Si en la actual coyuntura Evelyn Matthei no hubiera existido, lo más probable es que la derecha hubiera tenido que inventarla. Bombardeada la candidatura de Golborne por efecto de una sentencia que no estaba en el radar de nadie, aunque debió haberlo estado; truncada la oportunidad de Pablo Longueira por un cuadro depresivo que tampoco apareció de la noche a la mañana, y malograda la opción de Andrés Allamand por una conducta, la noche de su derrota en las primarias, que no estuvo a la altura de los estándares unitarios que se esperaban de su parte, el nombre de Evelyn Matthei se impuso por descarte. Quizás no fue el óptimo para nadie en el sector, pero a ojos de la UDI, del gobierno, e incluso de RN, nadie calificó mejor que ella para sacar la cara por la derecha en la presente encrucijada.
Se sabía que el desafío iba a ser difícil. Nadie sin embargo imaginó que tanto.
No es gratis cambiar dos o tres veces de candidato. La gente puede entender que en una rifa los tres primeros números vayan al agua, pero es más complicado cuando le sacan de la carrera a su candidato y le dicen que era broma, que la partida había sido en falso o que ahora hay que hacer borrón y cuenta nueva. Evelyn Matthei ha estado pagando los costos de subestimar esas sucesivas recomposiciones. Pocas veces la política se acercó tanto a la comedia de equivocaciones. Eso es lo que tiene a la candidata arrinconada. Porque, en contra de los que asumen que Chile tiene una estructura de medios completamente digitada por la derecha, a Matthei le ha costado un mundo visibilizarse y calificar en la conversación nacional. Le ha costado incluso conseguir titulares modestos en páginas interiores.
El supuesto de La Moneda, de sectores de la UDI y del entorno de la propia Evelyn Matthei, en cuanto a que bastaría que ella entrara al ruedo para que al día siguiente Bachelet se encontrara en problemas porque el carisma de esta otra rubia iba a ser tanto o más potente que el suyo, fracasó. No, fue un mal pronóstico: Matthei no es el fenómeno emocional, político y mediático que es Bachelet. No genera la misma confianza. No tiene la misma convocatoria, no da la misma tranquilidad. No transmite ni de lejos sentimientos comparables de empatía. ¿Es porque es de derecha? ¿Es porque es demasiado frontal al momento de expresar divergencias? ¿O es porque tiene una historia manchada por un episodio -la Kioto- discutible y confuso? El campo está libre para muchas hipótesis. Pero no tiene mucho sentido estirar la cuerda por ahí. Todas las comparaciones son odiosas.
EL PIANO
Aunque Matthei tenga una historia de vida que coincide con la de Bachelet en más puntos de lo que a un mal libretista de teleseries políticas se le ocurriría para justificar la idea de los destinos paralelos, la verdad de las verdades es que entre Matthei y Bachelet son mucho más las divergencias que las convergencias.
Okey: ambas son hijas de general y de edad similar; ambas son rubias y con fuertes ancestros europeos. Tuvieron padres que conocían y apreciaban, vivieron en un momento en el mismo barrio y fueron parte de la llamada familia militar. Pero Matthei es mucho más “milica” que su contendora, entró a la política bastante más tarde que ella, y vivió en los años decisivos de su formación un dilema que no tuvo nada que ver con lo que estaba viviendo Chile entre la última parte del gobierno del presidente Allende y los primeros meses del gobierno militar. Su duda era si persistir en los estudios de piano, luego que en Londres tomara clases con Ruth Nye y tuviera incluso contactos con Claudio Arrau. Para entonces ya tenía 14 años de formación musical en el cuerpo y el sueño lejano de llegar a concertista. Por entonces o muy poco después, Bachelet ya tenía sus cosas bastante más claras en función de lo que estaba ocurriendo en Chile, y eso explica su temprana militancia política, las marcas que le dejó el exilio en la cara y en el corazón y el hecho de haber terminado templando su carácter en ese inmenso cuartel policial que fue la RDA.
No obstante ser hija de un oficial que llegó a ser parte de la junta de gobierno en 1978, la política tocó a la puerta de la vida de Evelyn Matthei recién a fines de los 80, cuando los chilenos estaban mandando al general Pinochet para la casa y se imponía en la derecha el desafío de organizar un partido que interpretara los tradicionales ideales del sector y recogiera o proyectara lo que valiera la pena salvar del gobierno de Pinochet. Al final, no fue un partido; fueron dos. Y Evelyn Matthei optaría por el más despeinado, saltando circunstancialmente a la política luego de su participación en un programa de televisión donde, como rostro nuevo del partido, figuró sentada entre Onofre Jarpa y Andrés Allamand, los dos pesos pesados de RN.
No sólo era una cara bonita. También era una economista en ascenso. Había estudiado en la UC y trabajado con Sebastián Piñera en la empresa de tarjetas de crédito Bancard. Qué duda cabe que podría haberse desarrollado en este plano como hubiera querido. Qué duda cabe también que la política la sacó de esa órbita de racionalidades aritméticas y la trajo a un terreno donde como mujer apasionada que es podía sentirse no más cómoda sino bastante más plena. Matthei es una mujer seductora y de intensidades. Dicho y hecho: pocos meses después de esa aparición ya era candidata a diputada y, una vez ahí, ya no la pararía nadie. Ni nada.
¿THATCHER O MERKEL?
Es posible que el rasgo interior de mayor gravitación de Matthei sea la disciplina. Hacia allá la empuja su formación luterana, la sangre alemana que corre por sus venas y su culto, entre economicista y germanófilo, por la eficiencia, por las cosas que funcionan, por los resultados.
Es porque resulta, es porque funciona, es porque no hay otra capaz de generar más trabajo y mayores riquezas, que Evelyn Matthei terminó suscribiendo la economía de mercado. Su camino no es el de quienes abrazan el modelo a partir de compromisos anteriores con el principio de la libertad. Ella no llegó por ahí. Matthei no es Margaret Thatcher, no es una figura política tocada por el fuego abrasador de las convicciones. Es más bien la alemana Angela Merkel, que no está para impartir lecciones doctrinarias a nadie, pero que es capaz de abrazar rendidamente la ortodoxia de las buenas soluciones pragmáticas. Los principios para ella valen en la medida que resultan. Si no, bueno, mejor cambiarlos.
Por lo mismo, podría ser que entre las dos grandes pulsiones de la política de derecha, Evelyn Matthei esté mucho más cerca de la pulsión del orden que de la pulsión de la libertad. Le gusta mucho más el modelo alemán, noruego o danés que el estadounidense, mucho más la matriz corporativista de los estados nórdicos que el capitalismo a veces depredador, poco compasivo y salvaje que dejan entrever en ciudades norteamericanas como Detroit, Nueva Orleans o Los Ángeles.
HIJA DEL RIGOR
Son varios los factores que impiden ver en Evelyn Matthei la quintaesencia de la derecha chilena. Su singularidad primigenia para estos efectos radica en el hecho de no ser católica. Y no lo es porque se formó en los valores luteranos de su hogar -la disciplina, el ahorro, la responsabilidad, la autosuperación y el trabajo bien hecho- y esta circunstancia impuso muchas diferencias. Es profundamente “matea” y genuinamente meritocrática. Se sienta interpelada y herida no sólo por las desigualdades sino también por los privilegios. Ella no es hija de la ventaja sino del esfuerzo. En esa medida, no se siente parte del núcleo duro de la derecha chilena tradicional, de cuyo ADN el catolicismo -sea en la vertiente más conservadora, sea en la inspiración jesuita de cerrado compromiso con los pobres- es parte tan sustantiva. Las posiciones que ha tenido Matthei en temas como divorcio, Acuerdo de Vida en Pareja y aborto terapéutico muestran que fue una parlamentaria muy autónoma y bastante más ligera de equipaje que muchos de sus colegas, lastrados por el peso de los vetos de la política y de la fe.
Aunque la UDI sea su partido desde que decidió abandonar RN después del episodio de la Kioto y el espionaje, difícil encontrar una cabeza menos UDI que la suya. Matthei no comparte ni la estética ni la infinita tristeza que Jaime Guzmán imprimió a su partido. Lo suyo es una política bastante más relajada y chascona, donde tampoco se hace tanto cuento con el factor obediencia. Evelyn Matthei ve los partidos como corrientes de sensibilidad y de opinión y no como las legiones disciplinadas, armadas y no deliberantes que imaginó Guzmán para combatir a las fuerzas de la disociación o del mal.
CAMBIO DE RUMBO
Parte del fracaso de Matthei no es no haber logrado hacer una campaña más parecida a ella que a la UDI. Tal vez en esto ya hay poco margen de acción y la suerte quedó sellada el día que nombró a Joaquín Lavín como generalísimo. Lavín tiene muy poca épica y sintonía con el nuevo Chile y es de los políticos que no ven muchas diferencias entre vender detergentes y vender a un candidato. Su fórmula del puerta a puerta y el trabajo de hormiga ya no funciona, entre otras razones porque queda demasiado poco tiempo. Ésa sería la razón del cambio de rumbo que la candidata dio el domingo pasado al atacar frontalmente a Franco Parisi en un programa de televisión por supuestos incumplimientos de obligaciones laborales de sociedades que él presidía.
Evelyn Matthei desoyó a su entorno timorato que le recomendaba seguir atacando a Bachelet -que, a todo esto, no la lleva ni de apunte- y le encarecía ignorar a Parisi, que ha estado capitalizando parte del voto popular y blando que siempre fue de la derecha.
Es por lejos la decisión más arriesgada que ella ha tomado en esta campaña. Hay muchos que piensan que fue un error, porque con esta decisión Matthei está quemando sus naves y Parisi después de esto jamás le endosará su votación para la segunda vuelta, si es que la hay. Pero la movida bien la podría favorecer. De partida, le ha dado una notoriedad mediática que ni sus giras, ni su programa, ni sus críticas a Bachelet le dieron. Y entre pitos y flautas la denuncia bien podría frenar la fuga de votos suyos hacia el candidato populista.
Es la política del riesgo: se gana o se pierde. Despertó Matthei.