Por Paula Molina. Agosto 19, 2016

Lo comparan con “el lobo de Wall Street”. Pero él marca una diferencia:“Lobo bueno”, dice. Más tarde corrige:“Yo no era un lobo, simplemente fui débil, no tuve el coraje de hacer lo correcto”.

Aaron Beam, ex gerente de finanzas de la empresa estadounidense HealthSouth, saltó directamente desde las grandes ligas de las finanzas corporativas a la cárcel de Alabama, acusado de dar inicio a un fraude que llegó a los 4.600 millones de dólares.

HealthSouth manejaba una red de clínicas y servicios de enfermería especializados para la rehabilitación de pacientes en distintos estados norteamericanos. Pero los números no eran tan buenos como sus accionistas querían, y Beam empezó a “maquillar al chancho”, como dice una expresión popular en Estados Unidos.

Beam hablará de su experiencia y de sus reflexiones al respecto en el seminario “Escándalos empresariales en primera persona:Cómo volver a ponerse de pie”, ortganizado por Transelec, Qué Pasa y Fundación Generación Empresarial, que se realizará el miércoles 24 de agosto en el Hotel W.

—¿Qué era “maquillar al chancho” en su empresa?
—Cuando nos reuníamos con los inversionistas y ellos percibían algunas cosas que parecían problemáticas, nosotros teníamos que mostrar nuestra mejor cara. Cuando las cuentas no son buenas, la empresa se ve fea, como un chancho. Así que le poníamos un poco de lápiz labial para que se viera mejor de lo que era.

—Y para eso empezaron a falsear la contabilidad...
— Empezamos a falsificar las ganancias o a “cocinar los libros”, que significa decir al público y las autoridades que estás ganando más dinero del que realmente tienes. Es mentir, es un delito. “Cocinar los libros” es falsificar tus ganancias, es otra manera de referirse al fraude financiero.

—Y usted empezó a “cocinar los libros” de su empresa en 1996, durante unos nueve meses, y luego renunció.
—Sí. El fraude empezó bajo mi supervisión, y estoy muy decepcionado de mí mismo por haber permitido que ocurriera. Y quizás si yo no lo hubiera permitido inicialmente, jamás habría ocurrido. Pero yo estaba allí. Era 1996 y no estábamos alcanzando nuestros objetivos financieros. Tenía un jefe muy dominante y cuando él sugirió que teníamos que “maquillar los números”, no tuve el coraje para decir no. Hacer lo correcto necesita una gran dosis de coraje. Yo no tuve el coraje de ponerme de pie y decir que no.

—¿Y cuándo se detuvo?
—Casi inmediatamente después. Me sentía superado por la culpa, la autodecepción, el arrepentimiento. Me levantaba con la sensación de que ojalá esto nunca hubiera pasado. Fue una sensación que tuve desde el principio, pero ya estaba allí. Y cuando empiezas algo así, es difícil parar.

—Usted se fue de la empresa, pero mucha gente se quedó. En general, la gente no para hasta que la pillan;no se siente decepcionada de sí misma, sino, por el contrario, puede sentirse incluso audaz.
—Eso es parte del problema. Pero usted se refiere más bien a sociópatas, a personas que no sienten culpa, aunque estén engañando o dañando a otras personas. Para ese tipo de personalidad es fácil seguir adelante con este tipo de fraudes. Hay gente así en el mundo del trabajo, gente para la cual las reglas no significan nada, y si uno está trabajando para alguien con esas características, sólo cabe renunciar. Yo sentía que era una buena persona, y me sentí culpable cuando empecé a actuar mal. En nueve meses dejé la compañía. Pero el fraude siguió durante los próximos años.

—Y probablemente no todas esas personas eran sociópatas. ¿Por qué cree que ellos se quedaron aunque sabían que estaban haciendo algo ilegal?
—En Estados Unidos, tú sabes que lo más probable es que si te pillan en un fraude, vas a terminar en la cárcel. Y el temor a la cárcel es tan fuerte, que la gente sigue adelante con la esperanza de que no los pillen, o de que van a poder parar antes de que los pillen. Es como una trampa. Yo renuncié, pero no llamé a las autoridades ni denuncié los malos manejos de la empresa, porque tenía miedo a la cárcel. Finalmente igual me fui a prisión. Pero reconozco que para mí es difícil entender que alguien sepa que está haciendo algo ilegal durante siete años, sienta la culpa y no renuncie. Yo creo que me habría vuelto alcohólico, que no podría haber lidiado con esa situación. Por eso me fui.

—En Chile se ha debatido si es necesario poner penas de cárcel para delitos llamados “de cuello y corbata”. ¿Cree que esas son efectivas en estos casos?
—Creo que la cárcel es necesaria. Cuando no hay castigo es más fácil actuar ilegalmente, es algo que está en la naturaleza del comportamiento humano. Yo fui a la cárcel, estuve tres meses en prisión y eso me cambió la vida. Mi esposa tuvo que arrastrarme a la prisión porque sentía vergüenza. Tenía 60 años y me decían a qué hora acostarme, a qué hora levantarme, a qué hora comer; fue muy, muy humillante. Y por cierto que eso hizo que me diera cuenta de que lo que yo había hecho era un delito serio. Algunos dirán que yo debería haber estado encarcelado diez años, que tres meses no es nada. No estoy de acuerdo. Yo no voy a cometer otro delito como el que hice, y si me hubieran mandado a la cárcel por diez años más, eso no me habría hecho mejor.

—¿Qué pasa con las personas que lo hacen porque creen que la regulación es poco clara o excesiva, o que pueden aprovechar un vacío legal, o porque creen que son más inteligentes que el sistema? ¿O políticos que creen que las donaciones de una empresa no los comprometen?
—Lo que usted describe son formas de racionalizar nuestro comportamiento para poder mirarnos al espejo cada mañana. Cuando la gente comete pequeños delitos tiende a racionalizar su comportamiento, a decir que todo el mundo hace lo mismo, que en realidad no está dañando a nadie, que a lo mejor incluso está ayudando a la economía, porque tiene una empresa y está creando empleos. Todos estos delitos parten así, de a poco, no parecen tan malos. Piensas que no es tan grave y luego de un tiempo te vuelves insensible, los delitos crecen, y un día te miras y te dices: “Dios mío, soy un bandido”. A veces uno parte con pequeñas mentiras. Un político o un empresario te ofrece una cena muy agradable, te regalan entradas para un evento deportivo. ¿Es eso corrupción o simple cordialidad? Pero en algún momento te van a pedir algo y vas a tener que responder.

—Usted era una persona rica cuando cometió fraude. A veces existe la idea de que la gente que ya tiene dinero va a sentirse menos tentada a cometer estos delitos…
—Me inclino a pensar que los ricos cometen tantos fraudes como los pobres. Y adivino que si estudias los fraudes financieros más sofisticados, sus autores son gente que tenía mucho dinero. Los pobres sacan cosas de las tiendas sin pagar. No tienen el conocimiento para armar estafas al interior del sistema. Richard Scrushy, que era mi jefe, tenía una fortuna de 600 millones de dólares cuando dio inicio al fraude en HealthSouth. El tenía una fortuna y nos pidió que “cocináramos los datos”. Y lo hizo porque no quería perder su riqueza.

—¿Cómo detienes todo este proceso?
—Crear una relación ética firme entre el gobierno, las empresas y las personas es un trabajo duro. Yo no tuve el coraje de hacer lo correcto. El gobierno y las empresas necesitan recordatorios permanentes y declaraciones públicas firmes que nos aseguren que están haciendo las cosas bien, éticamente. Uno se vuelve lo que practica. Y la gente que está en los puestos más importantes necesita liderar con su ejemplo, hacer ver a los demás que la ética es importante.

—¿Qué se puede hacer en los ámbitos de formación a nivel de ejecutivos, empresarios?
—Creo que más que cualquier otra cosa necesitamos educarnos en esta idea: que, al largo plazo, ganar con trampa no funciona. Puede que llegues a la cima, puedes ganar un montón de plata engañando a los demás. Pero en el largo plazo, a la gente y a las empresas les va mejor cuando se administran de forma ética y responsable. Tienes que enseñar eso. Al corto plazo, hacer trampa te llevará lejos. Pero en el largo plazo, te va a derribar.

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