Por Daniel Matamala Noviembre 14, 2013

Si el domingo trae sorpresas en ambos pactos, con incumbentes derrotados, es de esperar una reacción transversal de la elite política en defensa de sus posiciones personales.

“He cambiado de opinión”. La frase de Michelle Bachelet es el primer anticipo de una batalla que puede abrirse desde el domingo en la noche: la tentación de la elite por restablecer el voto obligatorio, reemplazado hace apenas dos años por el sufragio voluntario.

“Yo creía que a los chilenos les encantaba ir a votar, pero parece que era porque estábamos obligados”, explicó Bachelet en Radio Cooperativa, palabras que de inmediato alentaron a la Democracia Cristiana. Su presidente, Ignacio Walker, recordó que la DC es partidaria del voto obligatorio y pidió que en el próximo gobierno, “con buenos argumentos”, se acabe la voluntariedad. El timonel del PS, Osvaldo Andrade, ya había definido la voluntariedad del voto como “un error que debe ser reparado”.

La ansiedad de la DC es explicable. Como resalta el experto electoral y asesor de la falange Mauricio Morales: “En el voto voluntario ya no es clave la proximidad, sino la intensidad. La DC tiene proximidad, pero no tiene intensidad. Es el vecino, pero no es tan amigo tuyo. Entonces, si ya no estás obligado, no vas a salir de tu casa para ir a verlo sólo porque vive cerca”. La debacle de Claudio Orrego en las primarias parece confirmar sus dichos.

Pero en lo que respecta a Bachelet y al PS, es una arremetida paradójica. Toda la evidencia disponible hasta ahora sugiere que los más beneficiados con el voto voluntario son precisamente la ex presidenta y su coalición. Así se vio en las municipales de 2012, donde la abstención del electorado histórico de derecha le costó las alcaldías de Santiago y Providencia a la UDI, y en las primarias de 2013, donde Bachelet exhibió una capacidad sin parangón para movilizar. En una elección sin la más mínima incertidumbre sobre el resultado, ella sola llevó a los locales de votación al doble de electores que los dos candidatos de la Alianza (Longueira y Allamand) sumados, quienes estaban en una disputa voto a voto.

Como describo en el libro Tu cariño se me va.  La batalla por los votantes del nuevo Chile, hay dos explicaciones complementarias para ese fenómeno. Una es personal: el profundo lazo emocional entre la candidata y un segmento de los votantes, que los impulsa a participar, tal como un hincha del fútbol se ve empujado a ir al estadio. “Los hinchas no gritan para ayudar a su equipo a ganar, sino para expresar su lealtad”, explican Geoffrey Brennan y Loren Lomasky en Democracy & Decision. Estos investigadores bautizan el símil político de las barras con el nombre de voto expresivo. Una preferencia que favorecería a Bachelet entre sus grupos demográficos más fieles (mujeres, adultos mayores y vecinos de comunas populares), que irán a votar aunque la elección ya parezca resuelta en su favor.

El otro factor es el ideológico: más allá de los candidatos involucrados, el voto voluntario parece favorecer a la izquierda. En ello coinciden los expertos electorales Pepe Auth, del PPD, y Gonzalo Müller, de la UDI. “Con voto voluntario sufre la derecha , que tiene una tradición antipolítica, de desideologizar a su gente… los problemas reales de la gente eran un discurso para un electorado blando”, dice Auth.

Desde la otra vereda, Müller coincide: “El voto voluntario perjudica a la derecha. Su votante es menos comprometido, más individualista y apolítico”. La conclusión de Auth, mirando los datos de las primarias, es lapidaria: “La derecha se desfondó en los sectores populares”.

Si una baja participación en esas comunas provoca un desastre para la Alianza, con doblajes inesperados, es probable que ese sector se sume a la arremetida. Pero, más allá de los cálculos de lado y lado, la inquietud por el voto voluntario parece expresar un sentimiento transversal entre la elite: el temor por la relación más horizontal que la voluntariedad establece entre representantes y representados.

Así es. El voto obligatorio es el mejor seguro de vida para los incumbentes. Cuando las elecciones son decididas por un electorado blando y desinformado, los partidos y candidatos que defienden un cupo parten con enorme ventaja, gracias al reconocimiento de su nombre entre esos votantes. Desde 1990, en el Chile con voto obligatorio el 85% de los incumbentes que ha repostulado ha ganado la reelección.

El voto voluntario elimina esa certeza, rebaraja los naipes y da incertidumbre a distritos que antes parecían decididos de antemano. Si la noche del domingo trae sorpresas en ambos pactos, con incumbentes derrotados por candidatos nuevos, es de esperar una reacción transversal de la elite política en defensa de sus posiciones personales. Es el mismo instinto de conservación que mantiene en su lugar al binominal y que postergó la elección de Cores.

No es que el voto voluntario aleje a la gente de la política; simplemente, sincera la realidad. Muestra al rey desnudo. Y por eso es entendible que la clase política intente volver a vestirse. La explicación de Andrade al respecto es transparente: “El voto voluntario genera incertidumbre”, ha dicho con toda razón. Pero esa incertidumbre, que para el poder político es peligrosa, para la democracia es saludable.

Los incentivos para reabrir la discusión están. Si, además, la participación baja de la barrera de 7 millones, la excusa estará servida. Por eso, el mejor remedio que tiene la ciudadanía para mantener su derecho a no votar es, precisamente, ir a votar este domingo, así sea nulo o en blanco. Será la mejor demostración de que el voto voluntario no es sinónimo de flojera ni de desinterés, sino de lo contrario: cuánto más válidos son 7 millones de votos voluntarios que 7 millones de marcas obligadas bajo amenaza de multa.

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