La elección municipal en Providencia, el año pasado, probó que el rechazo, el enojo y el temor son movilizadores tan potentes como el apoyo, el afecto y la esperanza. Y eso se ha notado en la campaña 2013.
¿Por qué, en muchas democracias con voto voluntario, la mitad o más de la mitad de sus ciudadanos van a votar a cambio de nada? La respuesta es que sí reciben algo a cambio: la sensación de identidad y de pertenencia a una comunidad.
“La idea de que puedes publicitar a candidatos como a cereales para el desayuno es la mayor indignidad del proceso democrático”. Eso dijo Adlai Stevenson al aceptar la nominación como candidato a la presidencia de Estados Unidos en 1952. Meses después, perdió la elección frente a un producto comercialmente superior: Dwight Eisenhower, el general que había derrotado a los nazis antes de convertirse en político cargando el aura del héroe de guerra.
Medio siglo y muchas lecciones aprendidas después, en Chile todos parecen aceptar que sí, que para ganar una elección el candidato debe publicitarse como el más nutritivo, el más sabroso y el más crujiente.
Pero hay un par de cosas que han cambiado últimamente en este mercado.
“Ya no sirve el candidato blandengue, populista”, comenta un experto de la Alianza. “Con voto obligatorio, si te imitaba Kramer tenías media elección ganada”, dice otro estratega. “Porque eso te da recordación y te hace caer simpático. Ahora no será suficiente”.
En esto hay acuerdo transversal entre especialistas de todos los sectores: “Con voto obligatorio llego a la cabina y marco por el que he visto más”, dice el diputado PPD y experto electoral Pepe Auth. “Pero con voto voluntario baja la importancia de los electores blandos porque ellos simplemente ya no van a votar. Entonces no sirve el último ofertazo ni la propaganda bonita. Baja la lógica del mercado y sube la lógica ciudadana”.
Ahora, dice el analista Marcelo Rojas, quien estudió el voto voluntario en Estados Unidos, la clave de la movilización “es enfocar la campaña, con un mensaje que sea atractivo para cada uno, para convencerlo de ir a votar”.
El primer efecto es que los contenidos se vuelven más importantes. Todos coinciden en que nadie lee los programas de gobierno, pero sí se puede movilizar con posturas claras en los temas controvertidos, como la educación, el aborto o la delincuencia. “Con voto voluntario buscas intensidad, instalarte en posiciones duras”, precisa Rojas. “Lo extremo tiene ventajas, te permite movilizar a gente ideológicamente cercana a ti”.
Este cambio de lógica afecta principalmente a los partidos del centro, como reconoce el asesor de la Democracia Cristiana Mauricio Morales: “En el voto voluntario ya no es clave la proximidad, sino que la intensidad. La DC tiene proximidad, pero no tiene intensidad. Es el vecino, pero no es tan amigo tuyo. Entonces, si ya no estás obligado, ya no vas a salir de tu casa para ir a verlo sólo porque vive cerca”, explica.
En cambio, las personas ubicadas en los extremos suelen ser políticamente más activas.
Y eso se ha visto en 2013. Aunque hay otros factores en juego, no es casualidad que la primera elección presidencial con voto voluntario sea también, por lejos, la más ideológica desde el regreso de la democracia, con debates sobre el modelo educacional, las pensiones, la estructura tributaria, una nueva Constitución, el aborto y el matrimonio homosexual. “Nunca como ahora había visto tan expuesto el tema programático”, constata Auth.
Los votantes activos, aquellos que exigen propuestas específicas, que cuestionan a los equipos de los candidatos y siguen la campaña por los medios de comunicación, se vuelven más importantes. Por lo tanto, el rol de instancias como las entrevistas de prensa o los debates por televisión también crece.
“Los debates sirven sobre todo para entusiasmar a los tuyos”, dice el experto electoral de la UDI Gonzalo Müller. “Si ellos sienten que lo hiciste bien, quedan en éxtasis”.
Además crece la intención por apelar a grupos de interés específicos. “Nosotros buscamos activamente el voto gay”, reconoce Pablo Argote, miembro de la campaña de Andrés Velasco. “El candidato decía que si lográbamos movilizar al 10% de ellos, teníamos por lo menos 50 mil votos seguros”. El diseño incluyó el respaldo de Velasco al matrimonio igualitario, y la participación del líder de la Fundación Iguales, Pablo Simonetti, en la campaña.
También hay riesgos. “La clave es encontrar temas que entusiasmen a tus partidarios, pero sin indignar a los del frente”, dice un parlamentario de la Alianza. Y pone el ejemplo de la invitación del entonces alcalde de Providencia, Cristián Labbé, a un homenaje a Miguel Krassnoff. “Muchos del otro lado fueron a votar sólo para sacarlo después de lo que ocurrió”. Termina con un chilenismo: “Fue como ponerles un ají en el poto a los de la Concertación”.
Esa elección en Providencia probó que el rechazo, el enojo y el temor son movilizadores tan potentes como el apoyo, el afecto y la esperanza. Y eso se ha notado en la campaña 2013. Desde la Alianza se habla constantemente de Bachelet como “la candidata de la Concertación y el Partido Comunista”, y se la acusa de querer “eliminar la educación particular subvencionada”. Esos son movilizadores programáticos que pretenden empujar a quienes temen al Partido Comunista o a quienes valoran la educación subvencionada a ir a votar en rechazo a esa candidata. Del otro lado, cuando desde la Concertación se habla de Evelyn Matthei como “la candidata designada por Piñera” o se recuerda el vínculo de su padre con la dictadura, se busca motivar a los votantes antipiñeristas y antipinochetistas.
En Estados Unidos, a estos movilizadores positivos y negativos se les llama puntos de placer y puntos de ira. Tras la derrota de Bush padre ante Clinton, en 1992, Fred Steeper se dedicó a medir estas variables, haciendo encuestas para preguntar a sus votantes qué tanto los alegraba o los molestaba un tema. Si los sentimientos eran intensos, se diseñaban estrategias para ponerlos de relieve y asociarlos al candidato, en el caso del placer, o a su rival, en los puntos de ira. Así, el aborto probó ser un tema especialmente efectivo, desatando pasiones tanto a favor como en contra, pero capaz de movilizar a muchos.
EL VOTANTE IRRACIONAL
En su libro The Vote Motive (1976), Gordon Tullock escribió: “Los votantes y los consumidores son esencialmente la misma persona. El señor Smith compra y vota; es el mismo en el supermercado y en la cámara secreta”.
¿Es realmente lo mismo?
A primera vista, sí. Tal como el ciudadano en la cámara secreta, el comprador de un champú se enfrenta a una serie de alternativas en el anaquel del supermercado. Uno llevará el que ha comprado siempre, tal como muchos votan siempre por el mismo partido. Otro se guiará por el diseño más atractivo, tal como el que elige al candidato más carismático. Alguno se fijará en que el champú sea anticaspa o para pelo graso, tal como algunos electores buscan ideas que coincidan con las suyas.
Pero este modelo que iguala al votante con el comprador tiene un problema fundamental: a diferencia de quien elige un champú, se lo lleva para la casa y a la mañana siguiente lo usa en la ducha, en el caso del elector su voto no marca la diferencia sobre qué producto es el elegido.
“La analogía entre votantes y compradores es falsa: la democracia es una comunidad, no un mercado”, dice el profesor de economía de la Universidad George Mason Bryan Caplan. “Los votantes individuales no compran políticas. Más bien lanzan sus votos a una gran piscina común. El resultado social depende del contenido promedio de la piscina”.
En efecto, salvo que la elección se defina por un voto, mi decisión individual no tendrá ningún efecto en ella. Para seguir con el ejemplo anterior, imaginemos que después de elegir un champú en el supermercado no pudiera llevármelo, sino sólo votar por el tipo único de champú que todo el país usará durante los próximos cuatro años, una elección en que mi voto no marcará la diferencia. Si ese fuera el caso, ¿cuántos consumidores se tomarían la molestia de ir al supermercado para salir de ahí con las manos vacías?
Para Caplan, “si tiempo es dinero, adquirir información política requiere tiempo, y el beneficio personal esperable de votar es prácticamente cero; un individuo racional, egoísta, escoge ser ignorante”. Algo parecido dice Anthony Downs, en An Economic Theory of Democracy: “Ser políticamente bien informado es irracional porque los bajos retornos de esa información simplemente no justifican su costo en tiempo y otros recursos”.
Caplan cree que “la falta de influencia de la decisión de cada votante lo cambia todo. Los compradores tienen incentivos para ser racionales. Los votantes no”. Luego agrega: “Los votantes son peor que ignorantes; son, en una palabra, irracionales. Y votan de acuerdo a ello”.
Sin duda que los incentivos son diferentes. Yo voy al supermercado por una razón obvia: si me quedo en casa, a la mañana siguiente no tendré con qué lavarme el pelo. Pero los votantes tampoco tienen ese motivo: vayan o no a votar, al día siguiente la policía seguirá patrullando las calles, los semáforos seguirán funcionando y el colegio de sus niños seguirá abierto.
Es lo que se conoce como el problema de las acciones colectivas: participe o no, igual recibo los beneficios. Como el trabajador no sindicalizado que puede ahorrarse la huelga, pero recibir el bono por término de conflicto. O el votante que puede quedarse en casa, y seguir disfrutando de un estado que funciona en regla.
Sin embargo, en muchas democracias con voto voluntario la mitad o más de la mitad de sus ciudadanos siguen levantándose para hacer una cola y votar sin recibir nada concreto a cambio.
¿Por qué?
Para encontrar la respuesta hay que moverse del cerebro al corazón. De la razón al amor.
VOTA EN EL TABLÓN
¿Por qué van a votar a cambio de nada? La respuesta es que sí reciben algo a cambio: la sensación de identidad y de pertenencia a una comunidad. Es lo que Geoffrey Brennan y Loren Lomasky, en Democracy & Decision: The Pure Theory of Electoral Preference, llaman el voto expresivo. “Los economistas en general asumen que la gente vota instrumentalmente; por las políticas públicas que prefieren”. Ellos, en cambio, apuntan a la función expresiva del voto, y lo ejemplifican con los fanáticos en un partido de fútbol. “Los hinchas no gritan para ayudar a su equipo a ganar, sino para expresar su lealtad”, proponen los autores. “Similarmente, los ciudadanos pueden votar no para ayudar a sus políticas favoritas a ganar, sino para expresar su patriotismo, su compasión, o su devoción al medio ambiente”.
Participar de un momento histórico es un incentivo importante. ¿Cuántos dicen haber ido al Monumental cuando Colo Colo ganó la Copa Libertadores? ¿Cuántos se jactan de haber votado “No” en el plebiscito de 1988?
“Sentirse protagonista es un incentivo poderoso”, dice un parlamentario de la Concertación que vivió la campaña del “No” y la compara con la de Bachelet 2013. “Hay algo parecido: la gente no quiere quedarse fuera”.
Cosa similar podemos decir de las multitudinarias protestas estudiantiles de 2011. ¿Cuántos de esos jóvenes marchaban para ser parte de un momento generacional importante antes que por una serie de demandas específicas?
“Clausewitz decía que las fuerzas materiales son tan importantes como las fuerzas morales”, comenta Francisco Aleuy, en otra de sus usuales analogías bélicas. “En política las fuerzas materiales son el dinero, la organización, los voluntarios en terreno. Y las fuerzas morales son el sentido de las cosas, la épica. Comunicar algo que sea importante para la gente. El sentido de misión es lo primero”.