Quienes fuimos al cine a ver Perfume de mujer en 1992 salimos de la sala con algo que no teníamos previsto: la sonrisa torcida de un actor neoyorquino. Porque mucho más allá de esa película diseñada al milímetro para ganar premios y hacer llorar al público, más allá de los trucos de zorro viejo de Al Pacino (que ganó por ella su primer y hasta ahora único Oscar), y en una contraposición casi ridícula con la inocencia unidimensional de Chris O’Donnell, en las pocas escenas en que aparecía como el niñito rico y mimado George Willis, Jr., Philip Seymour Hoffman había logrado un pequeño milagro. Había construido un incómodo retrato de la falta de principios y el dolor que hoy, a pocos días de su muerte, se me sigue apareciéndo como una pesadilla recurrente.
Era, como sucede con los grandes artistas, la primera de las muchas primeras veces en que veríamos a Philip Seymour Hoffman. Porque cada vez que aparecía en pantalla, el impacto era semejante, la sorpresa de su talento un golpe eléctrico y descolocador. A partir de roles usualmente secundarios y pensados para aparecer en un puñado de escenas, Hoffman lograba pintar siempre un paisaje que se acercaba sorprendentemente al misterio de la naturaleza humana, al dolor que escapa a las palabras, al pozo sin fondo donde la actuación es indistinguible de la identidad de los espectadores. Una fugaz aparición suya -como el crítico musical Lester Bangs en Casi famosos, como el patético vecino Allen en Felicidad o incluso como malo en un bodrio de la talla de Misión Imposible III- era siempre capaz de producir el milagro, de crear significado y emociones poderosas donde de otra forma sólo habríamos tenido aire y celuloide.
Ese talento y oficio completamente fuera de lo común pronto le dieron a Hoffman un aura que lo separaba del resto de sus colegas. Un aura más parecida a la de un iluminado. Lo vi muchas veces cuando, a poco de llegar a Nueva York, noté cómo los estudiantes de la escuela de teatro de NYU (donde en 1989 obtuvo su bachillerato con mención en teatro) hacían una pequeña pausa y volvían inconscientemente más grave el tono de su voz al mencionar su nombre, como si se tratara de una invocación. Lo vi también cuando un amigo chileno, dramaturgo y director, dedicó buena parte de su primer viaje a la ciudad a instalarse en el café que quedaba al frente del departamento de Hoffman, sólo para verlo entrar a pedir un café. Y lo volví a ver esta semana en las redes sociales, cuando gente ligada al mundo del teatro y el cine reaccionaba a su muerte. “Phil Hoffman es lo más cercano a la encarnación de la palabra ‘artista’ que he conocido”, escribió una directora y productora muy poco dada a la hipérbole o el llanterío compartido, que ha trabajado tanto en Broadway como en Hollywood, y había estado involucrada en un proyecto con Hoffman. “Auténtico hasta la médula, dedicado por completo a su llamado todo lo que tocaba se volvía mejor, más real y más profundo gracias a su influencia”.
No se trata de que Hoffman esté siendo sometido a uno de esos procesos de canonización expresa que los medios y la cultura pop suelen montar para todos los que mueren de manera trágica e inesperada. Tampoco se trata de sublimar al artista maldito que muere por una adicción o -el más odioso de los clichés en casos como éste- a causa de “sus demonios”. Porque mucho más allá de cómo haya sido su vida privada (sobre la cual sabemos poco, porque evitaba hablar de ella a toda costa), Hoffman logró causar en sus 46 años de vida tanto impacto por lo que producía en la pantalla o el escenario como por la forma en que trabajó para conseguirlo. Su impacto fue tangible en parte también porque logró transformar la idea de cómo tiene que verse o cuánto puede pesar un actor principal en Hollywood. “Ser gordo e ir a la escuela de teatro” -hizo notar un actor neoyorquino en Facebook- “significaba ver cómo tus otros compañeros aprenden y reciben desafíos, mientras a ti te prometen roles que luego te quitan, para luego terminar siempre haciendo de viejo o el amigo bueno para las tallas. Pero entonces apareció Philip Seymour Hoffman y demostró que podía ‘matar’ una y otra vez”. Hoffman no cambió ni bajó de peso para conseguir los mejores roles: hizo que los roles se adaptaran a él, y hoy el cine de Hollywood y todos quienes lo miramos somos un poco mejores gracias a eso.
Existe una regla no escrita entre los neoyorquinos de no molestar a los famosos que viven en la ciudad, de hacer como si todos fuéramos iguales. En casos como el de Hoffman, quien había elegido ser un neoyorquino más o menos corriente y llevar a sus hijos a la escuela pública y hacer cosas de gente común en vez de portarse como una estrella, el respeto a ese espacio privado suele ser aún más sagrado. Quizás por eso mismo, por esa aura que lo rodeaba y por el respeto casi religioso que me provocaba, la única vez que me lo crucé en una vereda, a la salida de un concierto, me puse delante de él, junté las manos como en oración, y le hice una pequeña reverencia.
Y entonces la cara rojiza de Philip Seymour Hoffman se iluminó con una sonrisa que mezclaba alegría y dolor, sorpresa y humildad. Y yo sonreí también de haber visto al iluminado y me di vuelta para volver a dejarlo tranquilo, para que ambos volviéramos a ser personas, que es lo que, supongo, él habría querido.