Por Paulo Ramírez Enero 12, 2012

Chile no tiene idea de cuánto le debe a la jibia. Es cierto que no es atractiva. Es un calamar enorme, que puesto en el mostrador de la pescadería parece un corte de hule blanco. Se la puede hacer pasar por loco en chupe y empanadas, pero no es lo mismo, lo sabemos. Y se ha convertido en un depredador sin misericordia que tiene a las caletas de la costa central cada vez con menos especies. Y, pese a todo, Chile le debe mucho.

La jibia, de nombre técnico Dosidicus gigas, es el paraíso del neurocientífico. Tiene un axón (la prolongación celular que permite la comunicación entre las neuronas) tan grande que puede llegar a tener un milímetro de diámetro: un gigante al lado de los axones de mamífero, de no más de 20 micrones (0,001 milímetro). Gracias a esas dimensiones, la jibia fue durante años una superestrella internacional, adorada por fisiólogos de todo el mundo, y a ella se debe el nacimiento de la biofísica chilena.

En los años 60, la Universidad de Chile abrió su programa de doctorado en Ciencias, y uno de sus dos primeros estudiantes fue el ahora Premio Nacional de Ciencias Ramón Latorre. La otra alumna era una de sus compañeras en Bioquímica, Cecilia Hidalgo (también Premio Nacional, de hecho la primera mujer en recibir esa distinción). Se instalaron en la Estación de Biología Marina de Montemar, en Valparaíso, un edificio diseñado en los años 40 por Enrique Gebhard, discípulo de Le Corbusier. Ahí vivieron entre jibias.

Latorre (70 años de edad) tiene fama mundial por sus investigaciones acerca de los canales de iones, los encargados de transmitir la información de una célula a otra, mediante impulsos eléctricos. "Somos animales eléctricos", dice el profesor, y los canales de iones son "las antenas que nos dicen que hay calor, frío, olor a comida rica, una sonata de Mozart... La célula recibe un estímulo, abre un canal, deja pasar iones y envía la información al cerebro. Todo se produce a través de un cambio en la carga eléctrica: eso permite que el corazón lata, que los músculos se contraigan, todo".

Cincuenta años después, Ramón Latorre reparte su tiempo entre viajes anuales para dictar clases en la Universidad de Chicago (como profesor asociado), conferencias de corte científico y de divulgación, y, más que nada, su labor como director del Centro Interdisciplinario de Neurociencia de Valparaíso. Ahí está puesta su verdadera obsesión.

Latorre llegó a ocupar el cargo hace cuatro años. Estaba en Roma, a donde había llegado por petición de la presidenta Bachelet para ser el agregado científico de la embajada de Chile en Italia, a cargo de Gabriel Valdés. "Gran hombre, no sólo en términos intelectuales. Los fines de semana nos invitaba a su casa para que durmiéramos siesta con aire acondicionado". Al volver a Chile se instaló con su mujer, Elena Moreno, en el cerro San Juan de Dios, donde su vecino resultó ser un arquitecto joven llamado Juan Carlos García, por ese entonces director regional de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas. Ahora García es el gerente del CINV, y el brazo armado de Ramón Latorre para cumplir un sueño con el que ha logrado contagiar a las autoridades de la Universidad de Valparaíso y también a la pléyade de funcionarios públicos cuyo visto bueno se necesita para hacer casi cualquier cosa en nuestro país. Ese sueño es la nueva sede del CINV, que estará ubicada en el edificio Severín, hoy simplemente una más de las muchas ruinas que pueblan el barrio Puerto, pero al que esperan convertir en una edificación contemporánea, a la vanguardia tecnológica, completamente "verde" y que sea capaz de iluminar uno de los sectores más deprimidos de la ciudad.

"Somos animales eléctricos", dice el profesor, y los canales de iones son "las antenas que nos dicen que hay calor, frío, olor a comida rica, una sonata de Mozart... La célula recibe un estímulo, abre un canal, deja pasar iones y envía la información al cerebro. Eso permite que el corazón lata, que los músculos se contraigan, todo".

Por el momento, las instalaciones del CINV son harto más modestas. Están ubicadas en el Pasaje Harrington, en Playa Ancha, dentro de una agrupación de casonas diseñadas justamente por Orlando Harrington, arquitecto autor de varios edificios notables de la ciudad (como el Hotel Royal y algunas de las casas más tradicionales del Cerro Alegre). La oficina de Latorre tiene un escritorio tapado de papeles, con un computador con la imagen de una medusa como fondo de pantalla. En los muros hay unos pocos títulos y honores académicos, pero la mayoría está apilado en un rincón. En el librero hay una foto del Che, un pequeño autorretrato de Frida Kahlo, y volúmenes científicos mezclados con obras de corte muy distinto, como uno que probablemente interpreta sus sueños actuales: el libro Endurance: Shackleton's Incredible Voyage, de Alfred Lansing, que relata la aventura del explorador británico en su frustrado intento de cruzar el continente antártico (una de las mayores epopeyas de la historia). Encima de todo hay dos botellas de champaña Dom Pérignon, ya vacías. Una se la regaló un amigo cuando Latorre fue incorporado como miembro de la Academia de Ciencias de Estados Unidos (un honor que comparte con su colega y amigo Francisco Bezanilla, actualmente profesor de la Universidad de Chicago). La otra la tuvo que repartir con otros doce integrantes del CINV, cuando el centro obtuvo el primer lugar en la asignación de fondos de la Iniciativa Científica Milenio, convirtiéndose en la primera institución perteneciente a una universidad regional que consigue esa distinción. Se trata de $ 700 millones anuales por 5 años. "Fue una pelea con todos los perros grandes. Eran unos 26 institutos, seleccionaron seis y se dieron fondos a tres, curiosamente los tres relacionados con la neurociencia", cuenta Latorre. El jurado, compuesto exclusivamente por extranjeros, premió al CINV y también al Instituto Milenio de Inmunología e Inmunoterapia (IMII), que encabeza Alexis Kalergis, y al Instituto Milenio de Neurociencia Biomédica (BNI), a cargo de Andrés Couve.

Años atrás, Latorre ya había recibido una buena noticia similar: cuando el Centro de Estudios Científicos (CECs), que formó junto a Claudio Bunster recibió los mismos fondos. Ese proyecto, instalado originalmente en una casa de Presidente Errázuriz ("donde éramos vecinos de Pinochet", recuerda) y ahora en Valdivia, fue la razón de su retorno a Chile en 1984. Latorre había tenido una carrera científica y académica brillante. Había hecho su posdoctorado en el National Institutes of Health, en Bethesda, Maryland, y había dictado clases en las universidades de Duke, Chicago y Harvard. Justamente estaba en Harvard, como profesor asociado, cuando Claudio Bunster (entonces todavía Teitelboim) le dijo: "¿Volvamos a Chile?". Latorre respondió: "OK, volvamos".

La experiencia en el CECs lo convenció de la necesidad de tener una casa propia para el centro de neurociencias. Pero no ha sido fácil: la burocracia estatal le quitó muchas veces la esperanza. "Me decían: usted viene a pedir plata para la ciencia, ¡pero no ve que necesitamos levantar consultorios!". Sobre todo recuerda una reunión con el Consejo Regional de Valparaíso: "Nunca en mi vida me habían tratado tan mal: qué se cree usted, me dijeron".

Pero la porfía de Latorre y de García ha podido más. "Alguien de la universidad se acordó del edificio Severín, ahí en el barrio Puerto, en el sector de La Matriz. Así que fuimos. Yo vi esa ruina y dije, "aquí quiero quedarme'".

Los científicos que componen hoy el CINV vienen de disciplinas muy diversas. Hay biofísicos, neurobiólogos, genetistas y bioinformáticos. Hace apenas unas semanas la revista Nature publicó el informe de un estudio donde participaron dos investigadores del CINV: "El genoma del Tetranychus urticae revela adaptaciones de plaga herbívora". En simple, el detalle del genoma de la "arañita roja", una plaga que ataca todo tipo de plantas y cuyo daño global supera los mil millones de dólares.

Su padre murió cuando él tenía un año. Su madre se hizo cargo de la familia y él se educó en instituciones públicas y gratuitas: el liceo Lastarria y la U. de Chile. "Mi educación costó cero pesos en el colegio, cero pesos en la universidad, cero pesos en el doctorado. Sin esa gratuidad yo no estaría aquí", dice.

Ciencia básica con evidentes aplicaciones prácticas. Pero según Latorre el valor de la investigación no depende de sus resultados materiales y menos económicos. Hacer ciencia de base tiene sentido en sí mismo: "No existe ningún país desarrollado en el que lo que se produce en conocimiento aplicado no tenga una contrapartida en ciencia básica. Eso de saltarse etapas. Hacer innovación sin la base científica es imposible. Es donde se levanta la capacidad de pensar mejor. Es la gente que va a educar a los que van a pensar en cómo hacer una ampolleta, como hizo Edison. No puedo decir que le voy a dar plata sólo a la gente que desarrolla cosas que se van a aplicar mañana. Se habla de ciencia útil, dando a entender que lo que hacemos nosotros es inútil…".

Hoy estos científicos trabajan en neurociencia básica, mediante el estudio de las proteínas que componen el sistema nervioso, la comunicación celular, la secreción de los neurotransmisores. También estudian el olfato de peces (sí, los peces tienen olfato) y el desarrollo del sistema nervioso de los peces cebra (cuyas generaciones se suceden con mucha rapidez): son animales transparentes a los que se les inoculan proteínas fluorescentes que se orientan a órganos determinados. "Es muy lindo de ver, no sé si será bueno para ellos", dice Latorre. Otra área de estudio está centrada en la Drosophila melanogaster, la famosa mosca de la fruta. "Nuestras neuronas no son diferentes de las de la mosca. Se pueden estudiar muchas cosas, porque se puede crear una gran cantidad de moscas mutantes...". La idea es desarrollar sistemas para controlar su proliferación (una posibilidad es impedir que renueven su exoesqueleto y así mueran). También hay investigación sobre enfermedades que afectan a los seres humanos. Se está trabajando un modelamiento visual del sistema nervioso, a partir de rebanadas de cerebro de ratones de la especie degú, endémico chileno, que tiene la particularidad de desarrollar el mal de Alzheimer.

El sueño de Ramón Latorre de instalar el nuevo CINV en el edificio Severín tiene mucho que ver con su propia historia. Su padre murió cuando él tenía un año de edad. Su madre se hizo cargo de la familia y él se educó en instituciones públicas y gratuitas: el liceo Lastarria y la Universidad de Chile, desde el pregrado hasta el doctorado. "Mi educación costó cero pesos en el colegio, cero pesos en la universidad, cero pesos en el doctorado. Sin esa gratuidad yo no estaría aquí", dice. Vivían en Nueva de Lyon y al frente, por la Costanera, estaba la población de los areneros: una muestra cotidiana de la desigualdad que en esos años era todavía más evidente gracias a la vecindad entre ricos y pobres. Hoy, Latorre vive en el Cerro San Juan de Dios. Tiene como vecina a una aseadora de la Contraloría. "Eso es lo que me gusta de Valparaíso, esa convivencia. Por eso quiero instalarme en el barrio Puerto y ser pioneros ahí", dice.

Para levantar el edificio soñado falta mucho. Ya han conseguido parte del financiamiento, pero el total de unos 3 mil 500 millones de pesos todavía se ve lejos. El proyecto ha sido ideado por los propios científicos, con el trabajo arquitectónico de Juan Carlos García y el diseño definitivo de Omega Ingeniería. Se levantará sobre una edificación de la que ya no queda casi nada, pero que cuenta con historia. El Severín fue primero convento, después sede del Congreso Constituyente de 1828, más tarde cuartel del Batallón Cívico y, finalmente, cuartel de Carabineros, hasta el 2003. Un año más tarde se incendió y sólo permanece parte de su fachada.

"Lo que haremos es combinar el respeto del valor existente (la fachada y el patio de luz original) con un lenguaje completamente contemporáneo", explica García. Tendrá techo verde (con arbustos y pasto), un gran patio de luz, un frente abierto al público y una zona posterior donde estarán los laboratorios.

"Queremos que acá se hagan las reuniones de la junta de vecinos, que lleguen las señoras a usar el wifi, que se puedan tomar un café al lado de los investigadores", imagina Latorre. "Es nuestra forma de hacer ciencia y, al mismo tiempo, de luchar contra la desigualdad". Sobre todo, su fantasía es la de un edificio bello. "La buena ciencia es muy bella. La manzana de Newton no es diferente a las de Cézanne".

Relacionados