Terminado el gobierno anterior -donde fui asesor de la presidenta Michelle Bachelet en La Moneda-, ingresé a trabajar a un reconocido centro de estudios, Cieplan. Mi idea central es investigar y escribir acerca de economía política e institucionalidad democrática, pero no hacerlo desde una perspectiva puramente académica, sino que desde el punto de vista de un ex policy-maker.
Porque es precisamente eso lo que distingue a los think-tanks o centros de estudio: ocupan el innominado espacio entre la política y la academia, lo que genera, la mayoría de las veces, recelos en ambos polos del conocimiento de lo público.
Desde un lado se nos dice que somos muy académicos para ser políticos. Y desde el otro lado se nos dice que somos muy políticos para ser académicos. Generalmente se plantea el asunto como dilema. O te dedicas a lo uno o te dedicas a lo otro.
En las universidades se suele decir que "se politiza" el debate cuando uno sugiere incorporar variables políticas a la ecuación causal, como si "politizar" fuera una suerte de peste que es necesario desterrar.
En los partidos, en cambio, es común tratar despectivamente de "tecnócrata" a quien sugiera aplicar una simple regla de tres. Si uno de manera elegante y respetuosa argumenta que una idea es sencillamente mala, no falta el que alega "es que tú no entiendes nada de política", como si entender de política fuera una especie de licencia para proponer estupideces.
Debo reconocer que al comienzo me atormentaba y hasta fingía. Ponía cara de circunspecto en la universidad y cara de malulo en mi partido. Pero, poco a poco, me fui dando cuenta de que el dilema no existe. Que existe un amplio espacio intermedio, justo y necesario, entre el conocimiento académico y la práctica política. Platón, Weber o Gramsci se refirieron en su momento a esta incomprendida casta de sujetos. De lo que se trata es que tengan -tengamos- el adecuado espacio.
En primer lugar, hay algo de vocación intelectual. Llegamos a la ciencia política más por el interés en la política que en la ciencia. Pero, en el estudio sistemático de la política, nos fuimos también enamorando de la ciencia. Y nos gusta ser correas transmisoras en uno y otro sentido.
Muchas veces no somos los productores del conocimiento científico, pero sí lo transmitimos en nuestro ámbito de acción política. Sólo hay que recordar, por ejemplo, cuánto se benefició la política chilena de los estudios comparados acerca de los quiebres democráticos, los derechos humanos o las transiciones a la democracia.
Pero, a la inversa, así como transmitimos conocimiento académico a la política, muchas veces también transmitimos a la academia todo aquel saber de "oficio" que tiene la política. Porque a la larga, la política es un arte que lo hacen las personas. Cuántas veces no hemos visto caer la más perfecta de las teorías por culpa de la más terrenal veleidad del político de turno.
En segundo término, hay algo de vocación emocional. Nos perturba el ritmo de ambas disciplinas. Y se nos confunde el reposado amor por la rigurosidad con la pasión por la adrenalina.
A veces encontramos que la academia es muy lenta. Vemos que se suceden eventos en todo el mundo que nos motivan y entusiasman, pero los libros que los explican se publican 3, 4 ó 5 años después. Por ejemplo, ¿cuánto se había escrito acerca de las asambleas constituyentes en Latinoamérica hasta los años 90? Y ahora tenemos varias rondando. ¿No escribían los cientistas políticos acerca del neopopulismo y sus relaciones con el neoliberalismo? Y resulta que de pronto los neopopulistas se hicieron de izquierda. ¿Cuánto demora la academia en procesar las modernas técnicas de mercadeo electoral, la georreferenciación, el people meter o los cambios en los patrones de votación? Y sucede que los publicistas nos llevan mucha ventaja.
Que no se malentienda: esa cadencia es propia y necesaria en toda ciencia. Lo que simplemente digo es que hay quienes nos gusta algo más la adrenalina y nos pican los dedos por escribir antes de que se recolecte toda la información, antes de que se limpien las bases de datos, antes de que se recluten los ayudantes de investigación o antes de que se gane el fondo concursable.
Pero así como encontramos que la academia es a veces lenta, hallamos que la política a veces va demasiado rápido. Y no es que le tengamos miedo a la velocidad. Se trata sencillamente de que, como tenemos la formación científica, a veces nos produce inquietud sugerir decisiones sin el tiempo de meditación suficiente, sin contar con todos los elementos de análisis.
Pero a eso se llega a la política: a tomar decisiones en un tiempo determinado. El símil más acertado entre academia y política es entre el economista y el comerciante, donde el economista es al politólogo como el comerciante es al político. Cuántos reputados economistas son incapaces de venderle un clavo a un carpintero. Y cuántos exitosos comerciantes creen que el Financial Times sirve sólo para envolver pescado.
En definitiva, el tema pasa por resolver que a la política se llega a tomar decisiones y, en ese rol, la idea es hacer que estas decisiones sean lo más informadas y si se quiere, lo más científicas posible.
Entonces, ¿qué somos nosotros, los cientistas políticos dedicados a la política? ¿Somos el economista o somos el comerciante? Para ser justos, a menos de que compitamos directamente en elecciones, estamos más cerca del economista, sólo que con dos diferencias muy claras.
Primero, los deadlines son mucho más apremiantes y exigentes, y no admiten los extensos y flexibles plazos del método científico.
Segundo, los términos de referencia son mucho más estrictos. El aséptico publish or perish se transforma en un mucho más draconiano achúntale or perish.
El académico queda feliz con una correlación de 0,7. El problema es que a nosotros nos despiden por el 0,3 faltante. Al académico le pagan por constatar la regla general. A nosotros nos pagan por evitar la excepción.
Con todo, la labor de este espacio intermedio no puede ser más necesaria. Desde allí se informará crecientemente la discusión política de los partidos y parlamentos. En el futuro cercano -si es que no está ocurriendo ya- el político generalista e impreciso será cosa del pasado. Y eso, en parte, se deberá a los think tanks y su labor. ¿Alguien tiene algún problema?