Por Gabriela Cañas* Enero 9, 2010

Bernard Kouchner estudió Medicina en París y se especializó en gastroenterología. En 1971, fundó con varios amigos Médicos Sin Fronteras. Su organización ganó en 1999 el Nobel de la Paz, pero él la abandonó por discrepancias con su forma de actuar. Fue eurodiputado, representante de la ONU en Kosovo, ministro socialista dos veces y en las elecciones presidenciales del 2007 hizo campaña por Ségolène Royal. Sin embargo, sólo días después de que la candidata de izquierda perdiera, aceptó -sorpresivamente- la oferta de Nicolas Sarkozy de ser su ministro de Relaciones Exteriores.

Kouchner es un personaje singular. En 1987, lanzó su campaña contra el principio de no injerencia. Le resultaba y le resulta inadmisible que haya que esperar el permiso de las autoridades nacionales para auxiliar a ciudadanos en apuros. Es lo que él mismo bautizó en un libro como "El deber de injerencia". Una resolución de la ONU hizo suya en 1989 esta nueva doctrina humanitaria que hoy sigue sufriendo tropiezos insuperables.

Su gran notoriedad y alta popularidad, que le permiten tener luz propia en la escena política francesa, han hecho correr ríos de tinta a su favor y en su contra.

En noviembre pasado cumplió 70 años, pero, fiel a su imagen, mantiene un llamativo aire juvenil. Se mueve con agilidad, habla con pasión, hace continuas inflexiones de voz, bromea, usa un lenguaje coloquial (que a posteriori se siente obligado a matizar, especialmente cuando critica a la izquierda), ríe como un adolescente y de vez en cuando se atusa esa melena que no le ha abandonado con la edad.

La sede del Ministerio de Asuntos Exteriores y Europeos de Francia es un impresionante palacio a orillas del Sena, como lo es su propio despacho, de dimensiones desmesuradas. Él toma asiento en una de las sillas concentradas en desordenado círculo en un rincón. Se sienta de espaldas al despacho, casi de frente a la pared, como si fuera a confesarse en vez de a conceder una entrevista, y a mitad de la misma abre el ventanal situado tras su mesa de despacho y continuamos conversando dando un paseo por el espléndido jardín que hoy acaricia un templado sol de mayo.

-A usted le han llamado traidor, divo de lo humanitario, cínico, felón...

-No me importa. De verdad. Es hiriente oírle a usted repetir eso. Yo nunca he leído las críticas sobre mí. Aprendí que era el gran remedio contra la muerte. La gente dice tal cosa (con gesto de desprecio). Paso.

-¿Cómo se definiría a usted mismo?

-Soy un militante.

-Pero no de un partido.

-Sí. De un partido también. Aunque es el partido (socialista francés) el que ha cambiado.

-Pero usted siempre ha dicho de sí mismo que no era un hombre de partido.

-Efectivamente, es que no soy un hombre de partido. Soy un militante, que es otra cosa. Soy un militante de la justicia, de la igualdad, de lo internacional, de los derechos humanos. A veces los partidos cambian. Mire, señora, usted pertenece a un país dirigido por un partido socialista. Somos muy amigos de Zapatero, de Moratinos... No tenemos una sola diferencia con ellos. Siempre estamos de acuerdo. Estamos de acuerdo con todos los partidos socialistas de Europa, salvo con uno: el Partido Socialista Francés. Todo el mundo nos ha agradecido nuestro regreso a la OTAN, excepto el PSF. Por eso tuve que irme del PSF. Los pobres socialistas franceses no entienden que contra la crisis se necesita unidad nacional y que en Europa se necesita la unidad nacional para las grandes ideas, pues es normal que haya diferencias, pero no en lo esencial. ¿Usted cree que hay una Europa socialista y una Europa de derechas? No es cierto.

-No estoy convencida de eso. Hay grandes diferencias, sobre todo en los asuntos éticos, morales, como la investigación con células madre, o la directiva del tiempo de trabajo...

-Hablar de horarios cuando el problema es que no hay trabajo... ¿Qué hacer? Como sabe, las medidas sociales dependen de cada país. Nosotros hemos sido los mejores: las 35 horas. Fue un error. Los que quieran elevar los beneficios sociales pueden hacerlo, pero no lo han hecho. No hay una Europa de izquierdas. Eso es así. Con Zapatero estamos totalmente de acuerdo. Como estamos de acuerdo con Brown o con Merkel.

-Hay diferencias en la concepción del Estado. La defensa de la protección social frente al liberalismo económico.

-¿Qué es lo que ha cambiado Sarkozy en Francia respecto a la protección social? Nada. Y es de derechas (se ríe). ¿Qué mejoras hizo al respecto la izquierda? Las 35 horas. ¿Está bien? No estoy seguro. Ya cuando era ministro socialista dije en el hospital que era una tontería absoluta porque los enfermos no lo son durante 35 horas a la semana. Son enfermos las 24 horas del día.

Hablando de conversos

-Por supuesto, pero se pueden establecer turnos.

-No, no se puede. Se necesitaron 70.000 puestos de trabajo y se obligó a los hospitales a pagar más y trabajar más. Y eso que entonces disponíamos de crecimiento económico, lo que hoy ya no existe. Yo hice entonces un informe sobre eso. Era ministro de Sanidad. Y dije: (en español) "Nunca jamás".

-Eso es algo característico de usted. Decir lo que piensa, aunque su opinión sea contraria al gobierno para el que trabaja.

-Sí, siempre lo he intentado. Y a veces tengo razón. Quizá el ejemplo del hospital es un poco particular y hay empresas en las que es más lógico recortar los horarios (en caso de trabajos especialmente duros). El hospital es sólo un ejemplo, pero el hospital es la vida. Es un atajo de la vida y de la sociedad.

-Usted siempre se ha considerado de izquierdas, ¿verdad?

-Sí, de izquierdas. Mi concepción es de izquierdas: estar cerca de la gente o, al menos, intentarlo.

-¿Cómo consiguió Sarkozy convencerle para que aceptara trabajar con él?

-Repasamos todos los grandes asuntos: la OTAN, Oriente Próximo, la política con Latinoamérica, las relaciones con los países en desarrollo... Y estábamos de acuerdo. Yo no había votado por el señor Sarkozy. Pero ésa era su promesa de apertura. Si yo hubiera votado por él no habría sido expresión de su política.

-¿Usted lo conocía?

-Sí, pero poco. Hice un debate contra él hace mucho tiempo en la televisión durante una hora y media o dos y creo que habíamos coincidido en una comida hace veinte años.

-¿Qué le dijo? ¿Le explicó por qué había pensado en usted para ser ministro de Exteriores?

-Me dijo que ahora era el presidente de todos los franceses, que quería la apertura y que propondría a algunos socialistas para trabajar por Europa. Cuando me dijo que quería incorporarse a la OTAN le pregunté ¿por qué?, y él me contestó que para construir la defensa europea, algo que yo defiendo desde hace tiempo. Sobre la entrada de Turquía a la Unión Europea no estábamos muy de acuerdo. Y yo le dije que intentaría convencerle. Fue el único punto de desacuerdo, pero, de nuevo, todos los partidos socialistas europeos han estado de acuerdo con él.

-¿Le puso usted a Sarkozy alguna condición para aceptar la oferta de entrar en el gobierno?

-No, ninguna, salvo la libertad de reaccionar. Porque a mí me gusta la libertad absoluta. Si no soy capaz de convencerle de algo, él es el presidente. Él es quien decide. Pero intento convencerle. El presidente sabía que yo estaba contra la política de inmigración. Yo me equivocaba. Porque es buena. La prueba es que ha sido aceptada por toda Europa.

-¿Cómo consiguió Sarkozy convencerle para que aceptara trabajar con él? -Repasamos todos los grandes asuntos: la OTAN, Oriente Próximo, la política con Latinoamérica, las relaciones con los países en desarrollo... Y estábamos de acuerdo. Yo no había votado por el señor Sarkozy. Pero ésa era su promesa de apertura.

-¿Cuál es su secreto para que le permitan decir siempre abiertamente lo que piensa?

-Si algún día dejara de poder hacerlo, me iría. Es muy simple. No soy un político profesional. Puedo ganarme muy bien la vida en mi otra ocupación. Mucho mejor, diría yo. Por eso no tengo nada que hacer con la gente del partido socialista, salvo con Michel Rocard -ex primer ministro socialista-, que tiene su despacho aquí arriba (señala el techo del despacho). Soy un hombre libre. No me gustan los partidos políticos. Sé que son indispensables y que soy yo el patológico. Así que, sí, digo siempre lo que pienso. Pero es que es muy fácil discutir con Sarkozy. Mucho más fácil que con François Mitterrand y que con Jacques Chirac.

-¿Se puede hablar de amistad entre ustedes?

-Sí, seguramente. Pero él es el Presidente de la República, elegido por los franceses. Yo sólo soy su ministro de Exteriores. Pero, francamente, es muy fácil discutir con él. Porque, además, yo no tengo ningún tipo de apuesta personal. A mi edad, ser ministro de Exteriores aquí es ya una gran oportunidad. Pero no soy conocido por este cargo, sino por ser el fundador de Médicos Sin Fronteras. No tengo ninguna necesidad de notoriedad. Ya disfruto de ella. Si mañana me relevan de este puesto, no pasa nada. Al contrario.

-¿Cree que la derecha española es homologable a la derecha francesa?

-No son comparables. La política de Sarkozy es más social y un poco de izquierdas. Nicolas Sarkozy tuvo que enfrentarse a toda la derecha francesa para ser candidato a la Presidencia. Y no es un conservador. Es un aventurero de la política. Y eso cambia todo. Es un verdadero gaullista en cierta forma. Sé que los gaullistas dirán lo contrario, pero es que es muy abierto. Mire la relación con Zapatero. Es curioso. Se entienden muy bien.

* Periodista del diario El País de España

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