Hace cuatro años, en su franja televisiva a Marco Enríquez-Ominami le pegaban cachetadas. Apostando por impactar a los electores, el candidato aparecía en un laboratorio donde un científico lo golpeaba en la cara para luego constatar: “Marco es de verdad, es sensible”.
Cuatro años después, con algunas canas, una dicción un poco más trabajada, un partido político atrás y una campaña cada vez más cuesta arriba, del maestro de la provocación queda muy poco. En su franja 2013 ME-O aparece sentado en un despacho donde todo intenta ser presidencial: la iluminación, el sillón, la bandera chilena al fondo, la corbata roja. Del díscolo al estadista, del rebelde al candidato que ya no quiere ser novedad, sino que pretende ser confiable.
En 2009, Enríquez-Ominami quemó sus naves y completó la campaña presidencial perdedora más exitosa que uno pueda imaginar: pasó de ser un diputado más a un líder político nacional, capaz de capturar un millón 400 mil votos. Y si no llegó a la segunda vuelta fue fundamentalmente porque el gobierno de Michelle Bachelet decidió poner el peso de su popularidad del lado del candidato oficial, Eduardo Frei.
Y ahí aparece el fantasma que, en 2013 como en 2009, le está cerrando otra vez las puertas de La Moneda a Enríquez-Ominami. Se llama Michelle. Su apellido es Bachelet.
¿Qué hubiera pasado si, con tal de detener a Piñera, Bachelet se hubiera declarado neutral, permitiendo a ME-O pasar a segunda vuelta?
¿Y si la ex presidenta se hubiera quedado en Nueva York, en vez de volver a asumir una nueva candidatura?
Enríquez-Ominami apostó al camino largo. Recorrió el país, inscribió un partido, armó una estructura nacional. Afinó sus propuestas, refinó su discurso. El charquicán ideológico de su primera aventura presidencial, con el liberal Paul Fontaine a cargo del programa económico, el ubicuo Max Marambio de generalísimo, y el impredecible Álvaro Escobar como vocero, se acabó. Fontaine está de vuelta en la derecha, Marambio en lo suyo, y Escobar en la tele.
ME-O versión 2013 ya no coquetea con el liberalismo económico. Se instala como un socialdemócrata que cree en el estado de bienestar, en los derechos garantizados y las libertades civiles. Un espacio perfecto para sintonizar con el que parece ser el ánimo mayoritario del Chile post-protestas.
Eso le ha permitido armar un núcleo duro electoral, centrado en los profesionales liberales menores de 45 años. Sus votantes, como demuestra el estudio publicado por Qué Pasa en base a los datos de la encuesta Ichem-Universidad Autónoma, son consistentemente liberales, a favor de despenalizar el aborto (58%), del matrimonio homosexual (50%) y de la legalización de la marihuana (57%).
Pero hay un problema.
Otra vez: Bachelet.
En 2010 ó 2011 no parecía imposible que Marco fuera el siguiente presidente de Chile. Para 2012, cuando la vuelta de Bachelet ya era un hecho, no. Y ahora la apuesta es mucho más tímida: no terminar cuarto, detrás de un advenedizo en política como Franco Parisi. Una meta mínima, modesta, después de tantas expectativas.
Pudo ser distinto, claro, si Bachelet se hubiera quedado en Nueva York. O si ME-O hubiera sido capaz de conectarse con el gran movimiento social de 2011. Tenía una carta para ello: mucho antes de que los universitarios se tomaran las calles, él se había descolgado de Bachelet para votar contra la LGE. Pero no fue el caso. Vaciló, no generó confianzas, y terminó aislado de una fuerza que podría haber sido su impulso lógico una vez cerrada la puerta de la alianza con la Concertación, encantada con el regreso de la ex presidenta.
Marco no fue ni lo uno ni lo otro. Y enfrenta el último mes de campaña convertido en un candidato de pasado relevante y de presente prosaico. Bachelet es una muralla infranqueable que le impide hacer crecer su voto duro entre el C3, el D y los mayores de 50 años. Arrinconado por la candidata de la Nueva Mayoría, ME-O está convertido en un producto de nicho antes que de consumo transversal.
Un nicho que, además, sufre de hacinamiento. El espacio político a la izquierda de Bachelet está sobrepoblado con Claude, Sfeir, Miranda y él mismo disputando un grupo acotado de votantes. Un grupo que, para peor, y a diferencia de la fidelidad que Bachelet puede conseguir entre sus partidarios, abrumadoramente adultos y de la tercera edad, es reticente a votar.
La misma encuesta Ichem-Universidad Autónoma revela un dato que resume bien el dilema de Enríquez-Ominami. Es la segunda opción. El segundo candidato mejor evaluado en preguntas como “con quién se tomaría un café” o “a quién invitaría a un asado”. De hecho, el 41% dice que votaría por él si Bachelet no se presentara.
El problema, de nuevo, es que la candidata favorita de ellos sí se presenta. Y que, con Bachelet en la papeleta, ser la segunda opción no suma ningún voto.
Hasta ahora, el candidato del Partido Progresista parece decidido a frenar sus instintos. A no reaccionar al escenario adverso con ataques a la yugular. Sus críticas a Bachelet siempre son matizadas, enfatizando su “aprecio” por ella y su pertenencia a “un mismo domicilio político”, muletillas que enmarcan cada comentario sobre la reticencia de la ex presidenta a asistir a debates o a explicitar su programa.
Esta vez, el ex diputado se disciplina. No quiere salir de la elección como el anti-Bachelet, tal como en 2009 emergió de ella como la némesis de Frei. Y a juzgar por esos números, al menos esa meta modesta la está logrando.
Es esa contención, ese autocontrol, la insistencia por enterrar al niño terrible y reemplazarlo por el adulto responsable, aun cuando el escenario parecería aconsejar más audacia, es que da la clave del estado actual del marquismo. Enríquez-Ominami da la impresión de estar pensando más en el futuro que en el presente.
A eso apuesta ME-O cuando abre su franja de corbata roja en un despacho presidencial con la bandera de fondo. Está buscando votos, sí, pero más que eso está reinventándose, construyendo un personaje que le permita sobrevivir más allá de noviembre.
No será fácil. Como quien persigue el arcoíris, Marco Enríquez-Ominami parece, una vez más, el tipo que podría estar a cuatro años de distancia de ser presidente. Salvo que ocurra un cataclismo en las semanas que quedan, tendrá, una vez más, cuatro años para pensar en cómo lograrlo.