En Aquellos años del Boom, de Xavi Ayén (RBA), la editora Esther Tusquets dice unas palabras reveladoras sobre Carmen Balcells, la todopoderosa agente literaria española que acaba de fallecer: “Es capaz de realizar contigo los actos más sorprendentemente generosos, pero también los más injustos. La clave es que sean actos arbitrarios, porque la arbitrariedad es la marca del poder”. Tusquets recuerda que un día Balcells le preguntó quién era a su juicio el autor más importante de la literatura, y que después de que ella respondiera que Joyce, ella le cedió sus derechos gratuitamente.
"Con Balcells todo cambió: se convirtió en una representante feroz de los autores, alguien que estaba ahí para que el escritor solo se dedicara a escribir".
Así era Balcells, la agente que marcó un antes y un después en el largo camino hacia la profesionalización del campo literario hispanoamericano. Los editores la respetaban y le temían, sus escritores la veneraban, otros agentes se moldeaban en ella (hubo quienes decidieron ser agentes por seguir su estela). Fue, a fines de los 50, una de las primeras en ese rubro, y gracias a su olfato, su viveza e incluso sus falencias –no leía bien en inglés— se fue haciendo con los derechos de los escritores del boom latinoamericano (sobre todo de García Márquez y Vargas Llosa; junto a Isabel Allende, llegaron a representar el 70% de la facturación de la agencia).
Hoy es normal pensar que los contratos se firman por un libro y que los derechos de traducción de una obra le corresponden al autor, pero a fines de los 50 eso no estaba tan claro: los editores se pasaban a los autores más interesantes de sus sellos, se firmaban contratos indefinidos, y los autores debían sentirse felices si eran traducidos. Tampoco era tan obvio que el agente tuviera que ser el gran defensor del escritor. Con Balcells todo eso cambió: se convirtió en una representante feroz de los autores, alguien que estaba ahí para que el escritor solo se dedicara a escribir. Las cosas que consiguió para algunos de sus representados de primer nivel fueron tan buenas que produjeron una perversa distorsión: hay escritores que desde entonces se miden con la vara de lo que su agente es capaz de conseguirles.
La agencia sigue ocupando un lugar de privilegio, pero se enfrenta a un panorama editorial complejo, en el que costará mantener tanto poder y tantos autores de prestigio –seis premios Nobel– conseguidos a lo largo de medio siglo. El desembarco de la agencia de Andrew Wylie en España, por un lado, y por otro la aparición de una nueva generación de agentes y el hecho mismo de que algunas editoriales se dediquen a representar a sus autores, auguran una mayor división de espacios. La forma tan personalista en que Balcells manejó todo, además, asegura la imposibilidad de sucederla, por más que desde hace un buen tiempo ella hubiera estado preparando a la agencia para el momento de su desaparición. Después de todo, ¿quién sería capaz hoy de prestarle 500 dólares mensuales a un joven escritor para que no tenga que trabajar y termine en paz su obra maestra, como hizo ella con Vargas Llosa mientras escribía Conversación en la Catedral?