¿Qué se juega este domingo? Es difícil saberlo. Las elecciones suelen ser un momento bastante reñido con las ideas. Un momento de política chica. Más todavía en una sociedad crecientemente diversa y compleja. Los candidatos que van a la cabeza tratan de reflejar la mayor cantidad posible de expectativas. Su aspiración es convertirse en un espejo donde todo votante pueda mirarse y sentirse identificado. Algo nada fácil y bastante agotador, pues supone una fuerte contracción comunicativa. Para darle en el gusto a la mayor cantidad de votantes posible hay que acercarse siempre a no decir nada. Piñera, quien tiene una mente analítica como pocas, lo deja traslucir claramente en sus últimas entrevistas, donde a ratos no puede evitar moverse desde afirmaciones de primer orden a observaciones de segundo orden sobre esas afirmaciones. Es decir, desde hacer campaña a explicarla. Así, señala que es un candidato de mayoría, que se ha tenido que “morder la lengua” y que no puede caer en las pequeñas trampas que los candidatos chicos, de nicho, le ponen en el camino.
La necesaria ambigüedad de los candidatos grandes es efectivamente aprovechada por los candidatos chicos, que pueden elaborar discursos de nicho, y hasta de “hipernicho”, como nos ha mostrado el camarada Artés.
Y, en esto, Piñera tiene razón. La necesaria ambigüedad de los candidatos grandes es efectivamente aprovechada por los candidatos chicos, que pueden elaborar discursos de nicho —y hasta de “hipernicho”, como nos ha mostrado el camarada Artés— ordenando significantes de manera mucho más rígida en torno a “puntos nodales” claramente determinados. Así, cada candidato chico puede decir que votar por él es votar por A, B, C o D y pegarles a los grandes por “tibios”. Las excepciones son, quizás, Carolina Goic y Marco Enríquez-Ominami, que conducen candidaturas pequeñas con discursos de candidaturas grandes (lo cual señala una proyección de más largo aliento).
La batalla entre las candidaturas grandes, por su parte, combina generalidades polisémicas con ataques directos al adversario más próximo. Eso genera una extraña dinámica en que los candidatos hablan de unidad, acuerdos y tolerancia, y al momento siguiente señalan que el abanderado contrario es “un peligro para el país” o algo peor. Guillier, en sus entrevistas, lleva esto (al igual que muchas otras cosas) al ridículo. En la misma entrevista puede afirmar que le interesa gobernar para todos los chilenos, por encima de los partidos, y que “hay que demostrarle a la derecha que es minoría”. Cada candidatura juega, además, a definir a la otra parte a partir de sus adherentes más extremos e impopulares. En esta elección ese trabajo lo ha tenido más fácil Piñera, ya que la mayoría del pinochetismo se fue con Kast, mientras que los comunistas (siempre en su estilo “no me ayude tanto, compañero”) están firmes con Guillier.
Los programas, por otro lado, están sobre la mesa (aunque algunos casi no llegaron). Sin embargo, lo importante es conocer los énfasis y prioridades, que deben fijarlos en su discurso los candidatos. Y, como ya vimos, eso es precisamente lo que evitan hacer. Sabemos que Guillier es “continuidad” (primero no quería ser ni eso) y Piñera “corrección” (ni siquiera cambio). Y el resto, un abanico que va desde “familia, patria, propiedad”, hasta la “idea Juche” de Kim Il- sung. El votante de nicho, por supuesto, pretende generar una masa de votos suficiente como para obligar a negociar a quien salga elegido, o para ser un factor articulante dentro de la organización de la oposición a ese gobierno.
La gran virtud de esta situación es que las candidaturas principales tienden a la moderación. Están obligadas a ser prudentes, al menos en campaña. El gran problema es que, luego de reflejar las expectativas de grupos muy diversos y variados, la candidatura ganadora tenderá, en la práctica, a generar frustración y malestar. El caso de Bachelet es interesante, porque hizo una campaña “monedita de oro” en silencio y al día siguiente de su elección nos enteramos de que habíamos firmado un contrato programático de adhesión, que sería ejecutado contra viento y marea, que los “poderosos de siempre” debían temblar y que iban a desmantelar el “neoliberalismo” con retroexcavadora. Y este giro desde una campaña de masas a un gobierno de nicho la llevó a mostrar los niveles de apoyo más bajos desde el retorno a la democracia, desmantelar su coalición y probablemente perder el gobierno frente a la oposición. Sin embargo, no es necesario que un candidato realice una pirueta tan extrema para que el apoyo a su gobierno se vea afectado. Basta con el hecho de que a la hora de gastar la monedita de oro, su valor queda fijado, y ya no brilla para todos.
Teniendo esto en cuenta, las segundas vueltas pueden ser algo bueno y hasta necesario. Si son competitivas, obligan al candidato a mostrar sus cartas. Cuando no lo son, como la segunda vuelta entre Bachelet y Matthei, la ambigüedad de la primera mayoría puede mantenerse hasta el final. Este “mostrar las cartas” permite también ajustar las expectativas de los votantes, amortiguar un poco el golpe que produce el triunfo, y tener más claro, finalmente, “qué se juega”.