El "modelo económico" -instaurado en los años 80 del pasado siglo, tanto en la mente de las élites como en el sistema institucional chileno- venía rengueando por efecto del desgaste propio del juego democrático y de la crisis mundial que se desató hace dos años, la que fue imputada a la borrachera antirregulatoria del capitalismo reciente. No obstante, nada ha sido más fatal para el mentado "modelo" que la gestión de este gobierno, que se suponía destinado a restablecerlo en gloria y majestad.
¿En qué consistía, en palabras simples, el "modelo económico"? Básicamente en dos principios: uno, que la autorregulación provista por el mercado es más eficiente y justa que cualquier intervención del Estado, no importa lo bienintencionados que sean los gobernantes, pues a diferencia de aquel, el mercado no responde a la voluntad humana sino a leyes propias; y dos, que la empresa privada, en tanto se mueve aguijoneada sólo por la competencia y la rentabilidad, es siempre más efectiva socialmente que la gestión estatal, por lo cual lo óptimo es reducir al máximo el tamaño del Estado para despejar la cancha a la iniciativa privada. No se trata de hacer desaparecer al Estado, pero sí enfocarlo en lo que no puede asegurar ni el mercado ni los agentes privados: ofrecer seguridad física a la población, fijar reglas del juego que permitan a los actores económicos desplegarse con libertad y certeza jurídica, y dar apoyo a los grupos más pobres, incapaces por sí solos de entrar al mercado.
Ahora bien, mantener constreñido al Estado no es fácil, pues la clase política siempre está tentada a hacerlo crecer para incrementar su propio poder. Los antídotos frente a esto son, de un lado, poner el máximo de trabas institucionales a la discrecionalidad de los gobernantes; y del otro, reducir la proporción de los recursos económicos del país administrados por el sector público. En consecuencia, el "modelo" promueve una institucionalidad que no está diseñada para facilitar la iniciativa económica de los gobernantes sino, al contrario, inhibirla en beneficio de los agentes privados. Éstos deben respetar las reglas del juego, pero a cambio cuentan con la certeza de que tales reglas gozarán de estabilidad, pues al sistema político se le imponen quórums especialísimos para su modificación. Pero como decíamos, no basta con quitarles la iniciativa: hay que restarles también los recursos económicos a los gobernantes. De ahí proviene aquella máxima de Milton Friedman, tan popular entre los defensores del "modelo": "Estoy a favor de reducir impuestos bajo cualquier circunstancia y por cualquier excusa".
Puntos más, puntos menos, éste es el "credo" sobre la base del cual se construyó la institucionalidad económica chilena. En democracia, cierto, ésta ha experimentado muchas reformas, pero ninguna atentó contra tales fundamentos. Esto por cuatro motivos: el primero, la hegemonía de las nociones neoliberales, tanto en el campo de la economía como en el de las restantes ciencias sociales; segundo, el celoso papel de guardián de tales ideas ejercido por los partidos de la Alianza y think tanks como Libertad y Desarrollo; el tercero, la cerrada defensa del "modelo" por parte de la comunidad empresarial y sus gremios, que advertían penas del infierno si se rompía la ortodoxia; y el cuarto motivo, la actitud de los gobiernos de la Concertación, que inhibidos por su pasada experiencia histórica y por el poder mostrado por sus defensores, optaron por corregir los aspectos más controversiales del "modelo" antes que romper con él.
Todas las inhibiciones intelectuales y políticas se han roto; y lo que cabría esperar ahora es un minucioso desmantelamiento del "modelo" desde las filas de la Concertación.
Pues bien, todo este andamiaje se desmanteló en los últimos seis meses, como resultado de la conducta del nuevo gobierno y de la reacción de quienes, se suponía, estaban llamados a defenderlo.
El gobierno ha tomado medidas que van sistemáticamente en una misma dirección: trasladar recursos, iniciativas y decisiones desde el mundo privado hacia el mundo público. En materia de recursos, ahí está el alza de impuestos a las empresas y el proyecto de ampliación del royalty. Y en el plano de las iniciativas y decisiones, el anuncio de nuevas regulaciones en diversos campos y ahora, como "guinda de la torta", el caso Barrancones. Este último episodio es el más emblemático. Aparece de pronto el Presidente de la República llegando a acuerdos con una empresa, saltándose los mecanismos institucionales y a sus propios subalternos, lo que es seguido por ministros anunciando disposiciones que apuntan a aspectos que deberían ser exclusivos del riesgo empresarial. Todo esto se hace arguyendo situaciones "excepcionales" o "vacíos institucionales"; ¿pero cuándo no se ha apelado a este tipo de justificaciones cuando se trata de romper con un determinado marco institucional? Lo importante es dar el primer paso; lo demás viene por añadidura.
Que al actual gobierno actúe como lo ha hecho no debiera extrañar: es el estilo del presidente, el que jamás ha ocultado en su actuación pública o privada. Él no tiene temor alguno a la comunidad empresarial, y no le importa en absoluto contrariarla: carece, en este sentido, de los complejos de la Concertación. Probablemente calculó que las críticas de este sector serían tímidas, y en esto no se equivocó: si la conducta presidencial ante Barrancones o el alza tributaria ante el terremoto hubiesen sido adoptadas por un gobierno de otro signo, de seguro que la reacción hubiese sido de otro tenor. A esto se agrega que la conducta del gobierno es justificada por los mismos que, desde Libertad y Desarrollo y los medios de comunicación, ejercieron como celadores del "modelo" y que ahora tienen altos puestos de gobierno. La desavenencia clara sólo proviene de algunos parlamentarios de la UDI, que vienen reclamando desde el mismo 11 de marzo su marginación del nuevo régimen.
La defensa ideológica y conceptual del "modelo", en suma, estalló por los aires. Pero hay algo peor. La débil reacción de la comunidad empresarial y la justificación o el silencio por parte de sus custodios históricos parecen justificar la peor de las sospechas: que en realidad la protección del "modelo económico " y su pureza no eran más que una fachada, y que el fin verdadero era protegerse de una coalición gubernamental a la que temían por sus ímpetus estatistas: desaparecida esta amenaza, adiós "modelo".
Tal sospecha, que ahora tiene visos de verosimilitud, pulveriza a su vez cualquier defensa del "modelo" desde la Concertación. Buena parte de su tecnocracia hizo suyas algunas de sus nociones básicas, y pagó un alto precio ante sus bases políticas por evitar que sus pilares fueran destruidos. ¿Qué le queda ahora? ¿Acaso seguir defendiendo un "modelo" que sus propios creadores no defienden y, lo que es peor, justifican que sea vulnerado con argumentos pueriles? No, por cierto que no. Todas las inhibiciones intelectuales y políticas se han roto; y lo que cabría esperar ahora es un minucioso desmantelamiento del "modelo" desde las filas de la Concertación. Fueron el gobierno y sus intelectuales, ante la pasividad del mundo empresarial, los que abrieron el dique: es imposible, ahora, evitar la ola crítica y revisionista que se precipitará sobre el "modelo".
Hablando de la burguesía, Marx decía que ella "forja su propia destrucción". Algo parecido está ocurriendo en este caso. Los elegidos para defender el "modelo económico" de sus enemigos han terminado por sepultarlo.