Por María de los Ángeles Fernandez, analista política Septiembre 17, 2015

La reciente encuesta CEP ratificó la caída de la aprobación presidencial, llegando a su mínimo histórico de 22%. El gobierno ostenta un magro 15% y el resto de las instituciones están en la estocada. La pregunta del momento es cómo recuperar la confianza. Hasta el politólogo Francis Fukuyama, quien la definió “como una consecuencia del capital social, entendido como la habilidad de las personas para trabajar juntas en torno a propósitos comunes, grupos y organizaciones”, vino el año pasado y no supo darnos una receta. La presidenta Bachelet, que aparecía como su última depositaria, aparece hoy herida en el ala por el caso Caval. Intentó revertir la situación con cirugía mayor de su gabinete además de instalar la Comisión Engel. Sus recomendaciones en materia de probidad sortean, no sin resistencias, los meandros legislativos de un Senado donde el 20% de sus miembros tiene que verle la cara a la Fiscalía.

Los efectos buscados no se observan. Las razones:medidas lentas y parciales, declaraciones contradictorias, falta de innovación política, pero también algunas tentaciones. Ejemplos de ello son la fuga hacia adelante (debate presidencial) y el atajo. Este último, bajo la forma de nostalgia, tiene en la apelación a la lógica de los acuerdos de los noventa su mejor expresión. Nadie que aspire a estar en mínima sintonía con lo que en el país sucede podría soñar en reeditar sus lógicas cupulares.

Resulta tan engañoso pensar que las diferencias se centran sólo en objetivos o en medios como que la confianza surgirá mágicamente de los brotes verdes de las reformas o de la aprobación de reformas políticas acotadas. El dilema parece estar en las reglas fundamentales que dirigen el funcionamiento del sistema político. Aunque el consenso es una cuestión de grado, habría coincidencia en afirmar que el de la transición está agotado y no hay, por ahora, otro de recambio. ¿No estará acá el vacío del que todo el mundo habla?

Su no resolución tiene varias consecuencias, pero una importante es que hipoteca las posibilidades del desarrollo. Los países que se precian de tales poseen algo que hoy no tenemos: un conjunto de creencias ampliamente compartidas, así como un clima consensual de fondo. Es por ello que el proceso constituyente, que algunos consideran innecesario, resulta inescapable. Tan importante como precisar el mecanismo o la inducción exprés de una formación ciudadana ausente por décadas, es concretar bases mínimas para un diálogo que anteceda a la confianza.

La proliferación de mesas y comisiones resulta insuficiente y, al parecer, el diálogo público-privado no arranca. Como país, hemos puesto más empeño en analizar los conflictos que en indagar cómo se produce la colaboración. Pero hay dos ámbitos que podrían contribuir a salir de la inercia. Por un lado está el Estado. A todos importa, porque, aunque algunos lo quisieran, no es posible prescindir de él. Más allá de una modernización refugiada en la ilusión digital, contiene todavía mucho anacronismo.

Su política de personas debiera priorizar las mal llamadas habilidades blandas. La mediación y la conexión resultan vitales en una sociedad con sólo un 13% de confianza interpersonal y donde el sentido de propósito común es débil. ¿Por qué no pensar en reeditar, en versión 2.0, lo que fue el Consorcio de Reforma del Estado? Por otro, el sector de la economía social, que incluye cooperativas, asociaciones gremiales y empresas B, constituye un driver importante para promover capital social.

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