He leído con gran interés el artículo acerca de la evolución de los vínculos políticos de los Chicago boys, publicado algunas semanas atrás en esta revista, y quiero señalar algunas cosas a propósito de él.
Como es bien sabido, se ha dado el nombre de Chicago boys a un conjunto de economistas chilenos que, a partir de la década de los 50, cursaron estudios de posgrado en la Universidad de Chicago, inicialmente gracias a un convenio de colaboración celebrado con la Universidad Católica de Chile en 1956. Esto permitió a un grupo de profesionales de nuestro país tomar contacto con la investigación económica más avanzada del planeta y empaparse de unas teorías que, por entonces, eran todavía prácticamente desconocidas en el mundo político, con muy contadas excepciones. Más tarde, el Movimiento Gremial, fundado por Jaime Guzmán y antecedente directo de la UDI, fue el primer grupo político chileno en incorporar en su ideario estos principios económicos.
Pero en el más de medio siglo transcurrido desde entonces las cosas han cambiado mucho. Con matices en el instrumental con que se las aplica, enriquecidas por los resultados de nuevas investigaciones y con las necesarias adaptaciones a contextos históricos diferentes, las teorías de Chicago forman parte hoy del sentido común económico en Chile y en buena parte del mundo. Chicago ayudó a entender que entregar amplios espacios a la iniciativa privada colabora más al desarrollo que la omnipresencia de un Estado planificador y empresario, que el libre comercio internacional es mejor que el proteccionismo, y que el equilibrio fiscal y la estabilidad monetaria son preferibles al déficit crónico y la inflación. Para comprobarlo, basta con recordar cuán diferente fue la conducción económica de Ricardo Lagos a la de Salvador Allende, o la de Eduardo Frei Ruiz-Tagle a la de Eduardo Frei Montalva; como también apreciar el amplio consenso que hoy existe en torno a las ventajas de un Banco Central autónomo. Por eso, no es nada extraño ni mucho menos preocupante que los economistas que defienden esas ideas tengan hoy vínculos políticos mucho más diversificados.
Sin embargo, aunque las distancias ideológicas son hoy mucho menores que 40 ó 50 años atrás, éstas siguen existiendo, y por eso no es para nada indiferente quién gobierne. Eso es precisamente lo que he defendido en mi libro recientemente publicado Chile camino al desarrollo. Avanzando en tiempos difíciles.
La Concertación no aplicó políticas económicas insensatas, pero lo cierto es que en la década pasada el país comenzó a perder fuerza, a crecer cada vez menos, a generar menor cantidad de empleos y a impulsar peores políticas públicas -cuyo ejemplo más evidente es el Transantiago-, mientras se postergaban reformas esenciales en materias como educación y seguridad pública.
En los últimos tres años, Chile ha debido enfrentar dificultades enormes: el terremoto más destructivo de nuestra historia, las mayores movilizaciones sociales de los últimos 25 años, un contexto de generalizada desconfianza hacia los políticos y las elites dirigentes de todo tipo, una nueva crisis económica internacional y una persistente sequía. Pero, a pesar de todo eso, y de los errores que sin duda hemos cometido, el país ha vuelto a tomar un buen ritmo en su camino hacia el desarrollo, gracias a la aplicación efectiva del ideario propio de una centroderecha moderna, por parte de un equipo de gobierno en que hay militantes de Renovación Nacional y de la UDI, así como un gran número de independientes. Y en ese ideario están, por supuesto, las enseñanzas de Chicago.
Ese ideario tiene entre sus principios centrales la confianza en las personas, la consecuente valoración de la libertad y la responsabilidad personal, y la búsqueda de la igualdad de oportunidades. Con base en éstos se han destrabado las energías del emprendimiento; se ha incrementado la competitividad de los mercados y eliminado asimetrías de información en beneficio de los consumidores; se ha mejorado la calidad y acceso a servicios públicos básicos, aumentando, al mismo tiempo, la libertad de elección de los usuarios; se ha puesto en marcha una nueva política social enfocada en conseguir la autonomía de sus destinatarios y no su dependencia permanente del Estado; y se han sentado las bases para contar con una mejor democracia, entregando más poder a los ciudadanos para, por ejemplo, elegir a sus candidatos a través de primarias.
Esa senda es la que nos ha permitido volver a crecer a un promedio cercano al 6% anual y crear 750.000 empleos en medio un contexto de crisis internacional. Mientras, la pobreza extrema y la desigualdad de ingresos llegan a sus niveles más bajos desde que en 1987 contamos con un instrumento para medirlas a nivel nacional, y damos pasos decisivos para contar con una educación que sea realmente una fuente de oportunidades para todos y una poderosa palanca de movilidad social. Aquella senda, en suma, es la que nos ha permitido acelerar notoriamente el paso hacia la meta de convertirnos en una sociedad desarrollada y sin pobreza.