El director de la revista me llamó el viernes pasado para conversar sobre la columna y ver si no sería mejor esperar hasta después del discurso del 21 de mayo para publicarla. Suena sensato: ¿Por qué no darle la oportunidad al presidente que haga su discurso y entonces hablamos de sus contenidos? En efecto, parece razonable si no fuera que lo que importa es lo que viene antes del discurso, no su materialización.
Un cálculo al ojo arroja a lo menos una docena de artículos de prensa, todos de estos últimos días, preparando el ambiente y causeo. Artículos y notas estratégicamente ubicados haciendo el listado de ingredientes: RN solicitando que el presidente se acuerde de la "clase media"; un portavoz de Un Techo Para Chile rogando que sea más populista; los jubilados de las Fuerzas Armadas valiéndose del lobby de un parlamentario para que se los incluya en los descuentos de salud; desde el Maule, se le manda decir que estarán atentos a lo que proponga sobre la termoeléctrica Los Robles y la hidroeléctrica en Archibueno, y desde Atacama, que están preocupados por Castilla; otros, en cambio, hinchan para que se materialice un nuevo estadio olímpico en Santiago. Y no sólo mediante la prensa se presiona. Las masivas marchas estudiantiles (con la particularidad este año de que contaron con empujoncito rectoral) obedecerían, según me explica un ex presidente de la FECH, a que, si no, quedan fueran de la repartija; en fin, en pedir no hay engaño, y si no se llora, demanda o pone la noticia en la prensa y "redes sociales" a tiempo real, no se teta. Los mexicanos, maestros del corporativismo de Estado, tienen una expresión muy chistosa: si quedas fuera del presupuesto nacional es que simplemente estás "apestadito".
Otra razón para no hacer recuentos posteriores al discurso es que un año después nadie se acuerda de lo que se dijo. Puede que se midan las promesas y sus cumplimientos (lo que en jerga actual llaman "desempeño"), dando lugar a punzantes recriminaciones mutuas entre gobierno y oposición, pero esto de rematar la discusión blandiendo guarismos discutibles de lado y lado es francamente folclórico. Por años los think-tanks aliancistas se especializaron en liquidar a las administraciones concertacionistas ("Lagos sólo lograba un 25% de compromisos `cumplidos´, Bachelet rondaba el 17%", según el Instituto Libertad, en aquel entonces regentado por María Luisa Brahm). Ahora que son gobierno, el asunto es distinto: "Los fundamentos que nosotros vimos hoy en cada una de las presentaciones de los ministros, con datos, con cifras y hechos concretos y reales es que el cumplimiento del gobierno del presidente Piñera es de un 100 por ciento", expresó la ministra Ena von Baer, una mujer, por lo visto, de cuero curtido, impermeable a todo. "Está güena la Ena", comentó Jaime Mañalich haciéndose el democrático: el que puede hablar como cualquier obrero de la construcción.
Siendo ése el contexto,¿qué elocuencia se podría esperar de un discurso, incluso presidencial? Piñera, al igual que Bush "Jr", es probablemente el primer disléxico no diagnosticado que ha podido colarse a un puesto tradicionalmente hecho a la medida del arrastre de la elocuencia (Ibáñez no era una excepción; no era disléxico y sus silencios eran expresivos). Piñera no precisa de una antología de sus discursos como los que siempre La Moneda ha editado; ya tiene sitios wiki que recopilan sus periódicos traspiés y desatinos.
Me tocó escuchar a Piñera y a Lagos, hace poco, durante el funeral de Gonzalo Rojas. Piñera improvisa con cierta facilidad, pero luego mira al público como titubeando, con un dejo de desconfianza en sí mismo, lo que arruina el efecto inicial. Lagos, en cambio, se siente como que tiene contratado un sobreseguro a su nombre y comete gaffes al igual que Piñera. Éste podrá haber matado en vida a Nicanor Parra, pero Lagos dedicó preciosos minutos en dicho funeral contándonos cómo el poeta Rojas fue uno de los fundadores del PPD (todos quedamos plop). Cuando presentó un libro mío, hace 14 años, habló largo sobre el famoso historiador "Gibson"; costó darnos cuenta en la sala que se refería a Edward Gibbon, fue un momento embarazoso para todos. Su voltereta última sobre HidroAysén es una equivocación retórica también de colección. Rara vez se cometían estas faltas antiguamente. Prima est eloquentiae virtus perspicuitas ("La primera virtud de la elocuencia es la claridad"), sostenía Quintiliano.
El problema es quizá generalizado, muy de nuestro "tiempo real" (da lo mismo la posteridad); cada cual se siente empoderado y dice, o mejor dicho "tuitea" de reflejo lo primero que se le viene a la cabeza. La palabra vale callampa; a lo que se aspira es a un mero efecto, el que desde luego, a menudo, guatea. Es posible que haya sido Reagan quien inició y validó esta tendencia entre los políticos. Son famosas sus metidas de pata, como cuando afirmó que los árboles producían más polución que los automóviles, o cuando contaba anécdotas sobre actos de heroísmo que nunca ocurrieron, aunque sí se les pudo rastrear finalmente a películas de guerra. Pero a Reagan se le perdonaban estas estupideces: "Decía cosas con tan ferviente intensidad que se le creía a él más que a su información" (Edmund Morris, Dutch. A Memoir of Ronald Reagan, 1999). Reagan era un "performer", un actor más o menos, pero para esto resultaba impecable. La elocuencia de Clinton, quien,ya en Oxford fumaba marihuana pero "sin aspirar", se vino definitivamente al suelo cuando lo pillaron in flagranti con la impura verdad de un puro humeante. Es solo ahora último, cuando llega Obama, que la elocuencia, tipo Jefferson, Lincoln o Churchill, vuelve a ser valorada.
Más allá de los tartamudeos y defectos de habla y pensamiento de nuestros políticos, es un hecho que el discurso del 21 de mayo nunca ha sido un discurso -es un informe oficinesco-, nunca tan brillante en potencia, pues, como el que le escribieran a "Bertie", en El discurso del rey, para repetirlo a la nación británica.