Por Daniel Matamala Febrero 6, 2014

© @gabrielboric

El gobierno entrante quedó sacudido por su incapacidad para leer correctamente a este nuevo grupo de presión, al que le abrió la puerta de La Moneda y del Congreso, y recién ahora parece advertir que no será un invitado especialmente respetuoso del protocolo.

Leída hoy, la entrevista parece un modelo de moderación. Pero en el sensible ambiente del cambio de régimen, de la dictadura a la vacilante democracia, una frase de Carlos Huneeus a la revista Análisis, en que declaraba: “Conozco a los militares”, bastó para desatar la indignación del Ejército. Pinochet entendió esa sentencia como una provocación y, aún en el poder, comunicó su veto sobre el académico DC, quien se aprestaba a ser el primer subsecretario de Guerra de la nueva democracia.

El nombre de Huneeus no alcanzó a oficializarse: su nombramiento se deshizo, y el sociólogo tuvo que hacer las maletas y partir a Bonn como embajador ante Alemania Occidental.

Todos estaban notificados: el Ejército tenía poder de veto. Tampoco, por lo mismo, habría en el gobierno de Aylwin un solo socialista o PPD en alguna de las cinco subsecretarías que dependían de Defensa. Años después, Andrés Allamand lanzó su célebre acusación sobre los poderes fácticos: además del Ejército, estaban en esa lista los empresarios y El Mercurio: eran los grupos de presión que marcaban la pauta durante los años lentos de la transición.

Pero ya no. Los fácticos de entonces ya no son los mismos. Los militares están de vuelta en sus cuarteles. El poder de El Mercurio ya no es lo que era. Y los grandes empresarios, si bien siguen siendo muy influyentes, han debido entrar a regañadientes en el juego de toma y daca del poder en las democracias, perdiendo algunas batallas para ganar otras. Resignándose a una reforma tributaria que toca el FUT, pero gradualmente. Encajando el no a HidroAysén, pero recibiendo el cariñito de un ministro de Energía comprensivo.

Ahora el naipe está abierto. Y en buena hora. Ya no es el poder antidemocrático de una dictadura saliente el que atenaza al gobierno civil. Es una sociedad diversa en que todos pujan por sus intereses. El lobby también lo hacen los gremios profesionales, los ecologistas, los sindicatos. Y los más aventajados de todos: los estudiantes.

Claudia Peirano es la Huneeus de 2014. Cuando, el martes, marchó serena hacia las cámaras de televisión para ofrecerse en sacrificio en el altar de la educación gratuita, formalizó el nuevo mapa del poder, uno que incluye el derecho a veto de un poderoso grupo de presión emergente, el de los estudiantes.

Su evolución ha sido asombrosa. Partieron en 2011 con una herramienta única: la masividad de la calle. A lo largo de esos meses de protestas sumaron una segunda fuente de influencia: el apoyo de la opinión pública. En 2012 se replegaron, pero al año siguiente volvieron, sumando un tercer foco de poder: cuatro votos decisivos en la Cámara de Diputados, gentileza de Camila Vallejo, Karol Cariola, Giorgio Jackson y Gabriel Boric.

Ahora, en la primera escaramuza de 2014, han demostrado un instinto sofisticado para ganar la pulseada: con un discurso moderado, apuntaron a exigir el cumplimiento del programa antes que a la descalificación personal contra Peirano. La reunión pública de sus cuatro diputados en torno a una mesa recordaba el “servilletazo”, ese último intento de los militares por presionar públicamente a un gobierno civil. Esa vez los uniformados fueron llamados al orden sin más por el presidente Lagos. El “servilletazo” estudiantil, en cambio, fue todo un éxito: la amenaza de actuar en bloque en el Congreso, más allá de las etiquetas partidistas, resonó fuerte en Tegualda.

Así, los estudiantes lograron una de sus mayores victorias políticas, sin haber sacado a una sola persona a la calle. Tampoco podían hacerlo, en pleno mes de febrero. Si el “boinazo” militar de 1993 fue en el fondo una muestra de la erosión del poder de Pinochet (si tenía que llegar a ese extremo para proteger a su hijo del proceso por los pinocheques, era porque su influencia se estaba desvaneciendo lentamente), el boinazo de los estudiantes en 2014 es la muestra de su poder emergente: éste está tan asumido e internalizado, que ya basta sólo con la amenaza implícita (la amenaza de la calle, de la opinión pública, de los votos en el Congreso) para lograr sus fines.

Los estudiantes fueron inteligentes, coherentes, implacables incluso. La imagen del vicepresidente de la FEUC e hijo de Peirano refiriéndose a su madre como “la subsecretaria”, sin ningún matiz con el discurso de sus compañeros, fue un poderoso símbolo de disciplina. Al menos en esta pasada, anarquistas, comunistas, dirigentes de Revolución Democrática y de la Izquierda Autónoma no mostraron fisuras en su discurso.

Mientras los novatos en política actuaban como experimentados, en las oficinas de Tegualda no quedó error por cometer. En un puesto clave, sometido a un escrutinio único, la presidenta electa designó a una subsecretaria con flancos éticos abiertos por la relación comercial entre su agencia técnica y los colegios con fines de lucro de su entonces marido. La hemorragia de revelaciones que ha desangrado al gabinete desde entonces obliga a pensar que, más que una apuesta fallida o un error de cálculo, lo que hubo fue simplemente incompetencia en el chequeo básico de antecedentes.

La obsesión por el hermetismo mostró aquí todos sus peligros. El secretismo impidió que quienes podían encender las luces rojas lo hicieran a tiempo. Bachelet y su círculo íntimo se esmeraron tanto en que nadie supiera a quién estaban designando, que al final ellos mismos tampoco lo supieron. Tuvieron nombres, claro, pero no una comprensión real de sus debilidades y flancos abiertos.

La batalla por Peirano también explicitó la disputa entre las dos almas del bacheletismo: los que podríamos llamar neocomplacientes (aquellos que reivindican la obra de la Concertación y piden seguir por su camino de cambios graduales) y los neoflagelantes (que, desde dentro o desde la periferia de la Nueva Mayoría, abjuran de la Concertación y presionan por reformas radicales).

Los neoflagelantes habían ganado la primera batalla, la del programa. En 2013 y en apenas horas, bajo la presión de una masiva protesta, obligaron a Bachelet a desdecirse de su inicial reticencia a la educación universitaria gratuita para todos. Un triunfo que lograron plasmar en el programa de gobierno con que la Nueva Mayoría ganó las elecciones.

Era el 1 a 0. Los neocomplacientes agacharon la cabeza, pero pronto sintieron que había llegado su hora: la designación del tándem Eyzaguirre-Peirano al mando del Ministerio de Educación insinuaba que una cosa era el programa, pero algo muy distinto su implementación. Y que ella estaría a cargo de figuras de su confianza.

Fue el 1 a 1. La hora de la revancha. Exultante, uno de los líderes de los neo-complacientes, el ex ministro José Joaquín Brünner acusó, en CNN, a los estudiantes de “narcisismo” y advirtió que “el programa de gobierno es para atraer al electorado. Ahora hay que concretarlo en un plan específico”. Mientras, otra ex ministra, Mariana Aylwin, en una columna en La Segunda, tildó a los estudiantes de “guardianes de la fe” y opinó que el programa debe concretarse “con prudencia y flexibilidad”.

El sacrificio de Peirano fue el 2-1 para los neoflagelantes. El gobierno entrante quedó sacudido por su incapacidad para leer correctamente a este nuevo grupo de presión, al que le abrió la puerta de La Moneda y del Congreso, y recién ahora parece advertir que no será un invitado especialmente respetuoso del protocolo.

El boinazo de los estudiantes remeció febrero. Ahora el bacheletismo debe rearmar sus estrategias para enfrentar a un movimiento que no perdonará ningún error no forzado. ¿Contará la presidenta en su equipo con la habilidad de un Enrique Correa, con la sutileza de un Edgardo Boeninger, para domesticar el impulso fervoroso de ese nuevo grupo de poder?

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