Hace dos años casi exactos, el 4 de noviembre de 2010, el fútbol chileno vivió el clímax de la crisis que azotó, con una fuerza arrolladora, a la ANFP. Ese caluroso mediodía de viernes, Harold Mayne-Nicholls salió derrotado del edificio de Qulín por Jorge Segovia, poniendo fin a un proceso electoral en el que los intereses personales, la soberbia, la ceguera política y los deseos de revancha se antepusieron al interés mayor y realmente importante: el bien del fútbol chileno.
Tras la caída del exitoso funcionario FIFA, los dirigentes oficialistas y la oposición a Mayne-Nicholls ofrecieron un espectáculo bochornoso que incluyó descalificaciones cruzadas, resquicios leguleyos para intentar evitar la derrota, cero flexibilidad en la búsqueda de consensos y, en enero del 2011, la elección de un directorio que claramente no representaba a los dirigentes más idóneos y preparados para dirigir los destinos del fútbol chileno y la selección nacional.
La mesa de Sergio Jadue fue, y sigue siendo, el desalentador reflejo de lo que quedó de la guerra fraticida en que se convirtió la elección de la ANFP, que dejó muchos heridos, incubó odios entre los dirigentes y dinamitó el proceso de desarrollo positivo que parecía liderar Mayne-Nicholls en una actividad que, por fin, gozaba de buena imagen y resultados deportivos destacados.
Como en toda guerra, los heridos y víctimas del conflicto van apareciendo con el cese de la artillería pesada. En éste, el del fútbol chileno, la primera gran víctima fue la selección chilena de Marcelo Bielsa. El técnico rosarino, idolatrado en el medio por el compromiso y rendimiento que logró en sus dirigidos, eligió no asumir el rol de la neutralidad y terminó cayendo inevitablemente, truncando un proceso exitoso que tenía espacio para seguir desarrollándose y regalando alegría.
Sin Bielsa, el “As” de la baraja, la ANFP de Jadue optó por Claudio Borghi. El “Bichi” asumió con el crédito de la popularidad y la simpatía, bálsamo que a poco andar se mostró insuficiente para acallar el fantasma del rosarino. Tras 18 meses y mediocres resultados, Borghi fue despedido en corta y poco emotiva ceremonia en un estadio de Suiza, a 12 mil kilómetros de distancia. Así son las cosas en la guerra: frías y sin delicadeza.
Hoy esta ANFP, la sobreviviente de la “guerra del 2010”, camina a los tropezones y herida por el fracaso, hasta el momento, de su proyecto deportivo; desangrándose por las profundas marcas de la falta de credibilidad y enceguecida por la paranoia de los fantasmas del pasado, tal como sufren los sobrevivientes de un conflicto bélico.
El momento que hoy vive el fútbol chileno, dentro y fuera de la cancha, no puede extrañar. Es la consecuencia natural de un autogol enorme, de una “guerra santa dirigencial”. No es más que el sinnúmero de réplicas que suceden, como le ocurre a la ANFP, tras un terremoto de proporciones. Primero la partida de Bielsa, luego la reestructuración de la mesa del directorio, después los problemas de indisciplina en Pinto Durán, de ahí los malos resultados de Borghi, tras cartón el remezón de los árbitros y ahora el despido del entrenador. Todas esquirlas de la bomba que le pusieron los dirigentes del fútbol chileno a la ANFP en noviembre de 2010. Las esquirlas siguen hiriendo. Los sobrevivientes continúan tropezando.
Ahora hay que elegir un nuevo técnico y no hay margen de error si se quiere seguir soñando con Brasil 2014. Todo indica que los candidatos son sólo dos. Uno goza con la aprobación de todo el directorio pero parece más difícil de convencer: Gerardo Martino, ex DT de Paraguay con exitoso presente en Newell’s Old Boys. El otro está aquí mismo, tiene muchas ganas de ponerse el buzo rojo, pero no es del gusto de toda la mesa de la ANFP: Jorge Sampaoli, tricampeón con Universidad de Chile.
¿Quién será? Jadue y compañía tienen la palabra. Ojalá no se equivoquen. El malherido fútbol chileno no resiste otra recaída.