La mentira es una pendiente peligrosa. Puede ser pequeña, casi nimia al principio, pero pronto obliga a cubrirla con otra más grande, y así sucesivamente, hasta que una piedra rodante se convierte en una avalancha que arrasa con todo; con el respeto, con la credibilidad y con la confianza.
¿Cuál fue el punto sin retorno? ¿Fue cuando Ena von Baer negó enfáticamente, tres veces (“no, no, no”), haber pedido plata a Penta? ¿O cuando Natalia Compagnon aseguró que su esposo sólo fue “a mirar la oficina” de Andrónico Luksic en su reunión? ¿Quizás cuando Jovino Novoa se declaró víctima de un “show mediático, ideológicamente falso”? ¿Cuando Jorge Pizarro defendió supuestas “asesorías verbales” de sus hijos por $45 millones?
¿En qué momento la maraña enredó a tantos? ¿Fue cuando Ernesto Silva definió que un partido político no tiene ningún estándar ético más que la condena judicial? ¿O cuando -yendo aun más allá- la UDI exculpó por anticipado a los militantes que “hayan contribuido al crecimiento del partido”? ¿O tal vez ese día en que el ministro Peñailillo pidió “parar la caza de brujas”, 48 horas después que el director de SQM Hernán Büchi ocupara exactamente la misma expresión para pedir exactamente lo mismo?
¿Fue la presidenta Bachelet, con su silencio suicida sobre los negociados de su hijo? ¿O el ex presidente Piñera, con su nula reacción ante los escándalos de su ex subsecretario?
¿Cuándo, en definitiva, fue que el escándalo del financiamiento de la política se convirtió en el escándalo de las medias verdades, las mentiras completas, la trampa como argucia y la irresponsabilidad política como axioma?
No tenía por qué ser así.
Desde el principio, desde ese enero tórrido para la UDI, hubo una salida lógica. Iván Moreira la tomó: acorralado por las revelaciones, humillado por los floridos mails de madrugada en que pedía “cupones de combustible” y “raspados de la olla”, el senador hizo lo correcto: dijo la verdad.
Lo suyo no fue heroísmo, sino apenas una pizca de sentido común. Los mails eran públicos, las boletas estaban en poder de la fiscalía, el procedimiento ya era conocido. La confesión -parcial, a los tirones, sin detalles ni respuestas completas- sólo llegó al enfrentarse al desnudo cuerpo del delito.
Pero fue el único. Luego se impuso la estrategia del avestruz, y comenzó este interminable rosario de falsedades, de explicaciones absurdas, ridículas o francamente delirantes. La tesis de la negación se convirtió en la predominante para el sistema político.
Se extendió también la epidemia de descansar en los juicios como sustitutos de los tribunales de ética. De una renuncia total a hacer cumplir los mandatos de coherencia política que, se supone, guían la acción de los partidos.
La mentira es una pendiente peligrosa. Puede ser pequeña, casi nimia al principio, pero pronto obliga a cubrirla con otra más grande, y así sucesivamente, hasta que una piedra rodante se convierte en una avalancha que crece a cada minuto y que arrasa con todo; con el respeto, con la credibilidad y con la confianza.
Así, se van acumulando los informes orales y escritos sobre políticas de infancia, la crisis en la Unión Europea, la flexibilidad laboral, el mercado del yodo o el control de asistencia. Martelli, Ponce, los dueños de Alsacia se revelan en esta ficción como auténticos renacentistas, hombres para quienes todo el amplio espectro del saber humano es de su interés.
LA MENTIRA FINAL
En medio de esta avalancha que crece día a día en su absurdo, recordemos tres historias. Las de Nixon, Clinton y Obama.
En su biografía La arrogancia del poder, el autor Anthony Summers detalla los pecados públicos de Richard Nixon: tráfico de influencias para ayudar a los clientes de su asesor Murray Chotiner en los años 50; recibir dinero negro, a través de un hermano y de un amigo, del empresario y aviador Howard Hughes en 1960; aceptar sobornos del exiliado rumano Nicolae Malaxa en 1952; etcétera, etcétera.
Pero Nixon no cayó por ninguno de esos casos. Tampoco por haber espiado a sus rivales demócratas en el edificio Watergate. Cayó por haber negado una y otra vez estar involucrado en esa acción, montando un edificio cada vez más complejo de mentiras para intentar encubrir la verdad y obstruir la acción de la justicia y de la prensa. “I am not a crook” (“no soy un sinvergüenza”), declaró desesperadamente Nixon, pero esa última jugada también fracasó al develarse las cintas de audio que demostraban su farsa.
También fue una mentira (“no tuve relaciones sexuales con esa mujer”) la que casi le cuesta la presidencia a Bill Clinton. La diferencia entre ambos es que, después de siete meses de falsedades, Clinton finalmente enfrentó a los ciudadanos, y, en una penosa comparecencia en televisión, admitió su “relación impropia” con Mónica Lewinsky.
Nixon quedó sepultado para siempre en la ignominia. Clinton, gracias a su tardía sinceridad, salvó apenas su presidencia, aunque quedó marcado por su falsedad. Ella se sumó a otro episodio absurdo, cuando ante los testimonios de que había fumado marihuana en su juventud, Clinton explicó que la había probado, “pero no la inhalé”.
Y esa respuesta ridícula nos lleva a otro ejemplo. Uno que los políticos chilenos debieran tener en mente en estos días.
En su autobiografía Los sueños de mi padre, Barack Obama admitió haber consumido no sólo marihuana sino también cocaína, un tabú hasta entonces para un candidato presidencial en Estados Unidos. En vez de esperar a que el asunto saliera a la luz en alguna investigación periodística o por la denuncia de un opositor, Obama se adelantó a todos, le quitó fuego a cualquier escándalo e incluso se tomó con humor su sinceridad. “Por supuesto que inhalé. Ese era el punto, ¿no?”, contestó cuando le pidieron detalles.
Así, simplemente por decir la verdad a tiempo, Barack Obama convirtió un episodio difícil de su biografía en una muestra de sinceridad y aire nuevo en la política. No sólo evitó el escándalo: lo hizo trabajar a su favor.
Es que decir la verdad, completa y sin retrasos, es una estrategia inteligente. Permite controlar los tiempos (Obama lo hizo años antes de su campaña presidencial), enmarcar convenientemente la realidad (en su caso, como la confusión de un joven en busca de su identidad racial), y diferenciarse de aquellos que se enredan en explicaciones a medias.
Qué distinto hubiera sido todo si nuestros políticos hubieran seguido la estrategia de Obama, y hubieran reconocido desde el día uno sus pecadillos, faltas o incluso eventuales delitos. Es inexplicable que no lo hayan hecho. Tuvieron meses para ver cómo la ola se acercaba lentamente a ellos (primero por Penta, luego por SQM y por Martelli) e igual se vieron arrastrados sin reacción alguna.
Esa oportunidad ya pasó, al menos para aquellos cuyos nombres se conocen públicamente. Aún les queda la carta de Clinton, que les permite detener la avalancha, ponerse colorados de una vez y salir, magullados pero aún en pie, con tarjeta amarilla, pero aún dentro del juego.
El otro camino es el de Nixon. Y ya sabemos cómo terminó esa historia.