—¿Pensó alguna vez que iba a estar a la cabeza de una de las empresas más importantes de Chile?
—No, y una de las más importantes del mundo.
—¿Se ha arrepentido alguna vez de la decisión que tomó?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Cuando sientes la mala leche, las medias verdades, las mentiras, las comidillas. Cuando la gente cree que las cosas son de una manera que no son, me he arrepentido mucho.
—¿Ese arrepentimiento, esa mala leche de la que habla se debe al conflicto con Contraloría, por ejemplo?
—Importantemente, importantemente. Y muchas tonteras.
—Pero esto…
—Supera toda la capacidad de aguante. Hay que hacerse a un lado y bajar la cabeza, y hacer la pega.
***
En uno de los asientos de la van hay un bolso con su nombre: Nelson Pizarro. Dentro, todo el equipo necesario para caminar bajo tierra. Avanzan por el desierto de Atacama, rumbo a Chuquicamata. Él no quiere perder el tiempo: se desprende de su chaqueta y cambia sus zapatos. Luego, se pone una máscara, que bloquea el paso del polvo y que cubre su nariz, sus bigotes y su boca. Finalmente, se prueba unos lentes, que tapan sus ojos celestes, las abultadas bolsas que le siguen, sus pestañas y cejas canosas.
Todo lo hace de forma natural, incluso cuando toma un pesado equipo de seguridad que le permite recibir oxígeno y sobrevivir por 60 minutos en caso de emergencia. En su mano derecha sostiene su casco, del que cuelga una linterna y grandes audífonos. De pronto, Nelson Pizarro parece otro. El tiempo ha dejado huellas en su rostro, pero ya no se ven. Ahora, el presidente ejecutivo de Codelco es un hombre que va a bajar al fondo de la tierra. Un minero. Y está feliz. Dice que las mejores semanas del mes son cuando visita los yacimientos. La oficina no le acomoda. El cerro es su hábitat natural.
“Codelco es muy grande para Chile, es enorme. En muchos aspectos, Codelco le quedó grande a Chile”.
—Esto es para lo que uno está preparado. Esta es mi profesión, aquí, con los viejos, con el cerro —dice, mientras el vehículo avanza hacia la mina. Hoy es uno de esos buenos días. Frente a él hay un túnel de 7,5 km que lo lleva hacia lo más profundo de la tierra.
***
Nelson Pizarro tenía menos de 30 años cuando tuvo que entrar a una mina de carbón en Lota y rescatar los cuerpos de 13 compañeros muertos por una explosión de gas grisú. Ahí, reconoce hoy, sintió miedo. Miedo de no volver a salir.
—Más de una vez se bloqueó la salida y estuvimos varias horas esperando, a oscuras. Eso es muy frecuente en el carbón y ahí sí que sientes miedo —cuenta, mientras atraviesa las grandes paredes rocosas de la mina Chuquicamata subterránea. Este proyecto —que él empujó desde que asumió en 2014— tomará la posta de la mina a rajo abierto más grande del mundo para aumentar la vida útil del yacimiento por cerca de 40 años.
“Es irresistible para un ingeniero civil en Minas no terminar la carrera en una faena como esta. Sobre todo en una faena que quieres, que respetas, porque sabes lo que significa para Chile”.
En la oficina es un hombre de pocas palabras, muy distinto al que está bajo tierra. Aquí no para de recordar anécdotas de derrumbes, que por muy extremas, califica de “maravillosas”. Y es que esos años, cuando era un ingeniero civil industrial recién egresado, marcaron su carácter y su método. Por eso, cuenta, siempre ha tenido una exhaustiva preocupación por la seguridad de quienes están abajo, para que la historia de esos 13 hombres no se repitiera.
—El carbón es distinto. Ahí sí agárrate Catalina, que vamos a galopar —dice quien luego de haber corrido tanto cerro, ya no tiene problema con ninguno.
Siendo estudiante en Beauchef coincidió con un profesor minero que le describió la vida bajo tierra y a él le llamó la atención. No hay una gran razón, reconoce, para haber elegido una carrera que por esos años era más bien desconocida.
—En el curso fuimos 15 por mucho tiempo. Después, cuando vino el boom, se llenó.
La primera vez que entró a una mina fue a Salvador por un viaje de estudios. Ahí, lo que había escuchado en clases se volvió real: las operaciones, los procesos de extracción, la búsqueda de riqueza, la vida y esa cueva donde se sintió cómodo. Después vendrían tres años en Lota.
—En el carbón, llevas en la cintura una lámpara woff, que es una llamita envuelta por un vidrio. Se usa para medir el grisú. Cuando estabas en el fondo de la mina y veías a un tipo caminando, lo reconocías por el vaivén de la luz, a ese extremo.
Su trabajo en Lota terminó cuando recibió el llamado de uno de sus profesores de la Universidad de Chile que le pedía hacerse cargo de desarrollar una nueva mina en Nogales. Entonces partió a la mina Navío, que quedaba cerca de Quillota, donde habían nacido él y su esposa, una filósofa con quien lleva 52 años de matrimonio.
Después vinieron los hijos —tiene cinco—, otros proyectos, fue gerente en Los Bronces y en la Minera Disputada Las Condes, ambos controlados por el grupo Anglo American. Del primero quedó una cultura de trabajo; del segundo, el miedo. Miedo a las avalanchas.
—Abría la radio a la subida de la mina y empezaba a hablar con los jefes de turno. “Atento, Bronce, atento”, les decía, y generábamos un intercambio de lo que había pasado y los demás escuchaban. Todos sabían de todo, fue un éxito.
Este método lo aplicó una y otra vez en las minas en que estuvo. Lo pulió con los años y fue una herramienta clave cuando en 1990 llegó a la División Andina de Codelco.
—Hice una transformación brutal en Andina, que permitió que siguiera operando —dice, quien por esos años se ganó el apodo de Manos de Tijera.
A Andina le siguió la División de Chuquicamata. Y a Chuqui le dijo hasta pronto al aceptar la gerencia general de Minera Los Pelambres, controlada por Antofagasta Minerals. Tras seis años en el brazo minero del grupo Luksic y otros tres de regreso a Codelco, dio el salto internacional con los japoneses de Lumina Copper, a cargo del proyecto Caserones, uno de los más complejos de su vida por las dificultades geográficas: a 4.600 metros sobre el nivel del mar, con vientos de hasta 120 km por hora y con temperaturas que llegan a los 14 grados bajo cero.
—No fui capaz de imaginar la complejidad que significaba el proyecto Caserones. Esa fue una calentura. Dije: “Este es un proyecto más”, pero era una cosa tremenda. Es como freír huevos al aire libre en Siberia. Ahí me coroné de experto en cagadas y locuras —cuenta.
Había decidido que el trabajo con los japoneses sería el último, y que entonces se dedicaría a navegar; tal como lo hace la mayoría de los sábados, cuando deambula por las costas de la Quinta Región con alguno de sus 16 nietos. Pero el ofrecimiento del presidente del directorio de Codelco, Óscar Landerretche, llegó en julio de 2014, a sus 72 años, y él no se pudo resistir.
—Mi familia me dijo que no lo hiciera. Y yo les dije que me dejaran probar. Hasta el momento estamos sobreviviendo.
Hoy ya no se le conoce como el Manos de Tijera. Ahora por donde camina —por ejemplo en este lugar, a 1.500 metros bajo la superficie— es don Nelson, el jefe.
***
Son cerca de las nueve de la mañana y en una sala de reuniones del edificio corporativo de Codelco, en Calama, Nelson Pizarro dirige una reunión de quince ejecutivos.
—¿Están seguros? —pregunta.
—Sí, jefe.
—¿Están seguros? Porque están diciendo que vamos a lograr 2% o 3% por lo bajo.
—Sí.
—¿Están seguros? Ya… —dice Pizarro mientras toma su lápiz de mina y abre su cuaderno donde empieza a escribir una promesa—: “Yo, Pedro Molinet —le toma la mano para que firme— me comprometo…”.
“Llegué donde nunca imaginé llegar y hay un viejo refrán que dice que hay que saltar la ola cuando estás en la punta. Está claro que quiero terminar lo que es mi responsabilidad”.
Todos los ejecutivos que están en una larga mesa, y el resto de los trabajadores que los esperan impacientes al interior de la mina, saben que una vez que la promesa está escrita en el cuaderno sólo queda cumplir.
—¿176 mil toneladas? —pregunta y toma del brazo al compañero de su lado derecho, con quien se conocen desde Andina—. Fuera de broma, ¿cómo van a lograr esa meta?
Le explican los detalles, los factores que están jugando a favor, los riesgos y, una vez que lo entiende y se convence, pide un fuerte aplauso para sus colegas.
—¿Ustedes son candidatos a qué con las promesas que me están haciendo? Este es un gran logro, bien por todos los que hacen esta pega. ¡Vamos, vamos!
Durante la conversación, Nelson Pizarro va al detalle, al número, a la variación, por más pequeña que esta sea. Es incisivo, explica los procesos y suele llegar a las reuniones con los temas estudiados. De hecho, todos los domingos, a las cinco de la tarde, da por terminado su descanso para preparar la semana.
—La Ministro Hales es la faena más moderna que tenemos, con un proceso de extracción simple. Pero es una mina compleja. Larga, estrecha, sucia, con un buen contenido en cobre y plata, pero con un acompañante desagradable: el arsénico —comenta. Usa palabras simples, con un tono didáctico, como si se trasladara por unos segundos al aula de la Universidad de Chile, donde hace clases en el MBA de minería.
Pide metas y resultados y canta en voz alta los buenos números imitando a Don Francisco. Bromea con sus colegas y en determinadas pausas se pone serio y deja caer su cara entre las palmas de sus manos escuchando atento. Le da ritmo a la conversación y antes de terminar da tiempo para arrepentirse de las promesas que le acaban de hacer.
—Tienen 30 segundos —dice, pero nadie da pie atrás.
Al levantarse todos de la mesa, Pizarro desaparece por unos minutos y vuelve con dos grandes libros en sus manos: 100 años de Chuquicamata. En él, la historia del yacimiento, que es también su historia.
***
—Esta es una roca magnífica, es buena persona, simpática. Esta mina es una buena chica, una vieja chica buena —dice estando a más de 1.500 metros bajo la mina a rajo abierto que, asegura, se ve desde la Luna.
Desde pequeño que escuchó hablar de Chuquicamata, pues su padre camionero y agricultor trabajó en la mina. Nelson Pizarro, el menor de siete hermanos, ha vuelto a Chuqui en distintas etapas de su vida: como gerente general, como vicepresidente corporativo del Norte y como presidente ejecutivo de Codelco.
—Acá soy más conocido que el hilo negro —dice. La primera vez que vino en 1994, se bajó del avión asustado. —Venía con fama de malo, de duro, de manos de tijera. Pero me gané el respeto de la gente.
Vivía solo en una casa enorme, de los tiempos americanos. Se demoró una semana en descubrir que en unos de los garajes estaba estacionado un auto Impala. Pese a eso, decidió ocupar un auto más pequeño: un escarabajo alemán, de color naranja.
—¡Revolución! El escarabajo me llenó de prestigio. ¿Cómo podía ser que el gerente general anduviera en un escarabajo? Me hice popular, ese escarabajo marcó mi paso por acá —cuenta, aunque también por esos años enfrentó un periodo de negociación colectiva que terminó en huelga—. Yo venía a hacer mi pega, a transformar la lógica de la minería y a buscar productividad. La gente marchaba hacia mi casa con una serie de cánticos.
En ese tiempo aún existían los cascos dorados y lugares preferenciales para comer. Pizarro instauró que los cascos serían iguales y habilitó los casinos para todos, así el Chilex —como se llamaba el casino por sus siglas en inglés— pasó a ser el Chulex. Aplicando el método de trabajo en equipo, además de largas conversaciones con los operadores al interior de la mina, las marchas fueron quedando en el pasado.
Ahora por donde camina ya no recae sobre él una mirada desconfiada. Su andar por el cerro transmiten seguridad y confianza, y en cosa de minutos este minero de 1.55 metros de altura parece convertirse en un imán para los que están abajo. Cada vez que se detiene en un rincón de la roca, es rodeado por grupos de 15 a 20 personas que se inclinan y acercan sus oídos para escuchar su voz terrosa con un tono casi al borde del susurro.
Algunos lo graban y le toman fotos, mientras otros lo abrazan. Él les hace cariño en la nuca y los alienta a seguir.
—Aquí estoy a mis anchas. Me gusta, los viejos me quieren, me respetan, me cuidan.
Bajo tierra cuesta seguirle el paso a este hombre de 75 años. Avanza con agilidad y vigor hasta llegar al frente de la mina, al punto más profundo de Chuquicamata, donde recién terminaron de hacer el disparo que permite seguir excavando y construyendo una de las minas subterráneas más grandes del mundo.
—El minero tiene mucho de poeta, de vocación por extraer la riqueza de la tierra. El minero busca y busca. Su satisfacción y su sueño es poder algún día dar con un yacimiento. A los mineros nos gusta esto y en la medida que vayamos teniendo éxito, achuntándole, se genera sentido de logro y de equipo —relata, parado a tres metros del fin del túnel.
Estar otra vez aquí, en una faena minera, dice, lo hace sentir parte de algo más grande, de un mundo que lo atrapó siendo muy joven y en el que ha trabajado por más de 50 años.
—Imagínate lo que significa estar inserto en una cadena de producción y ver convertido tu esfuerzo y el de muchos hombres aguas abajo en un cátodo y eso más tarde en cobre. Los operadores de una cantera no tienen la sensación de estar trabajando roca, sino que de estar construyendo una catedral. Y hay que hacerlo sin accidentes fatales, sin mutilados y sin contaminar. Nuestra meta es el cobre verde —cuenta mientras avanza entre los hombres que visten trajes naranja. La jerarquía y el respeto allí abajo ya no se visten, se ganan.
—¿Cómo se aprende a liderar Codelco, una empresa que juega en las grandes ligas?
—Es duro, es un animal muy duro, tienes 100 años de historia. Esto es cuestión de manejar multitudes. Hay casi 300 ejecutivos, 3.000 profesionales, 11.000 trabajadores y 40.000 contratistas. Es como un país chico.
—¿Chile es ingrato con el sector minero?
—Es ingrato. El sector minero es antipático para el resto. Los ingresos son dos veces superiores al promedio de los chilenos, y cuando hay una mina cerca de una ciudad, los mineros levantan el costo de la vida y los no mineros sufren.
—Ese es un tema que reiteradamente se critica. ¿Se debería poner tope a los sueldos?
—Es el mercado y la especialización y es la forma de vida. Los 5,4 millones de toneladas de cobre que produce Chile compiten por la calidad profesional, por tener los mejores recursos para su desarrollo. Es así de simple. Pero saca roncha.
—¿Cómo ha sido para usted el escrutinio que recae sobre Codelco?
—Duro, desagradable, ingrato. Pero no me puedo quejar. Mi familia me dijo que no, pero yo nací chicharra. Porque es irresistible para un ingeniero civil en Minas no terminar la carrera en una faena como esta. Sobre todo en una faena que quieres, que respetas, porque sabes lo que significa para Chile. Entonces vamos para dentro no más y, bueno, ahora yo tengo una decisión.
—¿Cuál?
—Llegué donde nunca imaginé llegar y hay un viejo refrán que dice que hay que saltar la ola cuando estás en la punta. Está claro que quiero terminar lo que es mi responsabilidad y eso es cerrar bien el 2017. Nadie sabe lo que el futuro le depara, entonces para qué pasarse rollos.
—¿Qué significa Codelco para Chile?
—Significa millones de dólares de entrega de recursos al erario nacional. A pesar de la complejidad que tiene la minería hoy día, esta empresa puede entregar un par de billones de dólares como excedentes al Estado de Chile.
—En la discusión que existe hoy con Contraloría, ¿se pierde el panorama general?
—No es mi espacio entrar a la discusión. Cada cual tiene una opinión y la mía se fundamenta en las bases legales de esta empresa. Ahí no me pierdo.
—¿Ve a Codelco consolidada en Chile o buscando fuera? ¿Qué tan chico es Chile para Codelco?
—Codelco es muy grande para Chile, es enorme. En muchos aspectos, Codelco le quedó grande a Chile. La política pública tiene que hacer algo. La cultura no minera y la cultura agrícola chilena son complicadas.
—¿Se debería revisar la Ley Reservada del Cobre?
—Definitivamente. No es lógico, es una anomalía que a una empresa minera, que por definición tiene que mantener el estándar de sus instalaciones, se le retiren los excedentes. Los recursos hay que generarlos para reinvertir una parte y generar dividendos por la otra.
—¿Por qué no se revisa?
—Los intereses son distintos. El Estado tiene muchas necesidades de dinero para satisfacer el desarrollo y es fácil retirarle dineros a Codelco. Uno de los grandes logros de este gobierno corporativo es haber invertido lo que se ha invertido manteniendo el nivel de deuda.
—¿Cómo sería la persona ideal para liderar Codelco en los tiempos que vienen?
—En mi cargo tiene que ser un hombre minero, de experiencia. Un tipo que haya corrido mucho cerro. Lo que se produjo entre Landerretche y yo fue eso. Él, un economista de fuste, un cabro joven muy brillante, pero el conocimiento específico de minería no lo tenía. Entonces lo que él no tiene lo pongo yo, y lo que yo no sé, lo pone él. O sea, las canas con las ganas.
—Mientras presentaba públicamente los resultados de este año decía que se había avanzado en disciplina, austeridad y eficiencia. ¿Esos atributos son parte de su legado?
—Sí. No a título personal, sino del gobierno corporativo. Cuando se cae el precio del cobre lo único que tú puedes hacer es apretar y buscar holguras. Cuando este equipo tomó Codelco, tenía un 10% más alto los costos que todas las otras empresas chilenas de la gran minería. Hoy es al revés. Eso es 1.200 millones de dólares que estaban en los presupuestos y que no se gastaron.
—¿Cómo se sostiene en el tiempo esa cultura?
—Con perseverancia, liderazgo y modelaje. Hacerla sostenible es una tarea de toda la vida.
—¿Siente que su historia personal es reflejo del crecimiento, desarrollo y profesionalización de la minería en Chile?
—Sí.
—¿Lo ha reflexionado así?
—No, pero lo vivo.
***
Son casi las cuatro de la tarde de ese viernes de octubre y ya quedó atrás la mina a rajo abierto más grande del mundo. Arriba de la van, Nelson Pizarro se quita el casco, los lentes, la mascarilla. Se inclina para cambiar sus zapatos y al levantarse su pelo canoso y su rostro quedan al descubierto. Su mirada cansada mira fijo al desierto. Dentro de unas horas, ya en Santiago, llegará a su casa y dará paso a su rutina de descanso, que termina el domingo a las cinco de la tarde. De pronto, Nelson Pizarro parece ser un hombre común y corriente de 75 años.