La reforma a la educación superior es la promesa del gobierno que más expectativas genera en la ciudadanía y en ella se juega buena parte de la credibilidad de la Nueva Mayoría. No obstante, la Ley de Educación Superior presentada no dejó a nadie contento y tal como señalaron los rectores, parece un proyecto que “consolida el mercado”.
¿Cómo es posible esto? El proyecto confunde más que clarifica, con 170 páginas y cerca de 300 artículos. La reforma educacional de Frei Montalva, quizás el cambio educacional más ambicioso que se haya implementado en nuestro país, se construyó a partir de una Ley de 6 artículos. Hoy el debate adquiere un talante artificialmente técnico, que obstruye la deliberación pública.
El proyecto manifiesta la enrevesada presión de múltiples intereses que agudizan las conocidas dificultades de conducción del gobierno. Por eso, para comprender este entuerto hay que dirigir la mirada a otra parte: A los grandes intereses en juego en la educación superior.
Aunque en la arena pública sobresalen los rectores de instituciones tradicionales como voceros principales de la educación superior, la expansión de la enseñanza terciaria no ha acrecentado el peso de aquellos planteles históricos. No alcanzan siquiera un 20% de la matrícula total. La expansión corre a manos de la educación superior privada impulsada desde 1981, que hoy cubre a más del 80% de los estudiantes.
Una educación privada que crece en matrículas, pero disminuye en instituciones. Es decir, se concentra. Grandes controladores abarcan varios planteles. INACAP, hoy en manos de la CPC, supera los 100.000 estudiantes entre su Universidad, IP y CFT. El grupo transnacional Laureate llega a una cifra similar, entre las Universidades Andrés Bello, Las Américas y el IP AIEP. A ellos se suman otros inversionistas extranjeros, la Iglesia Católica y grupos empresariales locales. Menos de una decena de controladores educa a la inmensa mayoría de los estudiantes chilenos.
Este nuevo sector privado entendió hace mucho que tenía que controlar el Estado. Así colonizó a la Concertación. Y no a figuras marginales. Conquistó a sus principales líderes, quienes animaron el Foro de la Educación Superior en los años ochenta, un espacio de discusión entre figuras de oposición y del régimen, que sentó las bases para las políticas de las décadas venideras. En el aparato público, varias figuras traban contacto como reguladores con la ascendente educación privada.
Es la historia de Pilar Armanet (PPD), jefa de la división de educación superior en el gobierno de Lagos, y vocera de Gobierno en el primer gobierno de Bachelet, antes de asumir como vicerrectora y luego rectora de la Universidad de las Américas, además de presidir hoy la Corporación de Universidades Privadas, que reúne a los planteles con peor acreditación del sistema privado, muchas investigadas por lucro. Ahí comparte mesa con Hugo Lavados (DC), rector de la Universidad San Sebastián y ministro de economía de Bachelet entre 2008 y 2010. También Gutenberg Martínez (DC) de la Universidad Miguel de Cervantes, entre otros.
En estos vínculos surge un poder que no se expresa con transparencia. No plantea ideas ni defiende sus posiciones en forma abierta, sino que actúa de facto, copando el espacio de reguladores y técnicos. Su influencia determinante sobre la política formal, permite imponer discursos “técnicos” que obstruyen un debate público amplio sobre estas políticas. Pues, de neutralidad técnica nada, y tampoco de técnica en sí, cabe agregar.
Se da así la paradoja de un mercado educativo que no corre riesgos de competencia. Son nichos de acumulación regulados, cautivos. Por lo mismo, no necesita invertir en calidad, sino apenas descansar en el lobby sobre las autoridades de turno. Su principal fuente de ganancia es el control de los subsidios que, en el discurso, se diseñan para regular el mercado, y se focalizan en los estudiantes más “vulnerables”. Un poder autoritario, no emanado de la dictadura sino de la propia Concertación, que se instala sobre las esferas de dirección de la educación superior chilena. Un rentismo de recursos públicos que crece pero no ofrece calidad. Una educación cara y mala. Una gran estafa con cargo a las familias y al fisco.
Por eso no debe extrañar el peso que ejerce este poder en el escenario público, y la dificultad para ubicarlo en la izquierda o en la derecha. En tal esfuerzo coinciden figuras progresistas y de derecha, con la misma transversalidad que sus boletas de SQM. El lobby lleva a los Rectores de las instituciones tradicionales a bregar por “tratos preferentes” para alcanzar algún peso en los recursos invertidos en educación. A pesar de su insignificancia económica, es una disputa simbólicamente relevante. Se les presenta en editoriales como defensores de intereses corporativos, despreocupados de los estudiantes vulnerables. En realidad, y lo saben los editorialistas, no importa quien gane, si el G9 o las estatales; la educación seguirá siendo la misma.
En el pináculo de esta trama, ministros como Eyzaguirre (PPD) y Valdés (PPD) insisten en una “desmercantilización” técnicamente eficiente y responsable con las arcas fiscales, en medio del despilfarro de recursos públicos por la vía del CAE y los subsidios al lucro. La gratuidad termina beneficiando a las instituciones privadas (y no a las mejores), concluye el Consejo Nacional de Educación. Es la antesala del golpe final: la gratuidad que se levantó como demanda de desmercantilización y de reconstrucción de lo público, es revertida y transformada en vehículo de acumulación rentista.
El propio PPD, partido de la ministra Delpiano, reúne a varios de los principales defensores del lucro en la educación. El mayor obstáculo que hoy enfrenta una reforma que sitúa en el centro la educación pública, gratuita y de calidad no es Ignacio Walker y su conservadurismo ideológico, no es la DC ni la UDI. Son los agentes de grupos transnacionales vinculados orgánicamente con la Concertación, que influyen en la nominación de reguladores y equipos técnicos, presionan y modifican las regulaciones con tal de debilitarlas y hacerlas funcionar a su conveniencia. Así se mantiene el CAE sin que nadie pueda justificarlo técnicamente; así se mantiene en el sistema de acreditación; así se acrecienta el subsidio a los privados.
La hegemonía de la educación privada, masiva y lucrativa termina naturalizada. Muchas voluntades de cambio se rinden ante ello. Finalmente aceptan que la educación superior es mercado o romanticismo estatista, como dice Brunner. Se impone la “igualdad de trato” entre instituciones públicas y privadas, el fin de aportes basales a manos de “fondos basales por desempeño” que no son ni basales ni se asignan por desempeño (se negocian y cuotean), la reducción de lo esencial del financiamiento al voucher llamado gratuidad, la cesión de la fijación de su monto a las controladas tecnocracias (estas sí financiadas con presupuesto público basal, de libre disposición y enormes salarios), y la expropiación a los académicos y sus instituciones de los mecanismos de admisión y elaboración de políticas. No es que el proyecto carezca de aspectos positivos. Los hay. Pero se ahogan en profundizar el mercado educacional estimulado por la Concertación.
Todo esto obstaculiza la idea que los recursos públicos se canalicen a las instituciones públicas y a las privadas de mayor calidad, para recuperar un sistema mixto de hegemonía pública en la matrícula. En lugar de una expansión de los cupos públicos y gratuitos, controlada, colaborativa y seria, que mejore la calidad y modernice la docencia, que aumente las plantas académicas de las instituciones que más investigan, qué más cultura crean; en vez de estas medidas de sentido común, los reguladores dan un sinfín de vueltas para traspasar más fondos aún al mercado.
Una reforma a la educación superior aún es posible. Requiere un acuerdo entre los mejores exponentes del sistema universitario actual para lograr su expansión, sin descuidar a los estudiantes y las familias que más padecen el sistema desregulado. Esto requiere enfrentar los intereses del lucro en el sistema de educación superior y a los cuadros políticos que lo sustentan. Construir esta reforma, además de atender la sentida demanda por un cambio en el sistema educacional, es el primer paso para recuperar la perspectiva de proyecto histórico que se ha desvanecido de la política chilena actual.