Me preguntan qué piensa hoy un liberal de derecha sobre los conservadores del mismo sector. Pese a que es bien polivalente el concepto liberal, me siento cómodo con quienes señalan que los objetivos políticos del liberalismo son garantizar las condiciones institucionales necesarias para el ejercicio de la libertad personal y para excluir las concentraciones de poder.
Prevengo que esta visión no descarta todo rol del Estado, como a veces se trata de caricaturizar al liberalismo. De hecho, uno de sus teóricos, Karl Popper, destaca que éste no excluye la intervención estatal, pues sin ella no hay libertad posible, ya que al Estado le corresponde garantizarla.
Desde un ángulo cultural, la definición de lo liberal implica reconocer que cada individuo es capaz de adoptar sus fines, que éstos son abiertos y que toda persona tiene derecho a desarrollar su propia concepción de sí misma, mientras no se afecten los derechos de terceros. De ahí que para el liberalismo sea tan relevante la aceptación de los grupos intermedios de la sociedad, esenciales para la pervivencia de una sociedad plural y pluralista. A través de su interacción, la sociedad civil expresa intereses diversos, satisface necesidades múltiples y, aún más, ejerce el necesario control ciudadano sobre el aparato estatal. Como dice el profesor Miguel Orellana, si la sociedad es plural, reconocerá que su tarea surge de una multiplicidad de dimensiones y, si es pluralista, valorará lo que surge del encuentro de esas dimensiones.
Acotados los términos de referencia y aterrizando en el caso chileno, la vieja tensión entre liberales y conservadores, pienso que, más allá del laicismo, que históricamente ha sido determinante, esa distinción hoy está marcada por un componente sicológico: el miedo que los conservadores les tienen al cambio, a las tensiones propias de la democracia -como las manifestaciones sociales-, a transitar por caminos ignotos, a todo lo que altere el statu quo.
Ayer, cuando llegó el momento de definir el tema constitucional, los conservadores optaron por el ideario de la democracia protegida, cuyo precursor era Jaime Guzmán, concepción que quedó plasmada en la Constitución del 80 y en sus leyes políticas, en su versión original. En ese entonces no se dudó en imponer un pluralismo restringido (antiguo artículo 8°) o en establecer un sistema electoral binominal que terminó transformando a los partidos, nacidos para intermediar entre el Estado y la voluntad política de la sociedad, en instituciones cerradas y sordas al ajetreo ciudadano.
Al regularse la votación de chilenos en el extranjero, los conservadores piden restringir tal derecho bajo el subterfugio de que el ciudadano que vive fuera sólo podrá votar si "mantiene vínculos con el país"
Hoy a los conservadores les parece evidente que el esquema Guzmán-Boeninger, como un sagaz historiador ha identificado al sistema vigente durante la transición, necesita de un aggiornamiento que impulse una agenda política que perfeccione y profundice nuestra democracia, juicio que los liberales compartimos.
Sin embargo, al momento de concretar esos loables propósitos en medidas concretas, el ala conservadora envía al Congreso un mensaje presidencial estableciendo un sistema de primarias en el cual vuelve a prevalecer el temor a lo desconocido, manifestado al menos en dos aspectos: que dichas elecciones sean voluntarias y no obligatorias, quedando entregada a la cúpula partidaria la decisión sobre si habrá o no primarias, y que no sean necesariamente abiertas a toda la ciudadanía, pues se las restringe con preferencia a sus escasos militantes.
Por otro lado, al regularse la votación de chilenos radicados en el extranjero, nuevamente a los conservadores los posee el miedo y deciden restringir tal derecho bajo el subterfugio de que el ciudadano chileno que vive fuera sólo podrá votar si "mantiene vínculos con el país", lo que deberá manifestarse a través de su reinscripción para cada elección, criterio que llega al absurdo que personas con fuertes lazos con Chile, pero que por no cumplir con el formalismo de reinscribirse a tiempo, quedarán inhibidas de votar.
Un liberal piensa que así no se soluciona la decreciente participación ciudadana en los procesos electorales ni la crisis de representatividad existente.
Enseguida, los actuales conservadores de la derecha, porque los hay en todos los sectores, también le tienen miedo a que las personas decidan y elijan libremente sus proyectos de vida. Así, el 2004 por ejemplo, se opusieron a la nueva ley de divorcio; hoy se resisten a aprobar el Acuerdo de Vida en Pareja; y se muestran reticentes a votar favorablemente el proyecto de ley que establece medidas contra la discriminación.
Todo lo anterior me lleva a aseverar que aún está vigente la contraposición entre liberales y conservadores dentro del universo político chileno, ya que unos y otros tienen posiciones disímiles respecto de grandes dicotomías, como diría Norberto Bobbio, tales como statu quo versus movilidad, diversidad versus homogeneidad, paternalismo versus autonomía, entre otras.