Por Daniel Matamala Mayo 16, 2013

Han pasado 39 meses de la escena de los pendrives: los nuevos ministros compareciendo para recibir, cual medallistas olímpicos, la presea colgada al cuello: el pendrive con las tareas. Ingenuo como todos los nuevos gobiernos, el de Piñera jugaba sus semanas preliminares con ese acto de tecnocracia: puro rendimiento, pura eficiencia. Eran los días en que el futuro presidente gozaba de la victoria obtenida bajo el lema de “la nueva forma de gobernar”, y en que se hablaba con mortal seriedad del 24/7.

Ya no queda casi nadie de quienes recibieron esos pendrives, ni de aquello que representaban. Jaime Ravinet y la apertura a la DC. Camila Merino y el traspaso de la experiencia gerencial al manejo del sindicalismo. Ricardo Raineri y la tecnocracia al poder. Felipe Kast y el paso de bastón a las nuevas generaciones. 

Quedan los obvios. El ministro de Hacienda y el de Relaciones Exteriores, los dos puestos más estables de los gabinetes. El de Cultura, un puesto lucido y despegado de conflictos. Y la de Medio Ambiente, en un tributo a la irrelevancia de su cargo más que a su efectividad. 

Y junto a ellos, dos casos extraños, anómalos: Cristián Larroulet, secretario general de la Presidencia, y Jaime Mañalich, ministro de Salud. En puestos de altísimo riesgo, han capeado todas las tormentas. Han desplegado estilos opuestos. 

Sebastián Piñera es antes que todo un pragmático. Valora el resultado sobre el proceso, la eficiencia por sobre la ideología. Pero también tiene una fijación indeleble por conectarse con la gente, la pulsión populista es también parte de su personalidad y de su camino político.  

El pragmático y el populista. Larroulet y Mañalich. Y el yin y el yang de Piñera, las dos almas que reflejan sus instintos contradictorios 

 

MAÑALICH, EL POPULISTA

No había una sola pista para suponer que Jaime Mañalich, el independiente desconocido, podía sobrevivir como ministro de Salud. Apostar por su longevidad habría sido absurdo. Otros con más espaldas políticas y más reconocimiento técnico se habían marchado antes con más pena que gloria, heridos por paros de médicos, reformas fallidas y escándalos varios. De hecho, si sobrevive al menos hasta septiembre, Mañalich batirá el récord de Álex Figueroa y se convertirá en el ministro de Salud más longevo de la nueva democracia. 

No sólo eso: Mañalich bien puede ser uno de los más efectivos. Nuevos hospitales, ley de derechos y deberes de los pacientes, eliminación (o fuerte rebaja, al menos) de las listas de espera AUGE, promulgación de la ley antitabaco, y avances impensables para un gobierno de derecha en los proyectos de ley de isapres y de medicamentos, que golpean directamente a industrias poderosas: tabacaleras, restaurantes, salud previsional, clínicas, laboratorios, farmacias.

Y es en la tramitación de esos proyectos que este nefrólogo ha desempolvado su arma secreta: el populismo, entendido como un discurso político que separa al mundo entre el pueblo y la elite, y toma partido por el primero contra la segunda.

Mañalich no duda. Habla, acusa, apunta con el dedo. Una y otra vez, denuncia el lobby de las industrias y vuelve a los parlamentarios sospechosos de ser receptivos a él. Acusa que sus adversarios financian campañas políticas. Y presiona  a los parlamentarios a tomar partido: están con Mañalich o están con los lobistas. Elijan. 

Su blanco predilecto, explícito o implícito, es la bancada de la UDI. A ellos, los apuntó con el dedo cuando acusó al “lado oscuro de la fuerza” de “moverse muy vigorosamente y hacer un lobby muy intenso” cuando la bancada gremialista bloqueó la aprobación de su querida ley antitabaco. 

Ardió Troya. La UDI amenazó con interpelar al ministro. Mañalich se declaró “víctima de la industria tabacalera”, y poco después dobló la apuesta: acusó de “traición” al senador Jovino Novoa por las críticas de su libro contra el gobierno. La UDI anunció que cortaba relaciones con él. Mañalich se disculpó. Y el ministro salió de la crisis más poderoso que nunca, porque todos entendieron que había hablado en nombre de su amigo el presidente. Ah, y la ley antitabaco se aprobó, promulgó y ya está en pleno vigor.

Y el ex director médico de la Clínica Las Condes sigue ahí, tocando la misma tecla. Cuando se anunció que las isapres lograron ganancias récord en 2012, Mañalich aprovechó para reactivar la reforma al sistema. “Las utilidades no me parecen correctas (…).  Los colegisladores hemos sido indolentes”, dijo entonces. 

Y así ha avanzado, resucitando un proyecto que él mismo llegó a dar por muerto. Lo mismo con la ley de medicamentos, que abre la venta a supermercados y obliga a los médicos a recetar genéricos. Mañalich atacó de nuevo. Denunció “intereses cruzados enormes”. Acusó a lobistas de farmacias y laboratorios de influir sobre parlamentarios. 

Y lo mismo en Freirina. El libreto se repite. Mañalich, el populista, no cede. Y permanece firme en el gabinete. 

 

LARROULET, EL PRAGMÁTICO

También Cristián Larroulet puede convertirse en récord. Si completa el mandato junto al presidente Piñera, empatará en el ranking de permanencia con el hombre cuya gestión se convirtió en el parámetro para juzgar a todos los futuros secretarios generales de la Presidencia: Edgardo Boeninger.

Claro que a diferencia de Boeninger, quien cruzó la línea de meta junto a sus colegas Enrique Krauss y Enrique Correa, Larroulet llega al último año de gobierno como el sobreviviente de un equipo político golpeado y diezmado. Sus compañeros cayeron el 18 de julio de 2011, en medio de las protestas estudiantiles, cuando Andrés Chadwick reemplazó a Ena von Baer. 

Pero Larroulet sigue ahí. Inconmovible. Redactando iniciativas, manejando urgencias, tejiendo acuerdos. Haciendo artesanía política. En su mundo no hay estridencias ni declamaciones de principios. Los proyectos son por esencia flexibles, maleables. Larroulet lo sabe: es el pragmático.

Por eso mide su éxito en estadísticas: proyectos impulsados, leyes promulgadas, compromisos cumplidos. Y cuida sus palabras. En un gobierno pródigo en expresiones para el bronce, de la boca del ministro no ha salido una sola frase memorable. Hasta después de su derrota más dolorosa, la caída de Harald Beyer, fueron otros los encargados de las frases incendiarias. Larroulet, como siempre, midió sus palabras: “Qué malo es esto para el país”, dijo. 

Claro. Él sabe que, no importa lo que haya pasado, a la semana siguiente deberá volver al Congreso. A mirar las mismas caras, a conversar con las mismas personas. La política no es terreno para aquellos de memoria rencorosa. Él es el pragmático. Negocios son negocios. Nada personal.

 

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