Por Sebastián Rivas, editor de internet de La Tercera Octubre 21, 2016

El relato era claro: hace unos años, el Servicio de Impuestos Internos chileno era citado como ejemplo de cómo había que hacer las cosas por el sector público y el privado. Había, claro, mucho mérito: el SII lideraba en innovación por lograr que una persona hiciera uno de los trámites más sensibles, la declaración de impuestos, en una plataforma online y con propuestas prácticamente listas. Era el modelo a seguir, la referencia. Era un servicio público.

Si en ese momento alguien hubiera pensado que más de una década después el Estado chileno no tendría medios eficientes para saber cuántos son exactamente sus ciudadanos o dónde les corresponde votar en una elección, probablemente se le habría acusado de pesimista, con toda razón. En un mundo de innovaciones tecnológicas, donde el RUT es algo que se pide y se entrega en el comercio hasta con cierta displicencia, y donde la mayoría de las personas tiene un celular de contacto, la controversia por el error del padrón suena muchísimo a un trabajo mal hecho.

En los meses que vienen, será clave que quienes están a cargo miren al futuro. Que abran las opciones para contactar gente a otras plataformas.

No es tema de ser nostálgico de un viejo sistema, ni de las juntas electorales a las que había que dedicar, al menos, una hora para ir, si uno quería inscribirse o cambiarse de lugar de votación. Tampoco de quién es el responsable exacto. Más allá de competencias y autonomías constitucionales, el resultado es preocupante: el Estado chileno, con años de preparación, no fue capaz de garantizar a sus ciudadanos un derecho básico porque no desarrolló, o no aplicó, las tecnologías que tenía a su alcance.

El sector privado lo hace, y hasta el hostigamiento. Basta pensar en lo que ocurre cada vez que uno se enfrenta a un cajero de una farmacia o una tienda comercial importante, en que el RUT es la puerta de entrada para descuentos, pero a la vez permite saber casi a ciencia cierta los hábitos de vida —y hasta los problemas de salud— de cada persona. Al atrasarse en una cuota bancaria, el contacto es inmediato: por correo electrónico, al teléfono fijo o por celular.

Algo huele mal en el proceso cuando se comprueba cómo el Estado falló en pensar de una manera más cercana al siglo XXI. Cuando sólo mandó cartas a algunos de los reinscritos en nuevos domicilios, cartas que —por la misma naturaleza de la modificación— pudieron haber quedado sin ser vistas ni recibidas por sus destinatarios.

UN SISTEMA ANTIGUO

Se habla de voto obligatorio como si fuera una panacea y no se examinan los caminos que tuvieron, durante tres años, quienes tenían que estructurar el padrón para que hubiera el mínimo de errores. ¿Era acaso muy difícil, por ejemplo, enviar un mensaje de texto a los teléfonos móviles registrados de las personas para que confirmaran con un sí o un no si aceptaban el cambio de domicilio? ¿O cómo el Registro Civil pudo considerar cualquier trámite como una carta blanca para modificar un domicilio? O, peor aún, ¿por qué ninguno de los puntos es capaz de explicar que aparecieron personas registradas en la Antártica o en otras comunas?

Las explicaciones y los debates se acaban cuando se conocen historias como las de Gabriel, el joven santiaguino al que le cambiaron su registro desde San Joaquín hasta La Higuera —una comuna rural de la Región de Coquimbo— porque había en ese lugar, a 500 kilómetros de distancia, una calle con numeración idéntica.

El Estado que deja desguarnecido a los ciudadanos en cuanto al uso de sus datos, que en más de una década no ha sido capaz de ponerse de acuerdo en una ley que permita supervisar su uso en el sector privado, es el que da una prueba de ineficiencia que va más allá de una ministra renunciada.

El problema, ahora, es de reputación. Y será difícil de recomponer. El sistema de elecciones chileno, un orgullo por su eficiencia y confiabilidad, estará tocado por la sospecha hasta que haya acciones nuevas. Se habla, por ejemplo, del voto electrónico como una opción. Pero por ahora, la misión es más básica. Se trata de volver al estado previo, donde los registros eran confiables, y los errores mínimos.

CAMINOS HACIA EL FUTURO

Pero el tema hoy aún es grave, porque no se sabe cuáles son los errores. Estamos en un limbo: se conoce que hay una equivocación, pero no de qué se trata ni dónde estuvo. Ni siquiera si hay un patrón. Más allá de las implicancias concretas y prácticas, el gesto es complejo: los datos de los ciudadanos no se tratan con el cuidado suficiente.

Reportes de prensa apuntan a que las bases de datos electorales se estarían vendiendo, con un precio diferenciado si es que incluyen teléfonos. Eso significaría que los candidatos van un paso más adelante del Servel, aunque los ciudadanos sólo puedan responderle al aire cuando la grabación telefónica los contacta para votar en una comuna donde no están inscritos.

En un ambiente cada vez más crítico de la política y las elecciones, este domingo se iniciará una cuenta regresiva. Porque los siguientes comicios están a la vuelta de la esquina: a mediados del próximo año deberá haber elecciones primarias, y luego presidenciales y parlamentarias.

En los meses que vienen, será clave que quienes están a cargo miren al futuro. Que abran las opciones para contactar gente a otras plataformas. Que asuman que, al ser inscripción automática, el sistema requiere una precisión que las cifras y los hechos hoy muestran que no existe.

Esa podría ser la mejor herencia que puede resultar de este problema. Porque lo que hoy se pide es volver a un padrón confiable y a la aburrida normalidad que tenía el ritual de votar en las elecciones anteriores. Ese esquema que, sin la tecnología de hoy, parecía fallar poco y apostar por las certezas. Eso es mejor que el escenario actual, donde iremos a unas elecciones sabiendo apenas una cosa sobre el problema del padrón: que, metafóricamente y en la práctica, faltan muchos datos.

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