La mayor parte de América Latina ha alcanzado la etapa de desarrollo intermedio y los países de la región ven posible la meta de convertirse en naciones estables. No obstante, al mismo tiempo, se descubren nuevas complejidades, nuevos nudos gordianos que hay que desatar a tiempo, especialmente en el plano político y el sistema democrático. Es cuestión de leer la prensa y notar la encrucijada que se está viviendo en muchos países respecto de la calidad de la política democrática y de las instituciones capaces o no de construir, estabilizar y desarrollar.
Toda sociedad democrática está sometida a dos fuerzas simultáneas y contradictorias entre sí. La primera busca distribuir el poder en la sociedad, nivelar el campo de juego con reglas claras y de responsabilidad hacia la comunidad. Es lo que llamamos una democracia representativa consolidada. Por otro lado está la fuerza que busca concentrar el poder en grupos reducidos que van poco a poco capturando para sí los beneficios del poder y que empiezan a extraer rentas económicas o a instalar mecanismos y sistemas de dominación de los otros.
La elección de las instituciones es el factor central que determina el éxito o fracaso de una nación. El reciente libro de Acemoglu y Robinson Por qué fracasan los países, sostiene que en una democracia cualquier cuota de poder que no se distribuye, termina beneficiando a la elite que la controla y deriva en el cambio de las reglas para concentrar ese poder. El cientista político Guillermo O’Donnell tipificó esto como un movimiento desde las “democracias representativas” a lo que él denomina como democracias delegativas, de las cuales estamos teniendo varios ejemplos en América Latina.
En la región se evidencian continuos intentos para rediseñar el sistema político en nombre de todos, pero en beneficio de los pocos que controlan el poder. Se reformulan las instituciones y las reglas, haciéndolas difícilmente modificables a posteriori, excepto en función de esa elite. Normalmente en estos procesos surge el concepto -muy conocido en América Latina- de “Revolución”, con distintos adjetivos (socialista, del siglo XXI, etc.). Aparecen instrumentos como los referéndums, asambleas constituyentes y otros, que se utilizan para controlar el poder y extraer las rentas y los beneficios de ese poder.
Lo que hemos aprendido de estas experiencias históricas es que las revoluciones siempre tienen una fecha de partida, pero no tienen nunca una de término. Siempre los que dirigen el proceso dirán que hay áreas que no se han podido tocar y que aún hay enemigos que se resisten a los avances.
La respuesta urgente
El desafío para evitar esta “trampa institucional” que impide avanzar a los países de desarrollo intermedio requiere atender varias cuestiones. Hay que construir a tiempo instituciones verdaderamente inclusivas, con las que todos sientan que pueden crecer y proyectarse hasta el límite de su capacidad o sus deseos.
Se debe mostrar capacidad de construir a tiempo una red de servicios públicos de calidad a un costo razonable para todos. Asimismo, desarrollar instituciones que lleven una protección social efectiva a esa clase media insegura que sufre los shocks de economías nacionales o globales.
Es importante construir instituciones con capacidad de actuar con eficiencia y prontitud frente a problemas aún no resueltos adecuadamente: crimen, violencia, narcotráfico y la reacción frente a emergencias y catástrofes. Un Estado democrático que quiere mantener la confianza de los ciudadanos tiene que exigirse a sí mismo una calidad de gestión en todos los planos.
Hay una tendencia en América Latina a decir -con proyectos de ley o decretos- que tenemos derechos garantizados para todos los ciudadanos, pero los resultados evidencian que la salud y la educación de calidad garantizados son sólo para algunos.
Está el desafío de mejorar la calidad de la política. A menudo el sistema político y sus dirigentes se muestran incapaces de superar la fragmentación de los intereses parciales, que frecuentemente son intereses individuales, de personas que están pensando sólo en su carrera y que quieren quedarse toda la vida en el cargo que tienen, manejando su electorado para permanecer ahí.
Hay que tener el coraje para erradicar todas las formas de populismo, el que corroe gradual y sistemáticamente a las instituciones democráticas representativas.
Se requiere tener capacidad real de consensuar acuerdos transversales en los temas básicos. Transmitir a todos los sectores, con convicción, que cuando hay acuerdos todos ganan y que en la política de confrontación todos los sectores son castigados por los ciudadanos.
Finalmente, es un imperativo para una buena democracia fortalecer la credibilidad de las instituciones vigentes. El “rigor democrático” es básico para garantizar que se van a respetar las reglas propias de una democracia avanzada, que son aquellas concordadas por todos los actores relevantes, y que no se cederá ante la tentación de cambiarlas cada vez que haya una ventaja transitoria de poder.