Escuché hablar por primera vez de Sergio Larraín a los 17 años, en uno de los pasillos del Campus Oriente. Estudiaba Periodismo y hacía fotos con una Zenit E. No sé si fue por boca del maestro Juan Domingo Marinello o de algún compañero que en esos días andaba a la caza de historias sorprendentes; y la de Sergio Larraín, sin duda, era una historia sorprendente: había sido reclutado por la agencia Magnum y se paseaba por Europa haciendo portadas para revistas como Life y Paris Match. Y después estaba lo otro, aquello que hacía su historia doblemente sorprendente: el retiro impensado, el abandono del camino exitoso, de la fama, la abdicación de lo que hasta ese entonces era la razón de su vida, la fotografía.
¿Quién se hacía ermitaño luego de haber conquistado la gloria?, ¿qué pasaba por la cabeza de un hombre que prefería la fría noche en un pueblo sin luz, perdido en los alrededores del valle del Elqui, en vez de las luminarias de los cafés de París o las festivas y coloridas calles de Roma? Sergio Larraín era un enigma a descifrar.
Cuando, mucho después, leí la tesis sobre el cuento del argentino Ricardo Piglia, me pareció que indirectamente hablaba de Larraín cuando escribía: "En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional, la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Eso es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento".
La tesis de Piglia parecía estar hecha a su medida, al punto que la anécdota del apostador podía reemplazarse por la de Larraín: "Un hombre, en Europa, alcanza el reconocimiento y el prestigio como artista. En el peak de su carrera, huye". Según Piglia, aquello que no se cuenta es clave en la construcción del cuento y en la explicación de la paradoja. En la vida de Larraín esa historia escondida es la pieza faltante para poder entender el rompecabezas de su existencia.
Si hubo un acto vital fue su decisión de dejarlo todo. Y para explicarlo se tejieron diversas teorías. Una de ellas decía que la razón de su autoexilio estaba en el Movimiento Arica, un grupo dirigido por el gurú boliviano Óscar Ichazo, que propendía a una búsqueda espiritual profunda y en el que Larraín participó con entusiasmo. Otra versión explicaba su desaparición de escena por una sentencia de muerte dictada por el capo de la mafia siciliana Giuseppe Genco Russo, a quien Larraín habría fotografiado subrepticiamente. Había otras teorías. Nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió, pero Larraín cortó con todo y nunca más volvió a tomar una foto.
Después escribir mi novela El fotógrafo de Dios, di con un párrafo de Susan Sontag de su ensayo Sobre la fotografía, que dice así: "La fotografía implica que sabemos algo del mundo si lo aceptamos tal como la cámara lo registra. Pero esto es lo opuesto a la comprensión, que empieza cuando no se acepta el mundo por su apariencia".
Imaginé a Larraín enfrentado al mundo que veía a través de la lente. Lo visualicé haciendo foco sobre las figuras esmirriadas de los niños que vivían a orillas del Mapocho, y luego disparando su cámara en la fiesta de matrimonio del Sah de Irán, entrando y saliendo de los burdeles de Valparaíso, fotografiando a las celebridades del Festival de Venecia. Y volví sobre unas líneas que aparecen en el libro acerca del Bang-Bang Club, que detalla la historia de cuatro fotógrafos, entre ellos Kevin Carter, que cubrieron la sangrienta lucha contra el apartheid. En ella, los autores recogen una frase de Carter: "Descubrimos que la cámara nunca fue un filtro que nos protegiera de lo peor que tuvimos que presenciar y fotografiar. Más bien, al contrario, parece como si las imágenes se hubieran quemado en nuestra mente además de en nuestros negativos".
Supongo que en un momento Larraín se cansó de aceptar ese mundo injusto que fotografiaba. Y que, claro, un día dijo no, un no profundo e irrenunciable. Algunas cartas que escribió a otros -y que recolecté en su momento- me lo confirman. En ellas habla de inventar otro mundo, una nueva forma de organizarnos que nos libre de la depredación de los millonarios, un espacio más espiritual, donde la meditación fuera el mejor alimento.
Cuando escribí la novela, fabulé con la idea de que Larraín pudo fotografiar a Dios. Sé que es un absurdo, pero creo que, en el supuesto de que exista, pocos hombres pudieron en la soledad de Tulahuén -el pueblo donde vivió sus últimos años y donde pidió ser enterrado- estar más cerca de él que Larraín. Tan cerca que pudo ser capaz de retratarlo. Vayan a saber ustedes si ahora revela esa foto imposible.