Por Gonzalo Cordero Octubre 20, 2015

La Nueva Mayoría ha sido exitosa en el objetivo político de instalar que Chile necesita una nueva constitución, lo que se ha logrado gracias a un abanico de razones adjetivas o derechamente artificiales.  Con todo, hay dos que parecen ser las más recurridas: la ilegitimidad de origen; y el que la actual carta fundamental establecería en forma pétrea el modelo de desarrollo neoliberal, entregándole a la “minoría de derecha” una capacidad de veto para impedir cualquier cambio –es la tesis de la constitución tramposa de Atria-, de manera que necesitamos una suerte de constitución “neutra” que nos identifique a todos.

Antes de entrar al fondo de estas críticas, es imprescindible resaltar que nadie ha podido argumentar en forma seria que el articulado constitucional es el causante de algún problema importante de nuestra convivencia social, de falta de resguardo de los derechos fundamentales, de falta de control del poder estatal o que es incapaz de resolver los conflictos políticos e institucionales.

Este, que debiera ser el punto central en debate, se omite, a pesar de que es obvio que “el peso de la prueba” recae en el que promueve una nueva Constitución.  Sin embargo, la pregunta concreta: ¿qué funciona mal en Chile por deficiente regulación constitucional? Sigue sin respuesta.

Vamos a las razones que sí se esgrimen.

La ilegitimidad de origen es un argumento muy pobre; primero, porque todo constituyente originario es, por definición, alguien que rompió con el orden jurídico establecido, de manera que siempre hay al menos un punto de vista que cuestiona su legitimidad.  Segundo, porque aunque se acepte como bueno el criterio de la ilegitimidad de origen, no puede soslayarse que desde el año 1989 la Constitución ha sido profusamente modificada en democracia, al punto que bajo la administración de don Ricardo Lagos se promulgó formalmente una constitución con su firma.  Tercero, en derecho hay un aforismo que dice “donde existe la misma razón existe la misma disposición”: o sea, si la constitución es ilegítima, también lo serían, y con mayor razón, todas las normas jurídicas dictadas en el periodo de gobierno de Pinochet, todas las normas de rango inferior dictadas bajo este orden constitucional supuestamente ilegítimo y todas las autoridades que han ejercido potestades públicas bajo su vigencia.

"Seamos claros, no se trata aquí de ir desde una constitución que tiene posición a otra neutra, sino de cambiar una “cierta idea del derecho” por otra.  Por eso sostengo que tras el discurso de la nueva constitución está el intento de constitucionalizar el proyecto político de la izquierda más ideologizada, estableciendo un ordenamiento constitucional que configurará ciertos derechos colectivos, llamados sociales, a los que se dará preeminencia por sobre los derechos individuales".

Esta línea de razonamiento conduce a un resultado absurdo e imposible de aplicar, frente al cual la única respuesta viable es decir que, ante la imposibilidad material de asumir todas las consecuencias de la pretendida ilegitimidad, se opta por la que sería más grave, que es la de la constitución misma.  Pero eso equivale a decir, entonces, que la justificación del cambio no está en la ilegitimidad, sino en una evaluación meramente política acerca de las “ilegitimidades” que son tolerables y las que no.  Por eso Kelsen, autor positivista tan valorado por los juristas de izquierda, piensa que este tipo de discusión carece de importancia práctica, pues no conduce a ningún resultado útil.

El argumento de la constitución neutra es otra falacia, pues toda constitución tiene lo que don Alejandro Silva Bascuñán llamaba “una cierta idea del derecho” y, por ende, una aproximación al origen del poder y sus límites, así como de la naturaleza y jerarquía de los derechos individuales.  De hecho, los promotores de la asamblea constituyente están defendiendo un mecanismo de generación del pacto jurídico y social que simbólicamente representa la naturaleza contractualista de los derechos. Alternativa distinta al texto vigente, que se basa en la existencia de derechos naturales de la persona humana, que son anteriores y superiores a la organización política.

Pero seamos claros, no se trata aquí de ir desde una constitución que tiene posición a otra neutra, sino de cambiar una “cierta idea del derecho” por otra.  Por eso sostengo que tras el discurso de la nueva constitución está el intento de constitucionalizar el proyecto político de la izquierda más ideologizada, estableciendo un ordenamiento constitucional que configurará ciertos derechos colectivos, llamados sociales, a los que se dará preeminencia por sobre los derechos individuales.

De aquí que la amenaza al derecho de propiedad, libertad de enseñanza, de asociación y otros, no es una mera campaña del terror de algunos paranoicos, sino una aprehensión evidente frente al discurso de la nueva constitución.

La Presidenta ha planteado 4 mecanismos para reformar la Constitución, de manera que el actual Congreso decida cuál prefiere, para que sean los parlamentarios elegidos el 2017 los que lo apliquen.  Este parece ser un movimiento táctico, por el que tácitamente se reconoce que la promesa de nueva constitución es un objetivo políticamente inviable para la actual administración; pero, al mismo tiempo, no se renuncia a su condición de objetivo de largo plazo.

Chile no necesita una nueva constitución, pero el proyecto político de la izquierda sí.  Sería bueno sincerar el debate.

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