Iba a ser una amable película familiar, la secuela de una de las cintas más taquilleras de 2006. Cars había contado una historia profundamente estadounidense: la de un pueblo pequeño llamado Radiator Springs al que el progreso y la desaparición de la célebre ruta 66 habían dejado a trasmano. Ahí llegaba por accidente Lightning McQueen, un auto-piloto que iba camino a la fama, para terminar enlazando su destino con el de la decaída comunidad.
Por arriba, un divertido cuento infantil sobre la velocidad, el esfuerzo y la amistad; por debajo, una historia en la que se refrendaban varios elementos del mito estadounidense: la carretera y el automóvil (de fabricación nacional, se entiende) como expresiones de la libertad; el pueblo pequeño como última reserva de los valores comunitarios que hicieron grande al país; el jovencito que termina graduándose de héroe en parte porque se le presentó la oportunidad, pero sobre todo por la nobleza que siempre estuvo ahí.
Pero Cars 2, estrenada acá la semana pasada, va por un mito estadounidense mayor: la necesidad de salvar al mundo. Lightning McQueen es invitado a participar en el World Grand Prix, una carrera que tiene como objetivo promover un nuevo biocombustible. Pero un siniestro personaje, dueño de las mayores reservas de petróleo del planeta, tiene un plan para boicotear las carreras y frenar así el avance del nuevo combustible. Mas ya se sabe: en este país el petróleo es para muchos no sólo sinónimo de emprendimiento y riqueza (es cosa de pensar en los Bush), sino también asunto militar (ídem).
Las críticas a la trama de Cars 2 no tardaron. El bloguero Lonely Conservative acusó a la película de atacar el libre mercado, mientras un comentarista de FOX News calificó a la trama de "paranoia izquierdista" y "política ambiental fascista". (John Lasseter, el director, no tuvo problemas para reconocer sus motivaciones: dijo al Wall Street Journal que en un mundo habitado por autos le parecía ineludible que el malo fuera "Big Oil", las petroleras como Exxon Mobil, Chevron o BP).
Lo gracioso de este ataque conservador al mensaje de Cars 2 no es sólo el nihilismo de pretender que las obras de arte o diversión sean valóricamente neutras. Los defensores de las petroleras pecan también de ignorancia: los dibujos animados nunca han sido ni serán totalmente inocentes.
Tal como explica el libro Hip: the history, de John Leland, los dibujos animados fueron desde el inicio espacio de expresión de contenidos políticamente incorrectos, deseos prohibidos y códigos que no habrían logrado pasar el cedazo del contenido adulto. Ahí está, por ejemplo, la sexualidad explosiva de Betty Boop, pero por sobre todo Bugs Bunny, un personaje que, según su propio creador, basaba su atractivo en su permanente desafío a la autoridad.
Por ello, lo interesante no sería que una película supuestamente infantil no tuviera un mensaje, sino más bien que transmitiera los valores de los ofendidos críticos de Cars 2: las petroleras son buenas, la energía alternativa es mala. Pero hasta que eso ocurra, junto con Bugs Bunny seguiremos mirando hacia el fondo de los cañones de sus escopetas, para preguntarles eso de "¿Qué hay de nuevo, viejo?"