Al noroeste de Brasil, en la región de Rondônia, ese selvático territorio en que la frontera con Bolivia apenas se distingue dentro de la inmensidad amazónica, hay una tribu que se ha convertido en una amenaza latente para los taladores ilegales. Son apenas unos 1.200, repartidos en 25 poblados, y ya ni siquiera ocupan sus viejos arcos: la mayoría los tiene como un adorno en sus casas. Tampoco manejan armas de fuego, ni se entrenan para la guerra. De hecho, es muy inusual que apelen a algún tipo de violencia. Y sin embargo son capaces ellos solos de proteger de la deforestación 2.500 kilómetros cuadrados de selva.
El pueblo suruí, el centinela de la gran reserva indígena Sete de Setembro, cuenta con un armamento mucho más refinado para dar la batalla. Por ejemplo, con cientos de modernos smartphones con Android, con los cuales se internan en la selva para fotografiar y denunciar a las decenas de taladores que cada mes ingresan ilegalmente en su territorio a cortar árboles. O con un minucioso mapa virtual de su territorio que construyeron durante años en Google Earth, utilizando equipos GPS, y con el cual cada día monitorean desde sus laptops los bosques.
Y cuentan, sobre todo, con un líder de 36 años, Almir Narayamoga, que pudo entender desde muy joven que el destino de su tribu era evolucionar o morir. Miembro de un clan guerrero, a los 17 años se vio con la pesada tarea de proteger a su pueblo. Ya había visto a su padre fracasar en el intento de dar la batalla con arcos y flechas, y el panorama era desolador: de los 5 mil suruís que había antes del contacto con el hombre blanco en 1969, las epidemias y la colonización no habían dejado más de 290. "Al observar que mi pueblo sufría tanto, me quedé pensando en cómo podía ayudarlos para conquistar nuestros derechos como seres humanos", dice Almir.
A fines de siglo, su intuición lo hizo abandonar la tribu para dar un paso que nadie se había atrevido a dar: estudiar en la universidad. Se inscribió en la carrera de Biología, en la ciudad de Goiana, y allí ocurrió el hecho que marcaría un antes y un después en el destino de su pueblo: la discriminación de sus compañeros lo llevó a buscar refugio en eso que llamaban internet, y que él apenas comprendía. Entonces descubrió un mundo radicalmente distinto, en donde muchas minorías encontraban difusión para sus causas reivindicadoras, y donde los clanes indígenas realizaban protestas que incluso llegaban hasta el Banco Mundial.
Unos años después volvió a la tribu, pero el título que había conseguido ya no le importaba. Almir traía consigo un computador, y sin duda ya era otra persona.
Un indígena en Palo Alto
Cuando en 2007 la ONG Amazon Conservation Team refugió a Almir en EE.UU., el líder ya era famoso en Rondônia. Demasiado famoso, considerando los US$100 mil que ofrecían por su cabeza. Había creado una ONG, Metareilá, y junto a otros líderes había conservado a salvo cerca del 93% de los bosques de la región. Con encadenamientos y otros recursos pacíficos, era un dolor de cabeza para los taladores ilegales, y sus bonos crecían para convertirse en uno más de la decena de líderes ambientalistas asesinados en los últimos años.
Por eso lo llevaron a buscar protección internacional a la OEA. Pero una vez en Norteamérica, la ayuda llegaría desde un lugar impensado. Almir había conocido poco tiempo atrás Google Earth y había hecho lo que hacen todos: buscar su casa. Claro que por "su casa" él entiende todo el bosque de Rondônia, y las señales de deforestación que pudo ver lo angustiaron. Pero también se dio cuenta del potencial del instrumento para fiscalizar las talas. Por eso, cuando lo llevaron de paseo a Palo Alto y pasaron frente a las oficinas de Google decidió entrar a pedir ayuda. "Sentí que debíamos entrar y que ellos tenían que escuchar", dice Almir. "Todos me decían que era imposible, pero yo creía que ellos tenían la responsabilidad de ayudar a difundir causas como ésta".
Usando modernos smartphones con Android, los suruís se internan en la selva para fotografiar a las decenas de taladores que ingresan ilegalmente en su territorio a cortar árboles. También tienen un mapa virtual de su territorio en Google Earth, con el cual monitorean desde sus laptops los bosques.
Entonces insistió. Mandó correos, envió artículos sobre los suruís y no se movió de Palo Alto hasta que le respondieran. Cinco días después, los directivos de la empresa se vieron frente a un indígena de semblante serio, con su corona de plumas en la cabeza y la actitud de quien asiste a un diálogo entre dos jefes de tribu. Le habían dado 30 minutos, pero lo oyeron durante más de tres horas. Escucharon el relato de un pueblo perdido en la Amazonia, de cómo para el año 2050 ese pueblo tendría un 30% de su bosque destruido, y a fin de siglo ya no tendría nada. También lo oyeron pedirles ayuda para vigilar el bosque y para poder transmitir la causa a todo el mundo.
Algo de la escena debe haber conmovido a los directivos de Google, algo de ese pequeño y robusto hombre que les hablaba como si ellos fueran una tribu aliada. Porque a los pocos meses la compañía desembarcó en Rondônia con laptops, servidores, GPS y cursos de capacitación para introducir a los suruís en Google Earth. Rebecca Moore, directora del proyecto, fue enfática en sus intenciones: "Pude ver esa isla verde rodeada de devastación y pensé: podemos ayudar a esa gente, y la vamos a ayudar".
Los suruís bautizaron a Google como Ragogmakan, "el mensajero", y pronto comenzaron a recibir ayuda de distintos organismos. Carlos Macedo, indigenista que trabajó para Naciones Unidas con la tribu, aún se impresiona al recordar la visión estratégica de Almir. "A diferencia de los demás indígenas, él no se aísla con su grupo, sino que entiende que necesita la participación de la mayor gente posible", explica. "Ahora quiere hacer un centro cultural para 'colonizar' a los hombres blancos con su cultura. Eso es increíble".
Incluso ya es común que vayan a la universidad, y todos aprendieron portugués. "Somos un pueblo bilingüe", dice Almir orgulloso. Y tienen una ambiciosa meta: reforestar la Amazonia. Y recursos para intentarlo.
El plan de 50 años
Desde que se hizo famoso por su alianza con Google, Almir ha sido elogiado por Al Gore, se ha reunido con el príncipe Carlos, ha recibido premios de la Sociedad Internacional de Derechos Humanos y ha sido elegido entre las 100 personas más influyentes de Brasil. También ha viajado por 27 países, y en todos ellos ha buscado apoyo para cumplir su gran proyecto: el plan para plantar un millón de árboles en territorio suruí en 50 años.
La idea nació varios años antes del viaje a Palo Alto, por el contacto con Aquaverde, una ONG suiza que hace trabajos de reforestación en distintos bosques del mundo. Cuando Almir se enteró de su existencia, envió un mail pidiendo ayuda para plantar nuevos árboles en Rondônia.
Lo que al director de la ONG, Thomas Pizer, le sorprendió de ese correo no fue que se lo escribiera un indígena desde el corazón de la Amazonia, sino que además incluyera un Excel y una presentación de PowerPoint explicando los detalles del plan. "Me decía: ayúdanos a reforestar para salvar nuestras vidas. Es nuestro hábitat, si desaparece, también lo haremos nosotros", cuenta Thomas. "Desde ese día Almir se transformó en mi hermano, y viajo todos los años a verlo".
Juntos, han plantado más de 120 mil árboles, aunque todavía están muy lejos de cumplir la meta de un millón que se propusieron para recuperar el territorio dañado.
Un punto conflictivo ha sido el proyecto para vender bonos de carbono a multinacionales por el trabajo realizado cuidando los bosques, un mecanismo que Almir promovía. Pero hoy no están convencidos de que vender permisos para contaminar sea bueno para el medioambiente y por eso la idea ha perdido fuerza.
Lo que no ha disminuido han sido las constantes amenazas de muerte que recibe. Los mensajes que le llegan a él, a sus dos esposas y a sus cinco hijos no lo hacen ceder, pero la semana pasada viajó a Brasilia para pedir protección al gobierno, por una serie de asesinatos a ambientalistas en los últimos meses. "Pueden amenazarme, que no voy a dejar de defender el bosque", dice Almir muy seguro. "Después de todo, soy un ambientalista natural. Nacido en el medio ambiente".