Por David Muñoz y Juan Pablo Sallaberry Febrero 19, 2016

Esta semana el ministro del Interior, Jorge Burgos, se vio obligado a interrumpir el descanso de la presidenta. Para no repetir lo ocurrido hace un año, donde comunicaciones intermitentes entre su casa de veraneo en Caburgua y Santiago dieron paso a una tardía reacción, generando una serie de confusiones e interpretaciones en la verdadera guerra de poder que se transformó el caso Caval, Burgos utilizó el dispositivo especial de comunicación dispuesto para conversar con la mandataria sobre la situación del administrador de La Moneda, Cristián Riquelme. Altas fuentes de La Moneda señalan que el jefe del gabinete le sugirió a Bachelet que su salida era lo más conveniente. Fueron, aparentemente, comunicaciones intensas. El mediodía del miércoles, el titular de Interior respondía con cierto desgano desde la Región de Los Ríos. “No tengo ninguna novedad al respecto”, decía. Un par de horas después interrumpía su visita a la zona para regresar intempestivamente a Santiago a anunciar desde La Moneda que Riquelme renunciaría por escrito a su cargo el próximo lunes. Su breve conferencia, aunque críptica, fue muy aclaratoria.
“Hay partos naturales, y partos inducidos”, dijo.

A esta altura el “caso Riquelme” se convirtió en un verdadero misterio, principalmente por el cisma que genera al interior del gobierno y la Nueva Mayoría.

Los $417 millones que recibieron por convenios con el Estado dos empresas que hasta el 2013 estaban a su nombre, fueron la gota que rebasó el vaso esta semana tras una publicación de Ciper.

Pero lo que realmente esconde el caso Riquelme es una lucha política soterrada que sigue ocurriendo en el subsuelo del poder y que, de vez en cuando, sale a la luz para mostrar a sus protagonistas.
En una vereda, la G-90, grupo político PPD liderado por el ex ministro Rodrigo Peñailillo, seguía, hasta el miércoles, respirando, ejerciendo presión y enviando mensajes para mantener a su último bastión de poder en La Moneda. En la vereda contraria, la Nueva Izquierda, corriente política mayoritaria del PS cuyos líderes más visibles hoy son Camilo Escalona y Osvaldo Andrade (al que en su vida partidaria perteneció también la propia presidenta) se convirtieron en verdaderos verdugos.

De esta lucha de poder, dependía, en gran medida, el final de la historia de Riquelme en el gobierno.

El origen

Lo ocurrido los primeros días de 2013, e incluso los últimos meses de 2012, sirven para entender en gran medida lo que hoy ocurre en La Moneda. Entonces la directora ejecutiva de ONU Mujeres era la figura imbatible según las encuestas y su repostulación a La Moneda era inevitable y el único camino posible para que los partidos de la Concertación regresen al poder.

La entonces ex mandataria construyó un entorno de colaboradores cerrado y hermético, que monopolizaban las decisiones y frenaban cualquier señal hacia el exterior. Los partidos se preparaban para una campaña sin tener control ni injerencia de las decisiones, tiempos o estrategias. El escenario fue resentido en el PS, partido de la presidenta y más aún en la Nueva Izquierda, acostumbrados en el pasado a ejercer la influencia y estar cerca del poder. Rodrigo Peñailillo, ex jefe de gabinete de la presidenta asomaba como el único que hablaba en serio con ella y que preparaba su retorno desde la Fundación Dialoga compartiendo información exclusivamente con su círculo más cercano, con la G-90. Con Bachelet en Chile e investida de la candidatura, las cosas no cambiaron mucho. Peñailillo y la G-90 dirigían la orquesta. Riquelme, amigo íntimo y ex compañero de colegio del entonces jefe de campaña, fue el hombre de las platas, el administrador.

Desde la G-90 han fluido los mensajes hacia La Moneda: la salida de Riquelme deja al gobierno en una incómoda posición frente a ex dirigentes y ex autoridades que manejaron información sensible para el gobierno.

Ya en el gobierno y con Peñailillo como ministro del Interior, el predominio de este grupo se hizo sentir en las primeras designaciones. Hasta aquí la historia es conocida: Peñailillo concentraba el poder, mientras Escalona luchaba por renacer tras su dura derrota senatorial en la Región del Biobío y haber sido descartado como ministro, pese a sus mensajes claros de que le interesaba colaborar desde una posición de poder. Con eso a cuestas Escalona intentó volver a presidir el PS, pero se encontró con la férrea resistencia de la militancia socialista que vio en Isabel Allende un nuevo aire para el partido. Dicen en la Nueva Izquierda que la G-90 e incluso el propio Peñailillo, jugaron sus fichas en favor de Allende, lo que resultó demoledor para las aspiraciones del ex senador.

Furia roja

Las primeras semanas tras la crisis de proporciones que desató el caso Caval, fueron decisivas para la pérdida de poder experimentada por Peñailillo. La posibilidad de que hubiera manejado el caso durante las primeras horas y días, a su favor, fue una realidad que se fue instalando en el entorno de la mandataria, antes monopolizado por Peñailillo. En ese círculo íntimo entraron con fuerza dos intergrantes de la “Nueva Izquierda” que ejercen, en distinta medida, influencia hasta hoy: el subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy, y la jefa de gabinete, Ana Lya Uriarte.

Ambos jugaron un rol en la reconstrucción de Bachelet, desde el punto de vista político y personal, tras el fuerte golpe que significó Caval. Aleuy desde la política y Uriarte en el plano más íntimo. Si bien la influencia de la jefa de gabinete se cristalizó hasta el día de hoy, siendo considerada la funcionaria más influyente de Palacio, el rol de Aleuy fue clave para lo que vino después: ambos fueron autores del diagnóstico de que Peñailillo y su grupo de amigos de la G-90 habían utilizado sus posiciones de poder en beneficio personal, e incluso para “enriquecerse”. Así lo consignaba un informe que Uriarte preparó a petición de la mandataria y que fue clave para la decisión que vendría después: el quiebre definitivo entre Bachelet y quien había sido considerado su “hijo político”. En el documento de Uriarte figuraban el detalle y las explicaciones de las boletas que Peñailillo facturó a Asesorías y Negocios, empresa de Giorgio Martelli que fue utilizada para dar soporte económico a quienes trabajaron en la preparación del retorno de Bachelet con platas, de entre otras empresas, SQM a través su filial SQM Salar. La información motivó a la presidenta a salir a romper con su ex hombre de confianza e incluso decir que tales actividades nunca fueron autorizadas, ni pedidas por ella.

Desde el entorno de Peñailillo han calificado como una “operación” de la Nueva Izquierda la filtración de las boletas de Peñailillo desde el SII, pues se trataba de antecedentes que no figuraban en la carpeta del caso SQM.

En este punto hay un antecedente que desde la G-90 se han preocupado de regar: atribuyen a una “operación” de este sector del PS la filtración de las boletas de Peñailillo desde el SII, pues se trataba de antecedentes que no figuraban en la carpeta del caso SQM. Esto habría ocurrido gracias a un funcionario perteneciente a la “Nueva Izquierda” en dicha repartición.
Mientras tanto, desde afuera, Andrade y Escalona se cobraban revancha en público. Éste último calificaba como “lo peor” a Peñailillo y su grupo, mientras Andrade hablaba de estos “niños raros” y “amiguis” que estaban en el poder.

Los meses siguientes el foco de atención fue Peñailillo y la posibilidad de que en su declaración ante la fiscalía pudiera involucrar a la mandataria con el periodo de “precampaña”, algo que no ocurrió.
Con el paso de los meses y ya con el gobierno más estable, el problema se llamaba Cristián Riquelme.
En el seno del caso Caval, Patricio Cordero, uno de los imputados reveló que el operador UDI Juan Díaz había concurrido hasta La Moneda a reclamarle su intervención a Cristián Riquelme por una deuda que la nuera de la presidenta, Natalia Compagnon, mantenía con él. El hecho fue ratificado por el propio Riquelme ante la comisión investigadora del caso Caval, donde Andrade jugó un rol protagónico. A partir de ese antecedente, el ex presidente del PS y otros socialistas, como Juan Luis Castro, brazo derecho de Escalona, no cesaron en pedir la salida de Riquelme de La Moneda. A tanto llegó la ofensiva, que las conclusiones del informe de la segunda comisión investigadora, votadas hace muy poco en la Cámara, incluyeron una fuerte censura al administrador de La Moneda, no sólo por la reunión con Díaz, sino también por el confuso incidente del borrado del computador de Sebastián Dávalos. “A Riquelme hay que desvincularlo definitivamente”, dijo Andrade a Qué Pasa, el 5 de febrero pasado.

Futuro incierto

“Más que un guerra, esto es una masacre”, reconoce un integrante de la G-90. Los meses previos a la renuncia de Riquelme, el sector activó todos sus cuadros, dentro y fuera del gobierno, gestiones que se intensificaron en las últimas semanas, principalmente para blindar a Riquelme del firme acecho de parlamentarios oficialistas, pero particularmente de los embates de la Nueva Izquierda. El propio Peñailillo lideró estas acciones de contención, quien junto a sus ex asesores Flavio Candia y Héctor Cucumides conformaron un equipo de contingencia y control de cuadros. “Pegarle a Riquelme, es pegarle a Peñailillo”, fue el mensaje que instalaron desde la G-90 al interior del gobierno. Así las cosas, el pequeño grupo volvió a ejercer influencia en las sombras y los mensajes entre Peñailillo y el círculo más íntimo de la mandataria comenzaron a fluir.
De hecho, fuentes de gobierno reconocen que tras las declaraciones de Sebastián Dávalos en fiscalía en diciembre pasado, donde apuntaba a Peñailillo como ejecutor de una “operación política” para tapar el caso SQM con el manejo de Caval, la mandataria no dudó en enviarle el mensaje a su ex ministro de que ella no estaba en conocimiento de las acciones de su hijo.
A través de esos mismos canales, el pequeño grupo de contingencia de la G-90 envió en los últimos días otro mensaje: Riquelme no podía salir del gobierno.

No sólo porque, según esta versión, el administrador no había cometido ningún ilícito, sino porque su salida representaba una derrota para el propio sector, que ya, consideraban, había pagado altos costos de la crisis política del 2015. Dentro del mensaje también estaba la señal de que la salida de Riquelme dejaba en una incómoda posición a La Moneda frente a un grupo de ex dirigente y autoridades que manejaron información sensible para el gobierno. Con el administrador fuera, el escenario es incierto, pues el poder del grupo de Peñailillo se ve reducido considerablemente.

Quizá Juan Eduardo Faúndez, cercano a Peñailillo, es hoy el más influyente en el gobierno desde su puesto de subsecretario de Desarrollo Social. Precisamente él, fue el único representante de este silencioso grupo que se atrevió a hablar en los últimos días. Y lo hizo para aclarar el rol de la G-90, al ser consultado si creía que se trataba de un poder paralelo, en radio ADN: “No creo en la existencia de poderes paralelos, aquí hay una Nueva Mayoría que trabajó por un programa transformador (…) hay un conjunto de actores políticos que estamos trabajando en el programa”, cerró. El mayor temor en La Moneda es que la G-90 se cobre revancha y, Peñailillo u otros, desclasifiquen lo que verdaderamente ocurrió con la llamada “precampaña”.

Relacionados