Por Enero 22, 2015

¿Estamos dispuestos a hipotecar un sistema de partidos tradicional por otro excesivamente fragmentado? ¿No será que avanzamos demasiado rápido desde un sistema restrictivo como el binominal a otro exageradamente permisivo?

El martes pasado la Cámara de Diputados aprobó, en su último trámite legislativo, el fin del sistema binominal. Aunque la nueva fórmula electoral es ampliamente superior a la antigua, quedan algunas dudas respecto a las barreras de entrada para la inscripción de nuevos partidos. El sistema electoral que se acaba de aprobar ya es inclusivo, diseñando distritos que reparten entre 3 y 8 escaños, y circunscripciones que distribuyen entre 2 y 5 senadores. Por tanto, aumentan las posibilidades de que terceras fuerzas peleen al menos un cupo. En otras palabras, y como dirían algunos, este sistema será más “representativo”. Sin embargo, la nueva normativa insiste en un punto que, a mi juicio, debiese examinarse con mayor detención. Me refiero a la reducción en las barreras de entrada para formar partidos. Acá discuto dos puntos centrales. Primero, que los partidos puedan constituirse sólo en una región. Segundo, que el proceso de afiliación de miembros tenga menos exigencias que la legislación previa, pasando del 0,5% de las firmas al 0,25%.

No suena muy razonable que se combine un sistema electoral permisivo, donde incluso las coaliciones pueden presentar un candidato adicional al número de cargos a repartir por distrito o circunscripción, con un incentivo demasiado alto para constituir nuevos partidos. Al igual como en las personas existe un colesterol bueno y un colesterol malo, también en la política hay una fragmentación buena y una fragmentación mala. La fragmentación buena es la que emerge de la competencia y de la vitalidad de los sistemas de partidos. El incremento de la oferta -tal como sugiere el nuevo sistema electoral- viene a corregir el carácter restrictivo del binominal, donde sólo competían dos candidatos por lista (a veces, uno). Por tanto, esa fragmentación buena se reproduce en ambientes de democracia saludable. Más que el número de partidos, lo que importa es la calidad de los mismos. La fragmentación mala, en cambio, es la que se cultiva con pequeños caudillos o caciques que, formando partidos, pueden llegar al Congreso a defender sus propios intereses y no necesariamente los de sus representados. Eventualmente, se transforman en agencias de chantaje más que en instituciones propiamente democráticas.

 

UN MAL INCENTIVO PARA LA DEMOCRACIA
¿Cómo funcionaba el “sistema antiguo” y cómo funciona el “sistema nuevo” respecto a la creación de partidos? En la norma antigua, un partido podía constituirse en ocho regiones, o en tres que fueran territorialmente contiguas. Según el artículo 5 de la Ley de Partidos (18.603), para constituir un partido político sus organizadores deben ser a lo menos cien ciudadanos con derecho a sufragio y que no pertenezcan a otro partido existente o en formación. Luego de esto, los partidos procederían a la afiliación de sus miembros que, de acuerdo a la ley, debían representar el 0,5% del electorado que hubiera sufragado en la última elección de diputados. La nueva ley rebaja esa barrera al 0,25% y, más grave aún, permite que los partidos se constituyan en una sola región.

La normativa, por tanto, estimulará innecesariamente lo que he denominado como fragmentación mala. El problema no es menor, sobre todo si pensamos en la nueva ley de financiamiento. La propuesta del gobierno-a grandes rasgos- establece un aporte fiscal sólo a aquellos partidos con representación parlamentaria. Parte de ese aporte es distribuido mediante una especie de fondo común, entregando una fracción mayor a los partidos nacionales que a los partidos regionales. Luego, otra parte del aporte se distribuye a prorrata de los votos obtenidos por cada partido. El incentivo es grande. Si bien estos partidos regionales podrían aspirar sólo a competir, la nueva legislación entrega facilidades de formación, mayores probabilidades de que logren un escaño y, de conseguirlo, acceder al financiamiento estatal. En el afán de alcanzar este objetivo, los partidos regionales bien podrían recurrir a caudillos o caciques de la zona para así asegurar representación y obtener recursos financieros. ¿Es eso lo que queremos para nuestra democracia? ¿Estamos dispuestos a hipotecar un sistema de partidos tradicional por otro excesivamente fragmentado? ¿No será que avanzamos demasiado rápido desde un sistema restrictivo como el binominal a otro exageradamente permisivo?

Pero el problema no termina ahí. El proceso de afiliación de los nuevos partidos supone recolectar el 0,25% de las firmas, tomando como universo el total de votos emitidos en la última elección de diputados. ¿Qué sucedería si la participación continúa en retroceso? Claramente, esas barreras de acceso disminuirán. Por ejemplo, un partido podrá concluir su proceso de afiliación en Aysén recolectando 94 firmas, y alrededor de 200 en Magallanes y en Arica y Parinacota. Para Atacama la exigencia aumenta marginalmente a 248. La situación del Norte no deja de ser preocupante. Aún no tomamos conciencia de que ahí existe un subsistema de partidos. La fragmentación ha ido al alza por sobre el promedio nacional, mientras que la participación ha descendido más aceleradamente que en el resto de Chile. La combinación entre alta fragmentación y baja participación no es precisamente una buena noticia para la democracia. En otras palabras, lo que estaremos construyendo será un sistema donde el descenso de la participación favorezca la emergencia de nuevos partidos -pues se necesitarán menos firmas- y no viceversa, como supone una democracia de calidad.

A mi juicio, el nuevo sistema electoral traerá, efectivamente, más competencia y mayor chance de representación para terceras fuerzas. Con eso es suficiente. Estimular partidos regionales no es el camino que Chile necesita. Nos pasamos de un extremo a otro. Es decir, desde la restricción del binominal, a un esquema demasiado permisivo. ¿Qué mensaje, además, les estamos dando a los representantes independientes? Muy sencillo: formen un partido. Esta tarea les será fácil pues recolectarán rápidamente las firmas y, por cierto, en caso de aprobarse la ley de financiamiento, podrán acceder a recursos fiscales.

Los diseños institucionales muchas veces fracasan por normativas que aparentan ser inocuas, pero que terminan dañando la democracia. La reforma al sistema electoral y la ley de financiamiento van en la dirección correcta. El problema es que para ambas aplicará esta nueva normativa de creación de partidos. Frente a un sistema electoral más representativo, con una ley de financiamiento de partidos adecuada, pero con demasiados incentivos para la pululación de nuevos partidos, es muy probable que estemos legislando en contra de los intereses de la democracia.

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