada de 10% del PIB en sus primeros dos años de gobierno, lo que ha llevado a que apenas un 10% de los brasileños aprueben su gestión, según las últimas encuestas.

Las cosas para Dilma sólo parecen empeorar. La justicia sigue ajustando el cerco en torno a su círculo más cercano, llegando incluso a su antecesor y mentor Luiz Inácio Lula da Silva, a quien intentó fallidamente proteger nombrándolo ministro. El PMDB, el partido mayoritario en el gobierno de la coalición que incluye al PT de Dilma y Lula, acaba de sumarse a la oposición. Con ello aumentan considerablemente las probabilidades de que un juicio político (“impeachment”, como lo denominan los brasileños) no permita que Rousseff termine su mandato en diciembre del 2018. Paradójicamente, sería su vicepresidente, Michel Temer, del ex aliado PMDB, quien la sucedería de prosperar la acusación.

En una nueva muestra de que la realidad siempre parece superar la ficción, la vertiginosa sucesión de eventos supera las tramas de las reconocidas telenovelas brasileñas, que destacan por sus altos costos de producción y su fascinación por tratar temas controversiales y realistas. Escándalos de corrupción que involucran cifras multimillonarias, traiciones políticas a diestra y siniestra, encumbrados empresarios en la cárcel, allanamientos policiales en casas de políticos, entre otros episodios, que corresponden más a lo que puede pasar en un capítulo de Avenida Brasil que a lo que convoca multitudinarias manifestaciones en la Avenida Paulista.

Quizás la única luz de esperanza sea que al fin la inflación pareciera estar cediendo, después de situarse por más de un año por encima de rango meta del Banco Central, a pesar de que este último subió tasas casi ininterrumpidamente desde comienzos del 2013, llevándolas a superar el 14%.

Lo notable es que, a pesar del difícil momento económico y político, Brasil se ha convertido en el mercado que más ha destacado en cuanto a retornos este año. El índice bursátil Bovespa supera el 20% de rentabilidad en lo que va del 2016. El real, por su lado, se ha fortalecido más de 8% con respecto al dólar. Si bien una recuperación relativa en el precio de las materias primas y la creciente posibilidad de que la Reserva Federal de EE.UU. demore su proceso de normalización de política monetaria iniciado en diciembre pasado explican parte significativa del repunte de activos de mercados emergentes –tanto acciones como bonos y monedas–, en el caso de Brasil claramente el mercado se mueve al ritmo de las posibilidades de un cambio político. Esto no es algo nuevo; ya durante la campaña electoral de fines del 2014 se vio a la bolsa brasileña subiendo fuertemente, reaccionando a las posibilidades de los candidatos de oposición ante la reelección de la presidenta Rousseff, que pasaron de prácticamente nulas a un virtual empate técnico entre Dilma y Aécio Neves. La corrección siguió una vez que la presidenta consiguió ganar reñidamente en segunda vuelta y mantenerse en el Palácio do Planalto, sede del poder ejecutivo en Brasilia.

No todo el mundo comparte esta visión optimista respecto al futuro económico y financiero de Brasil que puede surgir de un cambio político. Ha sido notoria una mayor participación de inversionistas extranjeros en los flujos hacia la bolsa, mientras que muchos inversores locales se mantienen al margen, aún escépticos de lo que puede ocurrir. Si bien es frecuente observar en América Latina durante los últimos años un mayor pesimismo de locales respecto a sus mercados de lo que se ve entre extranjeros, en el caso de Brasil no faltan razones para ser cautos.

Aún con un cambio político en Brasil, que no estaría exento de dificultades dado lo extendidas de las acusaciones de corrupción entre prácticamente todos los partidos políticos, incluso poniendo en duda si el vicepresidente Temer estará impedido de asumir las funciones presidenciales durante el tiempo que dure el juicio político. La situación económica no deja de empeorar, donde las proyecciones de analistas respecto al crecimiento para el 2016 aún no parecen encontrar un piso.

El creciente desempleo y el deterioro en los balances de las compañías están empezando a generar preocupaciones sobre los balances de los bancos, aunque los privados están en mucho mejor pie que los estatales, dado el rol central que estos últimos tuvieron en el boom de consumo que caracterizó a los recientes gobiernos liderados por el PT.

La situación del déficit fiscal también sigue por una alarmante trayectoria, donde ya sólo queda reducir el gasto en programas sociales (muchos de ellos exitosos en sacar a millones de brasileños de la pobreza; pero otros, como pensiones demasiado generosas, más bien resultado de conquistas de grupos de interés). La otra alternativa, subir impuestos, sólo significa atarle un lastre adicional a los intentos por recuperar el crecimiento económico.

Quizás la única luz de esperanza entre tantos nubarrones sea que al fin la inflación pareciera estar cediendo, después de situarse por más de un año por encima del rango meta del Banco Central de Brasil, a pesar de que este último subió tasas casi ininterrumpidamente desde comienzos del 2013, llevándolas a superar el 14%. El creciente déficit —que llevó a aumentar vertiginosamente la deuda pública— llevó a muchos analistas a cuestionar la libertad que el Banco Central podría tener en su política monetaria, llevando a que el concepto de “dominancia fiscal” (es decir, que la política monetaria es dominada por la fiscal) se volviera el tema obligado entre los círculos de economistas brasileños.

Durante algún tiempo el intento de llevar a cabo un agresivo plan de ajuste, liderado por el entonces ministro de Finanzas Levy so pretexto de buscar el grado de inversión de Brasil ante los ojos de la comunidad financiera internacional, pareció volver a generar un mejor sentimiento positivo de este. Sin embargo, la propia incapacidad de los partidos de gobierno de apoyar este programa en el Congreso, temiendo el castigo de sus electores, terminó no sólo con la pérdida del sello crediticio que permitía a Brasil acceder a condiciones de financiamiento más favorables; también terminó costándole el puesto al ministro. Sin este dique de contención, las condiciones macroeconómicas —en un entorno económico externo nada de favorable— sólo han seguido empeorando, aunque quizás opacadas por la tremenda crisis política. Las dificultades de esta última no sólo complican a dirigentes políticos; también involucran a destacados líderes empresariales, particularmente aquellos ligados al sector de la construcción y obras civiles envueltos en el caos de corrupción de Petrobras. Por lo mismo, la ampliamente utilizada receta de estímulo fiscal —incentivar inversión en infraestructura— se enfrenta con el tremendo obstáculo de encontrar parte importante de sus actores paralizados ante la interminable seguidilla de escándalos.

Ante este escenario, no resulta claro qué líder político tenga el coraje de ocupar un sillón presidencial que eventualmente puede estar vacante. Precisamente el poco arrastre popular del actual vicepresidente Temer podría ser la motivación de alguien que difícilmente accedería al cargo a través de elecciones.

Por lo pronto, muchos analistas económicos difícilmente ven mejorías en la economía, independiente de si se producen cambios en la conducción del país o no. Aun en el caso de llegar alguien con la convicción (y el suficiente capital político) para adoptar las necesarias medidas de ajuste fiscal, además de reformas estructurales que permitan elevar los bajísimas niveles de productividad que exhibe la economía brasileña, el shock de corto plazo sobre el crecimiento sería brutal, aunque el cambio de expectativas podría ayudar a mitigarlos. Por el contrario, si Dilma logra sortear el proceso de impeachment (mal que mal, la Mujer 10 también puede gozar de una vida más al igual que los gatos), la situación puede seguir en su proceso de decadencia algún tiempo más antes del desplome definitivo, con consecuencias aun peores a las que la ficción nos puede llevar a imaginar.

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