Fue el 12 de octubre de 1833. Ese día el Baltimore Saturday Visiter anunció que el cuento ganador de su concurso literario tenía por título “Manuscrito hallado en una botella”. Junto con su publicación en el semanario, el certamen entregaba a su autor, un joven de 23 años, ex sargento de West Point y entonces profesor particular de diversas materias, pero sin muchos alumnos, un premio de 50 dólares. El dinero, como es de suponer, se fue rápido, pero desde entonces el nombre de Edgar Allan Poe tuvo notoriedad gracias a un relato de doce páginas que, según los entendidos, es su primera obra maestra.
Leí “Manuscrito hallado en una botella” durante un paseo a la playa donde lo que más había era, justamente, botellas. Un grupo de estudiantes de periodismo y diseño gráfico publicábamos dos o tres veces al año una caótica revista cuyas reuniones de pauta se efectuaban en algún punto del litoral antofagastino. Aquello fue en 1994 y hoy, más de 20 años después, cuando vuelvo a la historia de ese barco infame empujado por la corriente rumbo al Polo (y hacia el abismo), la sensación es completamente diferente. Sobre todo, por el peso de su primera línea, que entonces pasó a segundo plano frente a las aventuras del marinero protagonista. Ahora, en cambio, es imposible obviarla: “Nada tengo que decir de mi patria ni de mi familia”. Así parte.
No sé cuántos lectores recordarán aquel comienzo ni el de “La máscara de la muerte roja” o el de “Berenice”, pero seguro que lo central de sus historias, más o menos borrosas, no se ha movido de nuestra memoria. Poe no se acaba nunca y siempre vuelve con algo más. Así lo prueban las monumentales 1.260 páginas de Cuentos completos, publicado recientemente por Penguin, y que reúne 70 relatos de los cuales siete se mantenían inéditos en español. Uno de ellos, de hecho, es el primero del autor considerado como tal. Se llama “Un sueño”, fue descubierto en 1917 y habría sido escrito cuando tenía poco más de 20 años. ¿La anécdota? La historia de uno de los hombres encargados de martillar a Jesús sobre la cruz.
Además de un contundente análisis preliminar, cada pieza de Cuentos completos tiene una nota que contextualiza su origen. Son tantos datos que bien pudieron ser un libro aparte: ¿Sabía usted que “El escarabajo de oro” (1843) fue su relato comercialmente más exitoso y del que se vendieron 300 mil copias en menos de un año?
Así como nunca ocultó la sensación de que los mayores logros estéticos los tuvo como poeta (jamás pudo sacarse “El cuervo”), Poe también asumió que las reglas de elaboración del relato breve eran innegociables.
“Un artista literario diestro ha construido un cuento. Si es juicioso, no habrá amoldado sus pensamientos a los incidentes, sino que, tras haber concebido con pausa y cuidado cierto efecto único y singular que desea lograr, inventará entonces tales incidentes, combinará entonces tales acontecimientos para que contribuyan de la mejor manera posible a establecer ese efecto preconcebido”, escribía en 1842 en Graham’s Magazine en defensa de la narración perfecta y matemática, pues mediante un plan de escritura podía lograrse en el lector un efecto tan contundente como un puñetazo.
Los tiempos han cambiado y hoy los manuales de escritura están obsoletos, sin embargo cada vez que nos topamos con algo de Poe en la librería no podemos sino recordar dónde estábamos cuando leímos sus cuentos por primera vez ni menos dónde fue que nos pegaron.