Estaba todo preparado para que fuera un día de celebración para Barack Obama, pero él no contaba con que sus propios partidarios le aguaran la fiesta. El martes 12 de mayo, el equipo del mandatario hizo el anuncio formal de que la biblioteca que reunirá su legado presidencial se construirá en el South Side de Chicago, uno de los primeros hitos de la “ceremonia del adiós” de los presidentes estadounidenses. Sin embargo, las malas noticias vinieron desde Washington D.C., y desde su propio campo: en la tarde de ese día, la mayoría de los senadores demócratas rechazaron entregarle poderes especiales para negociar el Trans Pacific Partnership (TPP). El controvertido tratado es una de las grandes apuestas del presidente para su legado en política internacional, y por eso Obama reaccionó con pública molestia.
Su furia apuntó directamente contra la senadora Elizabeth Warren, un ícono de la izquierda estadounidense y que argumenta, entre otras cosas, que es peligroso que el Congreso autorice a Obama a negociar un tratado cuyo contenido se desconoce, que podría afectar leyes estadounidenses actuales y que eventualmente afectaría tanto a la fuerza de trabajo como a las regulaciones financieras. “Ella está absolutamente equivocada (…) Es una política como todos los demás, y quiere hacer oír su voz”, dijo el mandatario en un tono inusualmente duro. Apenas unas horas después, utilizó un correo electrónico masivo a sus millones de simpatizantes, donde aseguró que entendía el escepticismo, pero que el tratado era clave para el futuro de Estados Unidos. “Necesitamos tomar esta oportunidad para nivelar el terreno de juego, porque si competimos en igualdad de condiciones, los trabajadores estadounidenses van a ganar”, planteó.
Aun cuando Obama unos días después logró negociar con los senadores demócratas un apoyo más limitado para gestionar el fast track de la iniciativa, la duda está en el ambiente. El secretismo en las negociaciones -algo que también ha sido cuestionado en Chile, uno de los 12 países que se uniría al acuerdo- se suma a las dudas que hay entre uno de los grupos cruciales para los demócratas, los sindicatos de trabajadores. La sospecha, en este caso, es que las nuevas regulaciones podrían favorecer la importación de productos desde países con menores requerimientos laborales, y las fábricas podrían verse incentivadas a cambiarse desde Estados Unidos a lugares como Vietnam, que también está en la mesa de discusiones.
El debate no es pan de cada día, pero se ha ido haciendo progresivamente un lugar entre los intelectuales y en las primeras páginas de los periódicos estadounidenses. Académicos como Noam Chomsky y el Premio Nobel Joseph Stiglitz han tomado la vanguardia de la discusión, apuntando sobre todo a la reserva de la negociación. “Están tratando de que se apruebe sin que nadie sepa de él, y eso ya debería generar sospecha”, apuntó Stiglitz en marzo pasado.
El tema resulta especialmente complejo debido a que Obama busca un gesto antes de la nueva ronda de conversaciones, que se dará la próxima semana en la isla de Guam. Para Larry Sabato, académico de la Universidad de Virginia y uno de los analistas políticos estadounidenses más reputados, el problema es que el mandatario tiene diferentes incentivos que la mayoría de los congresistas demócratas. “Bill Clinton enfrentó el mismo dilema que Obama. Los presidentes ven las ventajas y el efecto en su legado de cerrar acuerdos de libre comercio. Pero la mayoría de los congresistas demócratas en la Cámara de Representantes son electos en distritos mayoritariamente progresistas que sienten sospecha de forma natural por los acuerdos de libre comercio, y casi todos los demócratas reciben una gran cantidad de dinero desde los sindicatos, que creen que los trabajadores saldrán perdiendo”, explica.
Bill Watson, experto en política comercial del CATO Institute, apunta que desde el otro lado, la situación tampoco está clara, dado que aunque los senadores republicanos se alinearon mayoritariamente para apoyar a Obama, han habido críticas por parte de algunos aspirantes a la Casa Blanca. “Los republicanos tradicionalmente están a favor del libre comercio. Por eso, el hecho de que haya políticos de ese partido que se están oponiendo al TPP para ganar apoyos muestra lo importante de que el tratado se complete antes del próximo año, cuando el ciclo electoral estará en plenitud”, es su análisis.
Pero por ahora, Obama debe vigilar más su ala izquierda. Una última señal de eso ocurrió el pasado martes 21, cuando la tradicionalmente cauta Hillary Clinton lanzó dos críticas al corazón del TPP: señaló que ella espera cláusulas que penalicen a los países que devalúen su moneda para dar una ventaja competitiva a sus exportaciones a Estados Unidos, y que hay algunas cláusulas que darían mayor poder a las empresas para saltarse reglas medioambientales y laborales. “Quiero juzgar el acuerdo final”, matizó, aunque sus declaraciones se interpretaron como un guiño al sector más progresista de los demócratas. Y una distancia de Obama.
El problema que enfrenta el mandatario, sin embargo, es que cualquier cambio que él impulse al acuerdo mismo obligará a conseguir el acuerdo de los otros 11 países, muchos con realidades muy distintas y en varios de los cuales hay fuertes críticas al tratado por sus presuntas implicancias. Por eso, el trabajo de la próxima semana será crucial para determinar si, tal como quiere Obama, el TPP se inscribirá como parte de su legado, o si más bien quedará a criterio de quien reciba la Casa Blanca en enero de 2017, donde el tratado podría ser resucitado, completamente reformado o bien pausado de forma indefinida.