Por Juan Pablo Garnham Mayo 9, 2013

Las campanillas de las bicicletas sonaban y la gente las miraba con admiración. Era un día de semana, tipo ocho de la noche, y en Tobalaba con Providencia decenas y decenas de ciclistas no paraban de pasar. En el semáforo, esperando pacientemente, un grupo de trabajadores que querían llegar al Metro miraban el espectáculo. Un oficinista de maletín observaba con atención uno por uno, los cascos, las luces, las bicicletas. Todas distintas. “Mira, qué bonito”, le decía una señora a su hija mientras pasaban los convocados por la cicletada de un movimiento que busca fomentar este medio de transporte. La luz para los transeúntes estaba en verde, pero la gente no avanzaba. Dejaban pasar al interminable flujo de las bicicletas.

Pasaron cinco, diez minutos. Varias luces rojas y varias verdes, pero los peatones no cruzaban. Las bicicletas seguían su camino sin cesar. Ya iban más de un centenar. La señora y su hija cambiaron la sonrisa por suspiros y ojos que miraban al fondo de la calle buscando la última bicicleta. A medida que quedaban espacios, algunos osados intentaban cruzar corriendo. El hombre del maletín, con esa cara de cansancio ante la perspectiva de subirnos al Metro a esa hora, hizo un amague de cruzar y un ciclista le tiró la bicicleta encima, un gesto con la mano y unos cuantos garabatos.  Por un momento recordé lo que me contaba un amigo que vio muchas veces en París: ciclistas que, frente a los abusos de automovilistas, respondían con la misma ira, sacaban su candado, le pegaban un furioso golpe al auto y salían corriendo.

En esa esquina, lamentablemente, algunos ciclistas habían caído en algo similar. Ellos, que con mucha razón detestan a un sistema que no les da espacio, se habían transformado en un gran taco. Ruidoso, molesto, prepotente. La actitud del auto y la ciudad hostil se imponían nuevamente.

El número de ciclistas en Santiago ha crecido notablemente. Aunque no existen datos precisos, es cosa de mirar en las calles. Se habla de ciclovías colapsadas, de talleres cada vez más solicitados y de estacionamientos llenos en edificios residenciales y de oficinas. Pero también se habla de gente pasada a llevar por ciclistas, de peatones injustamente molestados por una bicicleta en la vereda e incluso de personas que ya odian a quienes usan este medio. Sí, gente que odia esos stickers que dicen “Un auto menos”.

Lo triste de esto es que la bicicleta no necesita de esos eslóganes. La bicicleta es naturalmente positiva. No genera atochamientos, es limpia, es saludable para el que la maneja, es barata e, incluso, puede ser más rápida que las micros, los autos y el Metro, dependiendo de la distancia a recorrer. Todas esas cualidades, sumadas a una historia de estar relegada del sistema de transporte urbano, generan resentimiento y arrogancia. Y no es raro ver o hablar con ciclistas que sienten que la ciudad les debe algo, pero una actitud así sólo los equipara con los odiables conductores de auto. El que la ciudad quiera a sus bicicletas como quiere a sus parques depende exclusivamente de los mismos ciclistas. Ser odiado o amado dependerá de ellos mismos.

Por eso da gusto ver la iniciativa Yo Vivo Map8, que el pasado sábado instaló plataformas para que las bicicletas y el público en general bajaran al lecho del río y lo usaran como lugar de paseo. Casi cinco mil personas asistieron al evento, que buscó promover un proyecto de corredor urbano por el Mapocho de siete kilómetros. Los medios hablaban de fiesta: gente de todas las edades en dos ruedas, yoga gratuito, tours patrimoniales y otras actividades que buscaban eso tan ciclista: cambiar de ritmo, hacer la ciudad propia, aprovecharla, vivirla. 

Ojalá el proyecto que buscan impulsar -Mapocho Pedaleable- se concrete. Pero sobre todo, ojalá que los ciclistas tomen conciencia en el día a día de que son testimonio de un cambio. Una de las organizaciones que convocaron al evento es HappyCiclistas, que lleva varios años fomentando el uso de la bicicleta como la mejor opción para una ciudad más amable. Ellos son prueba de que muchos de quienes usan este medio son buenos embajadores de estas ideas. De hecho, para reunir fondos venden autoadhesivos que hacen alusión a éstas y hay uno que siempre se les agota y que, en vez de sacar en cara lo bueno que soy por andar en bicicleta, dice otra cosa: “En bicicleta soy más feliz”.

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