Por Pablo Ortúzar Madrid. Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad Enero 19, 2018

Cualquiera que hable en nombre del “liberalismo”, vende humo. No hay tal cosa. Existen cientos de corrientes liberales, entrelazadas entre sí por su compromiso con la libertad individual. Jacob Levy, en su libro Rationalism, pluralism, and freedom, las agrupa en dos grandes tradiciones: la racionalista, que considera que los cuerpos intermedios entre el Estado y el individuo atentan contra la libertad de este último, y la pluralista, que piensa que dichas organizaciones son la condición de posibilidad de su libertad. La tensión entre estas dos visiones, dice Levy, es el motor del pensamiento liberal. Por otra parte, John Tomasi, en su libro Free market fairness divide la tradición liberal en tres corrientes: el liberalismo clásico (densa libertad económica, igualdad formal, rol limitado pero central del Estado), el altoliberalismo (igualdad sustantiva, Estado regulador expansivo, libertades económicas en segundo plano) y el libertarianismo (libertad económica absoluta, igualdad formal absoluta, Estado mínimo).Tomasi propone fundar una cuarta corriente, que valore la libertad económica con la misma intensidad que las demás libertades, y que reconozca al mismo tiempo la idea de justicia social.

Evópoli se autocomprende como un partido “liberal” por el solo hecho de favorecer el matrimonio homosexual y las políticas de género.

La caída del Muro de Berlín erradicó al socialismo del mapa, y abrió una era hegemónica para el liberalismo. En el caso chileno, los “consensos” de la transición son acuerdos entre liberales clásicos y libertarios, situados a la derecha, y altoliberales, situados a la izquierda. Y el quiebre de la Nueva Mayoría con la Concertación debe ser leído como una reivindicación de la tradición socialista en contra de la altoliberal. Este consenso es tan intenso que el concepto de “liberal” queda relegado a la esfera “valórica”, donde ha permanecido hasta hoy. Por eso, por ejemplo, Evópoli se autocomprende como un partido “liberal” por el solo hecho de favorecer el matrimonio homosexual y las políticas de género. Este fenómeno también explica por qué la reflexión liberal tendió al estancamiento y a la mera propaganda, en vez de seguir desarrollándose durante esas dos décadas. La comodidad de los laureles tiene su precio.

La crisis del 2008, la elección de Trump, el auge terrorista, los rebrotes socialistas, el empoderamiento internacional de China y Rusia, y el brexit han supuesto un duro golpe para esta hegemonía, sin embargo. “Todo lo que parecía sólido en el liberalismo se desvanece en el aire”, afirmaba John Gray haciendo un balance del año 2016 en su columna “The closing of the liberal mind”. Y la reacción liberal a este nuevo escenario se mueve “entre la insistente negación y la profecía apocalíptica”. “El brillo liberal se apaga, nos dice Gray, pero los liberales encuentran difícil seguir adelante sin estar convencidos de que se encuentran en el lado correcto de la historia (…) su problema es que sólo logran imaginar el futuro como una continuación del pasado reciente”.

Los liberales, que repitieron el credo cosmopolita y se convencieron de encarnar valores universales, hoy se ven amenazados. El mundo ya no parece estar de su lado. Algo ha ocurrido, y el rol de los intelectuales y de los políticos vinculados a esa tradición es comprenderlo y actuar en consecuencia. Para ello deben dejar de imaginarse como portadores de verdades ahistóricas, y situarse en su propio contexto: el de los estados nacionales.

El libro Historia del pensamiento liberal, de Pierre Manent, es una gran ayuda en este sentido. Ahí explica cómo la historia del liberalismo es, estrictamente, la historia del desarrollo y expansión de los estados nacionales, que dominarán el mundo en nombre de la razón y el comercio —llevando la guerra lejos de Europa—, y que serán luego golpeados por una segunda ola de revoluciones tendientes o bien a realizar de manera radical la promesa liberal, como en el caso del socialismo, o a terminar con esa promesa por considerarla falsa o “neutralizante”, como en el caso nazi o fascista. El resultado de este segundo periodo de revoluciones y sus guerras será, por un lado, los “estados de bienestar”, que reforzarán, al mismo tiempo, la forma del Estado-nación —y su sustento en la soberanía popular democrática— y el discurso sobre la tolerancia, los derechos humanos universales y el pluralismo. Y, por otro, el socialismo.

La Guerra Fría trajo estabilidad política a las principales potencias mundiales, y el derrumbe del comunismo generó la ilusión del fin de la historia. Sin embargo, las contradicciones internas del propio orden occidental emergieron una vez que la bipolaridad política desapareció.

En particular, el fenómeno de la globalización pone en tensión los dos elementos fundamentales de los estados nacionales modernos. La soberanía popular se encuentra debilitada de hecho, ya que la mayoría de los fenómenos políticos y económicos relevantes de hoy tienen una dimensión mundial, así como las élites adquieren una dimensión trasnacional y una visión cosmopolita. El terrorismo se vuelve también global, dejando atrás las guerras nacionales. El pluralismo, la tolerancia y la idea de derechos humanos universales, por otro lado, exigen incorporar los beneficios del Estado-nación a los extranjeros de distintas culturas que emigran hacia los países occidentales. El resultado es una dislocación entre lo nacional-particular y lo global-universal. Por un lado, los ciudadanos pretenden defender los derechos del estado de bienestar, pero excluyendo a los extranjeros. Y, por otro, el capital utiliza las formas nacionales para evitar pagar impuestos, pero demanda una serie de bienes a los estados donde evade dichos tributos.

La pregunta que los liberales deben hoy tratar de responder, entonces, es sobre la situación de los estados nacionales en este nuevo orden global. Gray y Manent, por ejemplo, toman una decidida opción por defenderlos. ¿Qué tienen que decir al respecto los liberales chilenos? Eso está por verse. Por ahora siguen jugando a la payaya “valórica”, mientras el mundo se derrumba a su alrededor.

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