Resulta interesante el ejercicio. Una cosa es afirmar que existe cada vez una mayor distancia entre la clase política y los ciudadanos; y otra, más sugerente, es aportar cifras concretas en relación a temas y juicios específicos. Los datos que aporta esta encuesta vienen a refrendar la abrumadora evidencia de sondeos anteriores, en el sentido de que nuestros dirigentes están inmersos en un mundo -léase lenguaje, códigos, maneras, intereses y preocupaciones- que resulta ajeno a la mayoría de los electores.
Ni siquiera existe un enfrentamiento, lo que al menos daría cuenta de que ambos discurren por el mismo camino. Por el contrario, tiendo a pensar que la distancia ha devenido en la incomprensión mutua, semejante a la de dos personas que, imposibilitadas de comunicarse, finalmente son presa del desinterés y la desidia. He ahí quizás una clave de lo que está sucediendo: la clase política y los ciudadanos perciben que no se necesitan. Dicho de otra manera, lo que a ambos les suceda parece poco depender del otro.
En el caso de los ciudadanos, ya es un lugar común constatar los profundos cambios socioculturales que se han producido en Chile en las últimas décadas, donde no sólo la política tiene una mucho menor centralidad en la vida de las personas sino, incluso en aquellos ámbitos donde sí la mantiene, se muestra incapaz de dar respuestas a las emergentes demandas de individuos más autónomos, exigentes y aspiracionales.
Por otra parte, la clase política, al menos aquella representada en el Congreso, no percibe una real amenaza a sus posiciones, intereses y privilegios conquistados. Si hay algo que ha contribuido a deteriorar el debate público, la calidad de la política y la solvencia de sus protagonistas, es la falta de competencia. La consolidación de nuestro sistema electoral, pasando por la forma de designación de los candidatos y tomando en cuenta la información sobre un padrón electoral estático y cautivo, ha terminado por afianzar los intereses corporativos, políticamente transversales, de un nuevo estamento de la sociedad: el político profesional.
Puestas así las cosas, no es extraño que sólo el 43,3% de los diputados confíen en los partidos políticos, lo que es significativamente superior al 11% de los ciudadanos que contesta en el mismo sentido. Tampoco debe sorprendernos, por tanto, que sólo el 4,2% de los diputados crea que la democracia puede subsistir sin los partidos, a diferencia de un nada despreciable 32,7% de los ciudadanos consultados.
Las brechas no apuntan sólo a la percepción de la política y las instituciones públicas. Son notorias las diferencias en torno a lo que podríamos llamar los problemas morales de la vida moderna. Por ejemplo, consultados sobre la eutanasia, más del 70% de los ciudadanos está de acuerdo, en contraste con algo más del 40% de los diputados.
Pero las brechas no apuntan sólo a la percepción de la política y las instituciones públicas. Son notorias las diferencias en torno a lo que podríamos llamar los problemas morales de la vida moderna. Por ejemplo, consultados sobre la eutanasia, más del 70% de los ciudadanos está de acuerdo, en contraste con algo más del 40% de los diputados. Ahora bien, interrogados por cuán riesgosa es la inmigración de cara a proteger las fuentes laborales, más de la mitad de las personas muestra preocupación, a diferencia del exiguo 8,3% de los diputados. Sin querer abusar del sarcasmo, me imagino que la dificultad para que los extranjeros accedan a los cargos de representación popular quizás explica en parte la respuesta de los honorables.
A partir de este escenario, se vislumbran tres evidentes consecuencias. Primero, y se trata de algo que hemos observado ya desde hace un buen tiempo, la pérdida de terreno que ha experimentado la política tradicional frente a lo que provisoriamente podríamos denominar la emergencia de los "liderazgos ciudadanos" (Lavín 1999; Bachelet 2005 y Enríquez-Ominami 2009). Segundo, y por lo mismo, la irrelevancia de la clase dirigente, cuya acción parece haber desnaturalizado su sentido más profundo: a saber, representar a otros. Tercero, el peligro de lo que significa contar con una clase dirigente deslegitimada y bajo sospecha, como si fuera posible pensar -en una idea tan absurda como peregrina- que podemos organizar nuestra convivencia social prescindiendo de la política.