Michelle Bachelet 25,1%
Se ha perfilado como un estupendo candidato para encabezar, en el Museo de Historia Natural, una exposición interactiva sobre la era cavernaria. Nos referimos a José Antonio Kast –el Jemmy Button de lo ultramontano–, a cuyo lado podría estar, representando a la caverna rival, Eduardo Artés. Ambos dentro de una caja de vidrio giratoria hablando 24/7.
Entre esos extremos siameses existe Chile, del que Bachelet es presidenta como mejor puede. En 2013, Rafael Gumucio escribió: “Ella resulta un recreo, un perdón, una escapatoria”. Escapatoria a los cavernarios que tanto determinan a este país y recreo a esa manera tan chilena de hacer política: desde arriba y desde lejos. Bachelet ha mostrado una muy vilipendiada cercanía, que no es en sí misma un defecto ni una virtud sino, simplemente, una característica compuesta por defectos y virtudes como la improvisación, la empatía, el atrevimiento, la informalidad y cierta propensión a lo errático, al chascarro incluso, impensable en liderazgos tradicionales como los de Lagos o Aylwin (Piñera, en esto último, es también cercano al chileno medio, sólo que multimillonario y poco conectado, o sea en verdad lejanísimo, pero chistoso igual).
Más que una chilena común, Bachelet es una hiperchilena cuya vida –notablemente narrada en la biografía de Andrea Insunza y Javier Ortega– es como un espejo convexo de la reciente historia nacional: su infancia y juventud las pasó entre el mundo militar y la izquierda activa, sus estudios de Medicina los empezó en plena efervescencia revolucionaria, militando en la Juventud Socialista hasta que llegó el golpe y la muerte de su padre estando detenido por sus propios camaradas de la FACH, y luego el duelo sin sosiego, el paso por Villa Grimaldi junto a su madre, el exilio, el amor, la maternidad a solas, el regreso a Chile, la culminación de los estudios, la resistencia clandestina. Y después la democracia, el trabajo en Conasida y la vida rutinaria en el país jaguar hasta que el 2000 es nombrada ministra de Salud por Lagos, con quien sólo congenió cuando la cambió a Defensa, desatando un simbolismo que llegó al climax el día que Bachelet se dejó ver vestida de militar arriba de un tanque, foto que será recordada como el verdadero fin de la transición y que le dio a ella el vuelo inicial para convertirse en la primera mujer en gobernar esta larga y angosta caverna.
Se irá con el país muy cambiado: sin binominal, con gratuidad educacional, con un notorio aumento de las libertades individuales, una reforma tributaria tan perfectible como necesaria, un AUGE robustecido y las puertas felizmente abiertas a la inmigración.
Y más encima es dicharachera. No vacila entre cuidar la productividad o alargar por decreto un feriado patrio que tocó corto. Bachelet representa a un Chile no exitista ni avasallador como Piñera, ni serio y enojón como Lagos, ni parco y melindroso como Frei, ni lejano y tan Tata Colores como Aylwin, ni vulgar y sanguinario como Pinochet. Es con Allende, posiblemente, con quien tiene un carácter más afín, aunque él era un intelectual y gran orador, mientras que Bachelet, como dicen los actores, es más de piel, y cuando habla trastabilla como la carreta desengrasada de Atahualpa Yupanqui. Ser cercanos implicó, para ambos, meter a menudo la pata, a veces la pierna entera: ahí están los pasos en falso de Bachelet en la cuestión mapuche o sus estridentes silencios en el caso Caval –pero bueno, medio Chile tiene un hijo que da jugos difíciles de tragar sin que se descomponga la expresión–. Como sea, esa misma cercanía de Allende y Bachelet con la población ha permitido que el peso de la noche haya dado paso, aunque sea un poco, al vuelo del día, que vendría siendo una mínima correspondencia entre el deseo más o menos manifiesto de la mayoría y lo que los políticos representan y hacen.
Más que una presidenta chilena, Bachelet es una chilena presidenta. De ahí, por ejemplo, esa sinceridad tan poco republicana (“mi intuición me dijo que debía parar el Transantiago”, comentó en pleno caos el 2007) y cierta proclividad a las gauchadas indecorosas, como poner a
Javiera Blanco en el CDE. Pero la imperfección de Bachelet es la clave de su entereza. Cuántos auguraron al principio de sus dos gobiernos que no llegaría al final, que caería como las acciones del grupo Penta tras el encarcelamiento de sus dueños. Pero sobreponiéndose al machismo hasta de sus correligionarios (“en tierra de hombres”, según Patricia Politzer, hubo de gobernar) y a sus propios zigzagueos, no cayó y hela ahí, pronta a acabar un segundo gobierno, con la economía decaída –aunque repuntando– y con una deuda fiscal más pesada que mochila de scout, pero no con el país en el suelo, y sí muy cambiado: sin binominal, con la gratuidad educacional activada (Piñera mismo ha aclarado que no vendrá a quitarle los patines a nadie), con un notorio aumento de las libertades individuales, una reforma tributaria tan perfectible como necesaria, un AUGE robustecido y las puertas felizmente abiertas a la inmigración.
“Lo que más me gusta es bailar”, dijo una vez, y se ve que las caderas las mueve con más destreza que los índices económicos. Y aunque en sus gobiernos le ha tocado bailar con la fea (si Allende se vio desbordado por los Altamiranos, Bachelet fue traicionada por los Jorge Burgos), en la recta final se picó, cambió la música y así es como ahora se la ve bailando la pegajosa cumbia del legado, cuyo coro viene a decir que esa entelequia llamada “el horizonte de lo posible” hoy en Chile queda más lejos. No sería raro que en vez de cerrar Punta Peuco decida abrirlo para recibir a los condenados que caigan por SQM. Ese sí que sería remache: una geometría narrativa sensacional.
En una alternancia sicótica, es probable que le entregue el gobierno a Piñera, cuya luna de miel con la ciudadanía es igualmente probable que dure poco. Y ahí estará Bachelet, liberada de esos incómodos trajes de dos piezas, bailando bachata mientras contempla un país revuelto pero menos cavernario, un Chile que al cumplirse cien años de Violeta ya no limita tan al centro de la injusticia –he ahí la flamante nueva ley de equidad tarifaria–, un país menos Kast, menos Artés, un Chile que ya no es el mismo que hace cinco años: para muchos es o será mejor. Para todos los demás existe Bancard.