La visita del presidente Piñera a Temuco con el objetivo de presentar su proyecto para un “Gran acuerdo nacional por el desarrollo y la paz en La Araucanía” fue precedida por piquetes de carabineros enviados por el municipio a desalojar por la fuerza a muchos comerciantes ambulantes informales, entre ellos varias mujeres mapuches, para “recibir como corresponde” a la primera autoridad del país. Así, la primera postal del evento fue la de un enorme grupo de agentes de las fuerzas especiales enfrentando a una señora mapuche premunida de una lechuga. Para peor, del anuncio, que incluía tres ejes, la prensa y el sistema político parecen sólo haber registrado lo relativo al terrorismo y la ley antiterrorista.
No hay caso. Ni la opinión pública ni la clase política muestran mucho interés por tomarse en serio el asunto mapuche, más allá de lo policial. Y luego se sorprenden de la queja mapuche de que sólo pescan a los que queman cosas. Es el mismo desprecio santiaguino que los redujo a la pobreza hace cien años, y que ahora los apalea en la calle por ser pobres.
El lado bueno de la visita presidencial, sobre el que no se ha discutido, es que Piñera parece tener entre manos una estrategia para La Araucanía centrada en su desarrollo económico, especialmente en el ámbito turístico (de enorme potencial), incluyendo una inversión fuerte en infraestructura e incorporando activamente a los mapuches a sus beneficios. Esta idea es razonable, y los materialistas de izquierda deberían compartirla: el drama mapuche tiene un aspecto de clase, que es su situación de pobreza y marginación. Si las condiciones materiales de la zona mejoran, y los mapuches prosperan, buena parte del conflicto quedará desactivada. Ya decía Maquiavelo que lo que menos se perdona a lo largo del tiempo es el daño económico, y si la prosperidad vuelve, ese dolor debería disminuir. Además, ya que la modernización material también tiene efectos culturales, la integración se facilitaría. El mall hará lo suyo, y el dinero, Carlos Peña dixit, comprará lo que puede comprar.
La razonabilidad de esta idea se ve reforzada por el individualismo cultural y la habilidad comercial que los mapuches han mostrado históricamente. Elementos muy compatibles con el desarrollo capitalista. Y también por las ventajas emancipatorias que la sociedad moderna ofrece a la mujer mapuche. Por otro lado, es razonable que el esfuerzo de desarrollo se concentre en un territorio, y no en personas, para evitar la incorporación de elementos de discriminación racial en las políticas públicas.
Sin embargo, a pesar de lo bien que suena todo esto, la dimensión política del conflicto en La Araucanía queda sin abordar. Y es un grave error ignorarla. Los representantes mapuches de todos los partidos que han llegado al Congreso, y todos sus dirigentes, de todas las tendencias, siempre han destacado que hay una confianza rota, un acuerdo quebrado y un despojo resentido. Y que la necesidad de una reparación de las relaciones políticas entre el Estado chileno y el pueblo mapuche es algo urgente y necesario: la condición para la posibilidad de cualquier futuro compartido.
La reacción chilena a esta demanda es tratarla como si estuviera dirigida contra Pedro de Valdivia, y no contra la invasión del territorio mapuche por parte del Estado chileno entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. Por eso, hasta los atisbos de reconocimiento resultan despistados, como cuando Bachelet habló de un conflicto que se arrastraba “por casi 500 años”.
Hay una conversación pendiente. La necesidad de un acuerdo que restituya la confianza y fije los términos de este nuevo comienzo. Y el desarrollo económico de La Araucanía, aunque muy importante, no puede hacerse cargo de ese asunto.
El lado bueno de la visita presidencial es que Piñera parece tener entre manos una estrategia para La Araucanía centrada en su desarrollo económico, incluyendo una inversión en infraestructura e incorporando a los mapuche a sus beneficios.
¿Cómo se integra, entonces, al pueblo mapuche al “Gran acuerdo nacional por el desarrollo y la paz en La Araucanía”? ¿Cómo se hacen acuerdos con los mapuches? ¿Cómo se conversa con ellos, que no conciben la representación política igual que nosotros, como muestra, por ejemplo, el trabajo del antropólogo Marcelo González, pero que respetan profundamente el uso de la palabra? ¿Cómo recuperamos las comunicaciones rotas hace más de un siglo?
La respuesta, como ha planteado Pedro Cayuqueo, nos lleva a Tapihue, cerca de Yumbel, y a enero de 1825. Al único Parlamento o Koyang entre la República de Chile y el pueblo mapuche, que puso fin a la guerra intermitente que se arrastraba desde la independencia, y que explica la participación de mapuches, como Lorenzo Colipí, en la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839).
El texto del acuerdo alcanzado merece ser leído, está disponible online, y sus términos, mirados de cerca, resultan conmovedores. Se habla de ser una sola gran familia, defender y acrecentar los intereses comunes, y buscar juntos la prosperidad. Muchas de sus frases tendrían pleno sentido hoy.
Pero, ¿es posible convocar hoy a un Parlamento? A muchos esto les sonará idiota. En Chile curiosamente pensamos que las instituciones “vencen”, como vence la comida o como queda obsoleta la tecnología. Como si algo por antiguo resultara también inútil. Sin embargo, la realidad es la contraria: tener a mano una institución validada por los siglos (el primer Parlamento fue en 1641) y reconocida por ambas partes, y no usarla, es lo que resulta definitivamente idiota.
Convocar a un Parlamento, diseñarlo y disponer de los medios necesarios para llevarlo adelante obligaría al pueblo mapuche, tal como ha señalado el antropólogo Joaquín Saavedra, a organizarse, discutir y aunar posiciones. Y obligaría al Estado chileno, que debe ser representado en el Parlamento por sus máximas autoridades, a hacer lo mismo. Forzaría a todos a tomarse en serio el diálogo con el otro, a revisar su propia historia, a considerar el contexto presente y sus posibilidades, y a dejar de lado la violencia estéril e inorgánica que va de a poco consumiendo La Araucanía. Dejaría, además, a las minorías ultronas de ambos lados en el lugar marginal que les corresponde.
¿Es fácil dar este paso? No, para nada. Primero, exige que el Estado chileno reconozca a los mapuches como un “otro” que, sin embargo, es parte suya. Esto es casi imposible de hacer dentro de la lógica soberanista, pero el principio de subsidiariedad que inspira nuestra Constitución lo posibilita. Y, segundo, demanda comprender las sutilezas rituales y formales que un evento de esta naturaleza exige: la conversación en el contexto de un Parlamento no es un diálogo habermasiano ni una negociación empresarial. La razón, la ley y los intereses son sólo un ingrediente dentro de un universo más complejo.
Si Piñera invitara a los mapuches a organizar en conjunto un Parlamento para el 2020, quizás en Tapihue, para hablar de lo que no se ha hablado durante tantos años, la pelota quedaría en el otro lado de la cancha. Y la posibilidad de pasar a la historia como el presidente que por fin entendió el problema mapuche e hizo algo por resolverlo políticamente, a la vuelta de la esquina.