En el campo del Frente Amplio, y también en el de la Nueva Mayoría, el debate sobre la segunda vuelta parece tener poco más que dar.
La ineludible simplificación de una situación dual, propia de los balotajes y sus crudas aritméticas, presiona a la misma simplificación en los análisis. Pero no es así. La cuestión de la segunda vuelta se pone de veras interesante cuando se mira más allá de ella. Cuando sus pliegues nos permiten entrever la dinámica que se iniciará en marzo de 2018.
Una vez más, parecería que estamos lanzados a la analogía con la política española. Es un lugar común repetir el paralelismo, y lo es también el empeño por codificar al Frente Amplio en clave Podemos. Si se miran los resultados de las elecciones generales de España de junio de 2016, el asunto no hace más que reafirmarse: el PP obtuvo un 33,03%, el PSOE un 22,63%, y Unidos Podemos (sumando las coaliciones autonómicas) alcanzó un 21,1%.
La búsqueda de una negociación con la Nueva Mayoría para la segunda vuelta, sostenida por algunos sectores del Frente Amplio, presenta una segunda analogía. Por dos meses PSOE y Podemos desarrollaron conversaciones explorando acuerdos de gobierno, hasta que el 30 de marzo de 2016 esa posibilidad terminó desechándose.
En junio de 2017 se reabrió el canal, con la exploración de un voto de censura conjunto contra el presidente del gobierno, Mariano Rajoy. El PSOE no aceptó. En noviembre las cosas se complican aún más cuando Ada Colau anuncia que Barcelona en Comú rompe el acuerdo con el Partido Socialista de Cataluña en el Ayuntamiento de esa ciudad, lo que la deja, de paso, gobernando en solitario.
La búsqueda de una negociación con la Nueva Mayoría para la segunda vuelta, sostenida por algunos sectores del Frente Amplio, presenta una nueva analogía con Podemos de España.
La situación española puede ser leída como la lamentable dificultad para configurar un nuevo campo político entre PSOE y Podemos, motivada por sus disputas por la primacía, lo que permite gobernar al tercio de derecha. Pero puede ser leída, también, como la dificultad de coalicionar formas diferentes de hacer y pensar la política, que sin embargo no intentan aniquilarse mutuamente.
En ese caso, persiste de todas formas la cuestión de la segunda vuelta. O, dicho de otro modo, entender que si bien no da lo mismo quién gobierna, que un gobierno de Piñera implicaría una seria regresión para el país y para las posibilidades del proyecto de transformación democrática del Frente Amplio; ello no conduce por sí mismo a la negociación o la alianza con la Nueva Mayoría, precisamente porque se trata de proyectos diferentes.
Todo pasará pronto. A los disidentes de izquierda de la Nueva Mayoría se les cerrarán una vez más las puertas, y los malestares allí acumulados, brevemente aminorados por la necesidad de “golpear unidos”, habrán de volver a flote. Previsiblemente, la delgadez del liderazgo de Guillier no le permitirá convocarlos y articularlos.
Por su parte, el Frente Amplio no avanzará a partir de marzo de 2018 si no es capaz de reconfigurar el campo político, si no interviene con iniciativa sobre –no dentro de– la crisis de la centroizquierda, si no asume la porosidad de la Nueva Mayoría y convoca a sus bases, en lugar de acudir a negociaciones con sus esferas dirigentes, a todas luces ocupadas de su propia subsistencia. Y, sobre todo, si no se realiza todo ello como parte de la consolidación de una nueva práctica política, de efectiva ampliación de la participación social, de desmontaje de la sobreparlamentarización de los cambios (aun cuando hemos ganado 20+1), de protagonismo de los movimientos sociales, de superación de las cocinas y los apuros tecnocráticos.