Son las 12 de la mañana. Es sábado. Bajo el suelo de Santiago, el metro va lleno de jóvenes manchados con vísceras de papel maché y pintura, con las ropas rotas, imitando a sus personajes favoritos en versión muertos vivos. En su maquillaje cuidado que detalla las señales de destrucción brilla cierta clase de felicidad, la certeza de ser parte de algo más grande. Esta última versión de la Zombie Walk de Santiago es un éxito: seis mil zombis marchan desde la Plaza de Armas hasta el parque Almagro. No es una cifra desdeñable; lo que partió con un par de centenares hace unos cuatro años ahora se volvió una multitud, una legión, una fiesta. Cuando los zombis cruzan la Alameda, al lado de la iglesia de San Francisco, se ven las espaldas del escenario de la marcha católica que sucede a la misma hora. A los muertos vivos no les importa. Santiago es de ellos por ahora, una ciudad apocalíptica donde se celebran los disfraces y posan para las cámaras torciendo el rostro en muecas horrorosas que son máscaras de la alegría.
Al final, cuando todos se juntan, se puede apreciar cierta diversidad. Los soldados mutilados de la Guerra del Pacífico se cruzan con una pareja de teletubbies infernales; se pasean muñecas rotas y padres que visten a sus hijos de versiones putrefactas del Capitán América, la Mujer Maravilla o del Chavo. Dos chicos que van de meseros llevan en sus bandejas coliflores ensangrentadas que remedan cerebros humanos.
Así, en el mismo momento en que los indignados y los católicos quieren demostrar cuánto pesan en nuestra sociedad civil, los zombis ironizan sobre ella, presentándose como un desfile de horrores que permite leerla en clave, al modo de una comedia atroz e insoslayable. Acá hay una peculiar e inevitable lectura de nuestro presente, de los signos que arman su iconografía. Eso es lo más importante de la Zombie Walk: cómo un puñado de ciudadanos se apropia del imaginario del país y lo adapta a su medida, retorciéndolo. Así, en ese país falso están la fantasía y el vértigo, el uso y abuso de unas cuantas poses culturales que quedan en suspenso. En ese país hay una tradición de la que apropiarse e intervenir para poder esbozar algo parecido a un futuro. Este es un alegato contra cualquier grandilocuencia de un discurso nacional porque toma las formas del populismo y las vuelve una parodia ambigua, que deja desnudo el imaginario en las manos de los ciudadanos, devolviéndoselo. Así, en esta fiesta splatter del sábado en la tarde, los ciudadanos simulan ser cadáveres porque justamente saben que están más vivos que nunca. Cualquier humorada está descartada de antemano; este país de horror y comedia es el nuestro. Estos son nuestros símbolos, aquí y ahora: las malas películas de terror y las cintas de blockbuster, la historia convertida en una postal de pacotilla pero también el gesto delicado de quien se dibuja una herida abierta ante el espejo.
Nada más actual, nada más urgente, que ser un zombi. Aquí, la verdad, nadie escapa a ninguna parte porque nadie se olvida del presente. Nada más basta ver el cartel que un zombie -uno más, uno de miles- levanta entre la multitud.
"Piñera, voy a comerme tu cerebro", dice.