Cuando los vecinos del sector oriente de Santiago reclamaron con cacerolazos en contra del gobierno por la delincuencia, su demanda era que aumentara la intervención pública. La inquietud planteada hizo eco del tema en la agenda del Ejecutivo.
¿Por qué importa esta discusión? Porque tras la intervención de la presidenta Bachelet sobre la necesidad de priorizar las reformas por la disponibilidad acotada de fondos públicos, se han generado todo tipo de discusiones sobre los alcances de sus propuestas electorales, especialmente las asociadas a la gratuidad en educación. Mientras unos sostienen que el gobierno fue irresponsable en sus promesas, otros señalan que no hay justificación que lleve a incumplirlas.
Algunos han afirmado que esto es el resultado de promover una receta fracasada: garantizar derechos sociales, porque estos llevan a obligaciones positivas que en largo plazo son difíciles de financiar.
Quienes argumentan de ese modo cometen dos errores. El primero se vincula con la creencia de que sólo los derechos de prestación social cuestan dinero a los contribuyentes, dado que los derechos individuales suponen, generalmente, limitaciones para el Estado. Los críticos olvidan que estos derechos sencillamente son imposibles de ejercer sin intervenciones positivas por parte del Estado, como lo demostró hace un tiempo Holmes y Sunstein. Para nadie es un misterio que buena parte de las libertades de las cuales gozamos dependen de prestaciones activas. Por ejemplo, la libertad personal necesita para su eficaz ejercicio que se implemente un adecuado sistema de policía, control social y funcionamiento del sistema judicial. Lo mismo sucede con la protección de la propiedad. Esto lleva a una conclusión evidente: todos los derechos individuales dependen de la inversión de significativos fondos públicos.
El segundo problema que desconocen los críticos es la naturaleza de los derechos sociales en el diseño institucional. Más allá de la fundamentación sobre la naturaleza de estos como obligaciones morales, lo cierto es que la garantía de los derechos se transforma en relevante cuando las reglas de responsabilidad colectiva –aquellas que inevitablemente tenemos por vivir en sociedad– fallan. Es en esas condiciones donde el sistema legal debe establecer un régimen que haga posible su ejercicio, de lo contrario son cláusulas declarativas de nula consecuencia efectiva. Como recuerdan Micklethwait y Wooldridge, el propio Stuart Mill –a quien los defensores del Estado liberal reivindican– destacó la importancia de las obligaciones públicas precisamente cuando las condiciones colectivas fallaban.
De un modo sutil, pero elegante, indujo la respuesta cuando preguntó: “¿Cómo las personas pueden juzgar a cada individuo por sus méritos cuando los burros van a Eton y los genios son enviados a limpiar chimeneas?¿Cómo pueden alcanzar su pleno potencial a menos que la sociedad juegue un papel proporcionándoles un buen comienzo en la vida?”. Es evidente que entre nosotros no será Eton, pero es obvio que el ejemplo es pertinente. Los críticos olvidan el rol que en la actualidad cumplen los derechos sociales en el diseño de políticas públicas, como garantías de umbrales de dignidad para satisfacer aquellas obligaciones que no estamos voluntariamente dispuestos a cumplir frente a terceros.
Por eso, quienes promueven una agenda de seguridad y critican la de derechos sociales, olvidan algo elemental: todos los derechos cuestan dinero. Eso vale para la gratuidad en educación, pero también para la protección de la propiedad.