“Rockefeller y morgan compraron la elección d 1986 en EEUU. Los poderosos querrán hacer lo mismo en Chile?”.
El tuit es del 4 de agosto. Su autor, el candidato presidencial Franco Parisi. Y su inspiración, un documental que emitía en ese momento The History Channel. A falta de referentes más clásicos (un padrino político, un libro con una cosmovisión, una ideología inspiradora), ese programa de TV que tanto impresionó al candidato puede transformarse en una buena ventana para descubrir qué mueve al economista que se ha convertido en la gran sorpresa de estas elecciones.
El documental es de trazos gruesos. Describe la elección de 1896 (no la de 1986, por cierto) desde la simplificación máxima. En esta fábula, los poderosos dueños de los monopolios (John D. Rockefeller, J.P. Morgan y Andrew Carnegie) conspiran para “comprar un presidente” que asegure sus negocios contra la amenaza de los reformistas, liderados por William J. Bryan.
“¡Voy a acabar con los monopolios! ¿Me oyes Carnegie, me oyes Rockefeller?”, proclama Bryan en un fervoroso discurso. La siguiente escena muestra a los tres magnates sentados en sillones oscuros en una sala en semipenumbra, mientras disfrutan unos whiskies. “Tenemos que comprar nuestro propio presidente”, deciden.
Es una campaña, nos cuenta el documental sin matiz alguno, “de Wall Street contra el mundo común, de ricos versus pobres”. Finalmente, el dinero de los magnates logra su objetivo: gastando una fortuna y controlando los medios de comunicación, instalan a su hombre, William McKinley, en la Casa Blanca y aseguran el bienestar de sus imperios económicos.
Parisi incorporó esa historia a su discurso habitual, marcando las similitudes entre los negocios monopólicos de los grandes magnates, y el poder de los grupos económicos en Chile. En junio, en La Red, había explicado el link de manera didáctica. “Estados Unidos en 1920 le dijo a un gran amigo de la señora Bachelet, Rockefeller, usted me separa la producción de petróleo de la distribución (…) decirles a los Luksic: usted no puede ser dueño de todo Chile, tiene que dejar algún negocio”.
(En rigor, el fallo judicial que desmembró el imperio petrolero de Rockefeller ocurrió en 1911 y, considerando que el magnate murió en 1937, su amistad con Bachelet es improbable. Seguramente, Parisi se refiere a su nieto, David).
William J. Bryan, el héroe derrotado del documental, era un populista. Franco Parisi también lo es. Puede parecer una afirmación fuerte para nuestra cultura política, en que la palabra “populismo” se usa como un insulto antes que como una descripción, como un arma arrojadiza que es sinónimo de “demagogia”.
Pero aunque la palabra esté desprestigiada, sigue siendo necesaria para identificar una doctrina en que se separa el pueblo de la elite, tomando partido por el primero. Según la descripción de Daniele Albertazzi y Duncan McDonnell, el populismo contrapone “un virtuoso y homogéneo pueblo contra un conjunto de elites y peligrosos otros”, que puede incluir a magnates, políticos, dueños de medios de comunicación, extranjeros y minorías raciales o religiosas.
Dependiendo de la mezcla de esos ingredientes, la receta puede dar lugar a un Perón, a un Ross Perot, a un Le Pen o a un Parisi. Todos ellos tienen en común arrogarse una representación personal de ese pueblo contra los abusos de la elite corrupta.
En el caso del chileno, no hay tintes xenófobos ni de conservadurismo moral, que suelen ser comunes en otros populistas alarmados por la pérdida de la pureza de los valores tradicionales. El de Parisi es, en ese sentido, a diferencia del Frente Nacional francés o del Tea Party estadounidense, un populismo moderno, cosmopolita, y más optimista que pesimista.
Parisi se ve a sí mismo como el campeón de la gente común contra la trenza formada por la elite política y económica, que personifica en apellidos como Luksic, Novoa, Angelini y Girardi. Pero, al mismo tiempo, apela a su instinto aspiracional. Cuando se presenta en la franja como un playboy bajando de su Porsche para entrar a la casa de una chilena común, no pretende igualarse con ella, sino convertirse al mismo tiempo en su espejo y su proyección, en su representante y su aspiración.
La coherencia política no suele ser una característica del populismo. El senador Antonio Horvath es jefe programático de Parisi, pero sigue militando en RN, un partido que apoya a Matthei. Es más: en un giro francamente rocambolesco, Horvath se niega a decir por quién votará en las elecciones. El entorno político de Parisi es tan variopinto, como la trayectoria electoral del propio candidato, quien dice haber votado por Lavín en la primera vuelta de las elecciones de 1999, para luego cambiarse a Lagos en el balotaje.
Como todo populista, Parisi rechaza las coordenadas políticas. “Los de izquierda me dicen facho y los de derecha me dicen comunista... No señores, soy chileno y estoy del lado de las buenas ideas, no de los partidos”, es la frase de bienvenida de uno de sus sitios web. Es un juego de oposiciones engañosas (¿ser de izquierda o de derecha es no ser chileno?, ¿las buenas ideas sólo están fuera de los partidos?), pero que apunta directamente al elector apolítico, tomando prestadas frases de un populista institucional, el Lavín de la campaña de 1999 (¿se acuerdan de su promesa de formar una “selección nacional” en su gobierno?).
Hay otra definición que calza tan bien a la campaña de Parisi como a otros populistas alrededor del mundo: ellos, dicen Albertazzi y McDonnell, “ofrecen soluciones sencillas, de sentido común, para los problemas complejos de la sociedad”. En ese sentido, el populismo es lo opuesto a la ideología, que suele ofrecer respuestas complejas a los problemas más cotidianos. Un ideólogo dirá que para solucionar un problema puntual (digamos, los asaltos es una esquina) es necesario completar cambios estructurales (acabar con la desigualdad). El populista funciona en sentido inverso. Para él, los problemas más graves tienen soluciones simples, que caben en sólo una frase.
En Estados Unidos durante la presidencia de Clinton las bautizaron como “McIssues”, haciendo la analogía con un combo de comida rápida. Parisi prefiere hablar de esas propuestas micro (ajedrez en los colegios, licencias médicas digitales) antes que de grandes propuestas ideológicas. Él está del lado “de las buenas ideas”, no de la coherencia de un programa de gobierno.
“Eso es muy sencillo” es una muletilla de Parisi cada vez que se le pregunta por problemas complejos. En eso se hermana con la candidatura populista más exitosa del Chile post dictadura, la de Francisco Javier Errázuriz, quien prometía eliminar la UF en cinco minutos, como si bastara con la firma de un decreto para borrar de un plumazo los problemas derivados de la inflación y la indexación de la economía. Cuando Marco Enríquez-Ominami simula un tartamudeo para hablar de “Fra-Franco Parisi”, busca explicitar esa conexión con un candidato que terminó convertido en la caricatura del populismo chileno.
Franco Parisi, claro está, es mucho más que esa caricatura. Es un hábil comunicador tocando una tecla que lo conecta con electores apolíticos (una categoría que en Chile suele mezclarse con la derecha), de clase media, especialmente jóvenes. Su discurso funciona. Su campaña ya despegó. Pero ahora enfrenta sus dos desafíos mayores.
El primero es el manejo de crisis. La predecible arremetida de Evelyn Matthei en su contra desnuda una campaña precaria, sin partidos ni un grupo de parlamentarios que puedan hacer de francotiradores y sacar al candidato de la primera línea. El manejo de crisis de Parisi está siendo puesto a prueba por primera vez, y podemos esperar desafíos similares hasta el día mismo de la elección. Será una candidatura chica (en recursos, en rostros , en espesor analítico) enfrentando los desafíos de una campaña grande.
Y, si sobrevive a estas cuatro semanas bajo fuego, el 17 de noviembre llegará el segundo desafío, el mayor: lograr que sus partidarios voten. La gran incógnita de su candidatura es que depende de un segmento de electores no habituados a participar en los ritos de la democracia. ¿Se levantarán ese domingo para marcar por Parisi? ¿Logrará el economista convertir la adhesión en el entusiasmo necesario para dar la gran sorpresa? Como diría un populista, el pueblo tiene la palabra.