Por Camilo Feres Junio 7, 2012

Por estos días, miles de personas en Reino Unido han participado de los festejos por los 60 años de reinado de Isabel II. Dejando de lado las penurias y tensiones de una persistente crisis, aún con pronóstico incierto y en ningún caso positivo, los  británicos celebraron a su monarca, a la que asignan casi un 70% de respaldo, desacoplándola de la negativa percepción que mantienen sobre el presente político y económico.

A este lado del charco, nuestra escena política parece haber encontrado a su propia reina madre. Lejos de las percepciones negativas sobre el presente y el castigo constante a una clase política que habita instituciones en franco proceso de deterioro de imagen y representatividad, los sondeos locales persisten en indicar a Michelle Bachelet como la figura que mayor adhesión, cariño y respaldo suscita en la opinión pública. Y al interior de su coalición de referencia, el efecto no dista mucho del que ejerce una realeza sin poder efectivo pero con alta carga simbólica.

Para la Concertación, Bachelet representa la posibilidad de dejar bajo un paraguas de unidad el caos de proyectos, aspiraciones y tendencias antagónicas al interior de los partidos que la conforman. Más allá de ésta, en tanto, un sector que sólo puede comprenderse en tanto oposición a la coalición gobernante, comienza la construcción de una unidad forzosa en la tarea de mantener un orden que les permita guarecerse bajo el halo protector de una monarca que, como Isabel, no ordena ni manda, pero aglutina.

Así, en medio de un clima social tensionado por la emergencia de múltiples focos de protesta y demandas surgidas al alero del desmoronamiento de los pactos de poder de la transición; Bachelet es mucho más que la oposición e infinitamente más que la Concertación que la llevó al poder que perdió luego de ella. Y en medio de su consolidación en las encuestas, para quienes aspiran a volver con ella, todo lo que no es parte de la agenda de construcción de un nuevo gobierno parece un estorbo, un trámite inútil que encierra más riesgos de dispersión que ventajas concretas.

Hoy, los líderes de los partidos de la oposición ocupan la mayor parte de su tiempo en defender a Bachelet; ordenar sus partidos para el regreso de Bachelet; disuadir a sus aspirantes a la presidencia, a la espera de Bachelet; dar señales de conducción hacia la elite para constituirse en los “puentes de Bachelet”; dar demostraciones de fuerza para luego poder negociar con Bachelet. Los medios, por su parte, buscan determinar qué hace y quiénes conforman el círculo de hierro de Bachelet, mientras los empresarios buscan desesperadamente al personaje que se constituirá en su interlocutor con Bachelet, y el oficialismo al candidato que competirá con Bachelet. La política  y las encuestas pasan, Bachelet permanece.

Para liderar en estos tiempos no basta cultivar la imagen decorativa de la cual Chile parece enamorado, ni acompañarla de una escenografía de tipos duros.

Pero el anacrónico orden político y social que la elite añora difícilmente podrá producirse a partir de la alquimia político- electoral. Una de las características de la sociedad de hoy es el incremento de su complejidad y los liderazgos que apelan a la contención de ésta por la fuerza o el control férreo de algunas pocas variables, por  relevantes que éstas sean, no podrán cumplir con la promesa de estabilidad que pretenden transmitir. El gobierno ya no puede asegurarles a los empresarios la materialización de proyectos a contrapelo de la diversidad de opositores que surgen a su alero; los economistas ya no pueden imponer su racionalidad a contrapelo de la política y sus variables; la CPC no puede imponer su agenda sin adecuarla a la realidad político-social y no hay liderazgos omnímodos que ordenen tras de sí a los partidos y los legisladores… Ya ni Longueira es sinónimo de UDI.

Todo lo sólido se desvanece. Ni nuestra clase política ni nuestra arquitectura institucional están preparadas para administrar la complejidad social de hoy. Las instituciones no reflejan los contrapesos de poder vigentes en esta era y existen muchas formas de representación  fuera de sus estructuras. 

Así, no es raro que los intendentes salten como tapones viejos cada vez que estalla un conflicto local que no son capaces de prever ni de conducir ya que tienen su mirada puesta en Santiago -de donde emana su cargo- , agudizando la señal de “lo que no estalla en La Moneda no obtendrá resultados”. Tampoco debiera extrañarnos que, aun cuando el discurso de la estrechez energética tiene sustento técnico y sea comprendido por las autoridades, hoy no baste para hacer viable megaproyectos que se amparan en esa necesidad.

Hasta ahora, el proyecto de Bachelet en tanto reina de Chile es exitoso y para ello basta su silencio y las señales de los que se suponen sus contrafuertes. Sin embargo, más allá de las ganas de quienes creen en la necesidad de una “vuelta al orden”, para liderar en los tiempos que corren no basta cultivar la imagen decorativa de la cual todo Chile parece enamorado, ni acompañarla de una escenografía de hombres duros que se tragarán los sapos que la situación demande. El Chile de la postransición es bastante más exigente y diverso. Por ello, sus ciudadanos esperamos más y merecemos más.

 

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