Durante su trayectoria como profesor universitario, asistente de seguridad nacional, secretario de Estado y consultor globalizado, Henry Kissinger ha exhibido predilección por el orden surgido en la Paz de Westfalia. Los acuerdos suscritos en 1648 en Osnabrück y Münster para poner fin a la sangrienta Guerra de los Treinta Años dieron origen a un sistema constituido por estados independientes que reconocen la soberanía de los demás y se controlan unos a otros a través del balance de poder, sin proclamarse poseedores de una verdad universal y aceptando diversos modelos sociales y de gobierno.
Esta preferencia es reconocible desde que Kissinger escribió su tesis doctoral en 1954, y en libros como Diplomacia (1994) o ¿Necesita Estados Unidos una política exterior? (2001). Queda, asimismo, en evidencia con la declaración de principios que esbozó en sus memorias Los años de la Casa Blanca (1979): “No puede haber paz sin equilibrio, ni justicia sin contención o moderación”. Y también ahora en World Order, recién publicado en EE.UU.
Para Kissinger es una desgracia que hoy “los principios westfalianos estén siendo desafiados desde todos lados” y “nadie se considere un defensor natural” de ellos. Esto supone un peligro grave, pues amenaza con generar un planeta dividido en regiones que compiten entre sí. El escenario es inestable, pues “una lucha entre regiones podría ser incluso más debilitante que lo que ha sido la lucha entre naciones”. ¿Cómo evitar que esta situación siga acercándonos al conflicto? Si se aspira a darle una oportunidad a la paz duradera, la única salida es proveer una “modernización del sistema westfaliano informada por las realidades contemporáneas”, advierte Kissinger.
Dichas realidades son hoy hostiles al orden diseñado en Westfalia, sin que se vislumbre el surgimiento de otro que lo reemplace y contemple los dos requisitos básicos para ser viable: legitimidad y poder. Un sistema se hace estable cuando coexisten en armonía “un conjunto de reglas comúnmente aceptadas que definen los límites de acción permisibles y un balance de poder que obliga a la moderación cuando las reglas son quebradas, evitando que una unidad política subyugue al resto”. Ambos ingredientes son igualmente necesarios, pues “los cálculos de poder que no toman en cuenta la dimensión moral harán de todo desacuerdo una prueba de fuerzas”, mientras que “las prescripciones morales sin consideración del equilibrio conducen a cruzadas”.
Tras la publicación del libro, Kissinger ha dicho que el actual “es uno de los períodos más caóticos que he conocido. Todas las partes del mundo se están redefiniendo”. Esto se ve reflejado en 400 páginas que conducen al lector por la historia y la geografía mundiales, mostrando cuán lejos estamos de recuperar el equilibrio.
Europa parece hoy obsesionada con su programa de integración, una iniciativa de desarrollo incierto que tiene al continente “suspendido entre un pasado que busca superar y un futuro que aún no ha definido”. En el ámbito islámico, fracturas religiosas y geopolíticas ponen presión sobre estados como Irak, Libia y otros al borde de la desintegración, fruto de la influencia de grupos islamistas radicalizados que no están dispuestos a coexistir en paz con los no musulmanes. La búsqueda del equilibrio que propugna Kissinger también encuentra problemas en Asia, cuya “organización es un desafío para el orden mundial”. Allí conviven, en una suerte de paz armada, potencias emergentes, como China e India, naciones rebeldes como Corea del Norte, y economías desarrolladas como Japón, junto a la presencia de Rusia y Estados Unidos.
Este último, la “superpotencia ambivalente”, mantiene la duda existencial entre realismo e idealismo que cruza su política exterior desde hace décadas. Kissinger señala que EE.UU. “no puede sino actuar en ambos modos”, al tiempo que critica al presidente Barack Obama, a quien parece acusar de no querer asumir liderazgo global y de haber aplicado una estrategia de retirada de las tropas desde Irak “con más énfasis en retirada que en estrategia”.
Las críticas a Obama denotan la nostalgia del autor por los grandes estadistas. En World Order asoman varios de sus referentes: el cardenal francés Richelieu, el canciller austriaco Metternich, el prusiano Bismarck, el presidente norteamericano Theodore Roosevelt y, por supuesto, Richard Nixon, el héroe trágico que llevó a Kissinger a la Casa Blanca y al Departamento de Estado.
Kissinger propone resistir las fuerzas que fragmentan el sistema. La reconstrucción del orden internacional es, afirma, “el desafío fundamental para la labor de los estadistas de nuestro tiempo”, porque no puede suponerse que las “realidades contradictorias” que hoy existen “vayan en algún punto a reconciliarse automáticamente en un mundo de balance y cooperación”.
A los 91 años, Kissinger no se hace ilusiones. No pide a las grandes potencias que renuncien a sus particularidades, sino que abracen “un concepto de orden que trasciende la perspectiva y los ideales de una nación o una región” y que colaboren siguiendo reglas acordadas para administrar el sistema y darle estabilidad. El remedio es volver a un orden basado en los supuestos westfalianos. La posibilidad de un mundo estable pasa por mirar lo que sucedió en 1648 en Osnabrück y Münster, pues, como escribió hace más de dos siglos Edmund Burke, otro de los favoritos de Kissinger: “Quienes nunca se preocupan de sus antepasados, jamás mirarán hacia la posteridad”.