Hubo un momento, nadie sabe con certeza cuándo, en que el fotógrafo chileno Sergio Larraín (1931-2012) decidió colgar la cámara. Abandonar el mundo que había retratado, incansable, talentoso, para revistas como Life, Paris Match y O’Globo. Hay quienes piensan que el punto de quiebre fue su inmersión, durante meses, en la mafia siciliana. Que el retrato de un capo di tutti lo perturbó de tal manera que quiso romper con todo. Otros creen que su participación en el grupo Arica, a comienzos de los 70, cambió su perspectiva de ver el mundo. Que lo volvió más austero todavía, un ermitaño, alguien volcado hacia lo mínimo. Alguien obsesionado con el presente, con la abolición del ego.
En 1999, Sergio Larraín sumaba años convertido en el gran mito de la fotografía chilena. Miembro de la prestigiosa agencia Magnum y dueño de un estilo único, sutil, vivía retirado en un campo de la IV Región. Por entonces me encomendaron entrevistarlo, pero en su vida de anacoreta no cabían las grabadoras ni las entrevistas. Al golpear la puerta de su casa en Ovalle, Larraín me dijo que no recibía a periodistas. Que ya no le interesaba la fotografía. Que la solución al caos y a la sobrepoblación mundial era la práctica del yoga. Que su última afición era el óleo. Y que salía a pintar atardeceres, en tiempo real, mientras durara la luz del sol.
Sergio Larraín tenía 68 años.
Pese a su negativa inicial, me abrió la puerta de su casa, una construcción de adobe con un largo zaguán, un patio en el centro, una banca donde se sentaba “a aburrirse”. Me mostró la habitación que le servía de sala de pintura: había una alfombra de totora sobre el suelo, un bolso café con dos pinceles y una pequeña brocha. Todo lo que sabía de óleo se lo había enseñado Adolfo Couve.
Hace unos meses su hija Gregoria publicó el libro Mi padre, la pintura y yo, en la que recoge sus reflexiones personales sobre el oficio artístico -Gregoria estudió Licenciatura en Arte con mención en pintura-, aborda la compleja relación que tuvo con su padre y cuenta de qué modo la pintura le dio al viejo fotógrafo una libertad insospechada que compartía con sus alumnos de yoga: “Olvidándose por unos momentos de sus preocupaciones por el planeta, iba con sus alumnos al campo. Ponía un poncho en el suelo y ahí se instalaba. Partían de madrugada y, cuando el día estaba más avanzado, regresaban con sus obras… Eran paisajes al óleo, con un estilo que intentaba acercarse al impresionismo. Nadie podía firmarlos, para no ‘fomentar el ego’. Mi padre lo hacía a veces con las letras AD, que significaban ‘Adorando a Dios’”.
En algún momento, Gregoria quiso que su padre retomara la fotografía y se ofreció a ayudarlo. Sólo consiguió despertar su ira, que la echara de la casa, que la enviara a hacer sus propias cosas. Ella construyó su propio camino. En algún momento, ambas rutas se encontraron. Meses antes de su muerte, el viejo fotógrafo ya sabía que estaba enfermo y se negaba a visitar un hospital. Gregoria decidió respetar sus renuncias, seguirle el ritmo. El final lo pilló, escribe ella, “a la hora azul, cuando los blancos de las paredes cambian de color, en su celda de monje, sin doctores ni hospitales, rezando por el mundo…”.
Nadie sabrá, jamás, qué lo llevó a renunciar al lente y dedicar sus últimos años a los pinceles. En ambas expresiones, sin embargo, persistía la misma austeridad, un estilo alejado de la parafernalia, el que podremos ver en la retrospectiva que para 2014 prepara el MNBA con su obra fotográfica. Quizás la clave esté en aquella cita del propio Larraín que Gregoria recoge en su libro y que habla de una convicción profunda: “El arte es una aproximación al estado de iluminación”.